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Latidos de la maestra cubana Vicentina Antuña

La cultura cubana se honra de haber contado con esa mujer paradigmática. A un siglo de su nacimiento sigue iluminándonos con la grandeza de su magisterio

Autor:

Mario Cremata Ferrán

En la Conferencia General de la UNESCO, en noviembre de 1962, como presidenta de la delegación cubana. Foto: Archivo del autor. Cuentan que una dama de ademanes suaves y dotes de erudita se «paseaba» por los anchos y ventilados pasillos de la Universidad de La Habana, protegida por un velo misterioso que dejaba escapar un fugaz pero intenso halo de luz, con la virtud de encantar a todo aquel que se cruzaba en su camino.

Esa criatura se llamó Vicentina Antuña Tabío, y nació en Güines, La Habana, el 22 de enero de 1909, hace cien años. Quienes la trataron de cerca afirman que poseía facultades sobrenaturales para el dominio de las ciencias humanas.

En la Escuela de Filosofía y Letras, donde ganaría por concurso-oposición una plaza fija en 1934, enriquecería un claustro femenino que integraban o integrarían verdaderas lumbreras en el campo de la docencia, como Camila Henríquez Ureña, Rosario Novoa, Mirta Aguirre y Beatriz Maggi.

Pero cuando se menciona la sostenida labor de Vicentina en la Universidad, es menester destacar su voluntad de no abandonar el magisterio, aun en los momentos en que debió asumir otras funciones no menos importantes en el terreno de la política cultural, como la presidencia del Consejo Nacional de Cultura, primero, y la Comisión Cubana de la UNESCO, luego.

Para los que por razones de edad no pudimos conocerla (murió el 8 de enero de 1992), queda el testimonio de quienes sí tuvieron esa oportunidad, y ahora lo comparten con JR.

Evocarla, cuando se cumple un siglo de su nacimiento, más que un acto de satisfacción personal resulta una deuda impostergable y un deber con la historia y la cultura cubanas. De ahí el anhelo de quienes nos «confabulamos» en este empeño, para intentar que resurja de un inexplicable e injustificado olvido.

Compromiso con su tiempo

«Creo que la cultura cubana ha tenido una suerte inmensa, porque contó con una mujer como Vicentina Antuña. Pero sobre todo la cultura de la Revolución, donde ella jugó un papel destacadísimo, siendo la ya consagrada maestra de varias generaciones.

«Mucho antes, por supuesto, conocía yo de su actuación en el Lyceum, y de su batalla sostenida por los derechos de la mujer. Sin embargo, lo que siempre y más poderosamente me llamó la atención en la persona de Vicentina, fue su capacidad para, desde la posición de una profesora inclinada de manera muy especial por las lenguas clásicas, comprometerse con los asuntos más urgentes del país.

«A veces podría parecernos improbable que alguien que provenga de ese mundo académico, aparentemente más cerrado, tuviera la sensibilidad para no tan solo sumarse, sino entregarse por entero a las mejores causas. Puedo decir que su ejecutoria ejemplar, su honradez, rectitud y rigor intelectual, perviven en quienes la conocimos». (Alicia Alonso, prima ballerina assoluta y directora del Ballet Nacional de Cuba).

Madre y maestra

«Para mí, escribir sobre Vicentina es lo más fácil y lo más difícil del mundo, porque ella es una de las personas fundamentales de mi vida, desde que a mis 18 años entré por vez primera a una clase suya. Baste decir que sentía por ella tal admiración y afecto, que mi propósito era llegar a ser también profesor de latín, lo que la vida no permitió. Si no fui su mejor alumno, al menos eso me propuse, casi me atrevo a decir que naturalmente.

«Cuando, terminados los estudios, Adelaida (de Juan) y yo nos casamos, en agosto de 1952, le pedí que fuera testigo de nuestra boda, mientras Adelaida pedía otro tanto a la Doctora Rosario Novoa. Eran, y siguieron siéndolo hasta el final, nuestras profesoras bienamadas en la Universidad.

«Numerosas anécdotas podría contar, pero me limitaré a una, dolorosa e inolvidable. Mi madre había muerto, el 14 de junio de 1969, y la estábamos velando. Yo trataba de mantenerme lo más ecuánime posible en la ocasión tremenda, que un filósofo dijo que parte en dos la vida de un ser humano. Y entonces vi a Vicentina entrar en la funeraria. Fui de inmediato a encontrarla. Pero lo que hice fue abrazarla sollozando, y le musité: “Es tan grande mi dolor, que hubiera preferido no haberla tenido nunca”. Y Vicentina, con la infinita sabiduría que fue uno de sus rasgos distintivos, me respondió: “No seas ingrato. Agradece todo el tiempo que la tuviste”.

«Curiosamente, ni Vicentina ni Rosario, tan maternales, tan madrazas, tuvieron hijos. Lo que hizo que sus numerosos discípulos y discípulas ocupáramos, como podíamos, algo de ese espacio en sus vidas. A Vicentina la llamábamos la “Magistra”, y así la sentíamos. Madre y maestra. Como tal la quise, la quisimos. Algunas veces me elogió cosas que yo hacía. Pero nunca fue remisa a halarme las orejas cuando le parecían mal algunas de esas cosas, o cuando la hueca vanidad iba a tentarme. “Como te quieres”, me decía entonces, y me hacía sonrojar.

«Ojalá tuviéramos en español, como hay en francés, una palabra para designar a quien sabe mucho (savant/savante) y otra para quien ha madurado tanto el alma que puede comprender y orientar (sage). Nosotros solo contamos, para ambas realidades, con la palabra “sabio/sabia”. Vicentina lo era en los dos sentidos. Tenía un saber amplio, antiguo y moderno, y además generoso; y tenía una sabiduría como deben tener quienes guían una tribu.

«Busqué muchas veces sus consejos, y muchas veces los recibí a manos llenas. La última vez en que, con Adelaida, fui a su casa, ya estaba muy enferma. Cuando la abracé, sentí que tenía entre mis brazos un pájaro frágil, iluminado sin embargo por su sonrisa. No pude evitar recordar aquel aciago día de junio de 1969. Sigo agradeciendo haberla tenido tanto tiempo a mi lado, señalando el camino». (Roberto Fernández Retamar, poeta, ensayista y presidente de la Casa de las Américas)

Supo instruir y educar

«Quiso, ante todo, ser maestra. Porque supo instruir y educar, generaciones enteras de estudiantes la llamaron “Magistra”. Lo singular de su ejecutoria consiste en haber logrado una decisiva proyección universitaria y social desde el ámbito restringido de la enseñanza del latín, una áspera disciplina.

«Nada podía parecer más aséptico y distante que el aprendizaje de las declinaciones y la compleja sintaxis de la prosa ciceroniana. Pero, la sonrisa resplandeciente invitaba al diálogo junto a una taza de café. Entonces, dejábamos atrás las disquisiciones horacianas sobre la brevedad de la vida y el pormenorizado análisis de Lucrecio, para internarnos en la naturaleza de las cosas del mundo contemporáneo.

«En inquebrantable acuerdo entre la palabra y el acto, su conducta respondió siempre a sus más profundas convicciones. Accedió a altas responsabilidades que le valieron el reconocimiento público. En cada caso, una vez cumplida la misión encomendada, cedió el paso a otros. Porque para ella el magisterio era la misión suprema. Nunca abandonó el aula. Cuando le faltaron las fuerzas, siguió atendiendo a los estudiantes en su casa. Allí, en el pequeño despacho de paredes cubiertas de libros, seguíamos llegando sus alumnos de ayer cuando necesitábamos, como tanto gustaba decir a Vicentina, liberar nuestro bronco pecho y encontrar el interlocutor dispuesto a compartir nuestras angustias y nuestros sueños.

«Fue la inolvidable “Magistra” de todos, continuadora de la mejor tradición pedagógica cubana, la que sustancia el saber más profundo en una conducta ejemplar, la de los fundadores de la patria, la que hizo de la palabra “maestro” una de las más hermosas de la lengua». (Graziella Pogolotti Jacobson, ensayista, crítica de arte y presidenta de la Fundación Alejo Carpentier)

Un pensamiento antidogmático

«Vicentina fue una mujer de pensamiento avanzado radical, socialista; y al mismo tiempo era antidogmática, ajena a todo sectarismo, cubanísima y humanista. Esas cualidades guiaron su labor como Directora de Cultura del Ministerio de Educación desde el triunfo de la Revolución, y más tarde como Presidenta del Consejo Nacional de Cultura.

«Nunca excluyó a nadie; abrió espacio a todas las manifestaciones y tendencias artísticas y culturales, mientras tuvo que soportar no pocas mezquindades y canalladas sectarias. Entregó todo a Cuba y a su Revolución a la que unió su vida desde que participaba, aún adolescente, en las protestas estudiantiles de la época. En la Universidad fue una alumna brillante sin dejar de militar con la FEU en la lucha antimachadista.

«Tenía apenas 24 años cuando ganó por sus méritos, mediante concurso de oposición, la cátedra universitaria que ejercería hasta el día de su muerte. La joven profesora asumió también la dirección técnica de la Universidad Popular José Martí y dio clases a los trabajadores en el local del Sindicato de la Madera en la etapa final, 1937-1939, de la institución creada por Mella.

«“Magistra” fue, sobre todo, eso, Maestra. Para ella educar no era solo transmitir conocimientos sino en primer lugar forjar el carácter y ayudar a los jóvenes a ser capaces de aprender y pensar por sí mismos. Para varias generaciones fue, a un tiempo, maestra y compañera. La encontramos, dispuesta siempre al riesgo y al sacrificio, en los días terribles de la tiranía batistiana. A ella acudíamos también, entonces y después, en busca de consuelo y de consejo como quien se acerca a la madre que para muchos fue. Pasó por la vida con paso leve y sonrisa discreta, sin hacer ruido, regalando su inagotable capacidad de amar. Solo fue excesiva su modestia. Sería imperdonable que no la rescatemos del olvido». (Ricardo Alarcón de Quesada, presidente del Parlamento cubano)

La lucidez de su saber

«Quienes nos formábamos, estudiando o enseñando, en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana por los años 60, 70, 80 del siglo pasado, recordaremos siempre, como ocasiones del mayor regocijo colectivo, muy bien disfrutado individualmente, las fiestas que dedicábamos a Vicentina Antuña con motivo de sus cumpleaños, o de los múltiples y altos lauros que mereció en vida. Eran los “viejámenes”, versión satírica y tropical con la que practicábamos el tradicional “vejamen”, parte carnavalesca del ritual universitario de homenaje a un gran profesor, destinada sabia y cautamente a preservarlo, con la burla y las bufonadas, de la hybris de los dioses.

«No se sabe quién fue el primero en llamarla “Magistra” (maestra, en latín), pero ese apelativo sin dudas poco tenía que ver con la materia de sus clases y mucho, muchísimo, con la vocación didáctica, con la aptitud y la disposición para la enseñanza, con el amor a la juventud y el interés por sus problemas que la caracterizaban. Todo esto se conjugaba con la magnitud moral e intelectual que le reconocíamos y que constituía el fundamento de su conducta, la piedra de toque de sus valores personales y cívicos, la premisa de la que hay que derivar cualquier consideración en torno a su existencia, a sus tareas.

«En tierra de exuberancia verbal, de fértil facundia, Vicentina poseía el raro don de saber oír a sus muy diversos interlocutores, de escuchar atentamente todo lo que se decía, desde lo más trascendente hasta las trivialidades cotidianas. Mujer de alto prestigio académico y social, de relevante influencia, situada por sus méritos en cargos muy importantes, detestaba imponer su autoridad, porque sabía que la generosa confianza que depositaba en la capacidad y las cualidades morales de sus colaboradores, la libertad de acción y de imaginación con que nos invitaba a trabajar, constituían el mayor compromiso con su gestión, se volvían lazos inquebrantables de disciplina laboral y de rigor intelectual.

«Como referencia permanente, como recurso, como ayuda, se ha mantenido presente en nuestra memoria, único espacio de supervivencia, de eternidad dado a los seres humanos. Ojalá estemos a la altura de su centenario y seamos capaces de honrarla como se merece, y podamos transmitir a quienes no la conocieron la generosa lucidez de su saber, de su querer, de su poder». (Luisa Campuzano Sentí, ensayista, profesora, latinista y directora de la revista Revolución y Cultura)

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