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Los dioses rotos, el mayor acontecimiento audiovisual en Cuba de los últimos tiempos

Autor:

Joel del Río

Desde que se estrenara en diciembre, la película que dirigió y escribió Ernesto Daranas, ha tenido un éxito de público rotundo

Nunca descansan en paz las leyendas, cuando habitan el alma incombustible de una nación. Están condenadas a resucitar, una y otra vez, en los albores o en las postrimerías de cada siglo. Los dioses rotos, la película que dirigió y escribió Ernesto Daranas, se ha transformado en el mayor acontecimiento audiovisual en Cuba, desde que se estrenara en diciembre, porque verifica una suerte de recreación actualizada de los valores que representara Alberto Yarini, el proxeneta elevado a la categoría de ídolo popular, en la capital cubana a principios del siglo XX.

Héctor Noas entrega a uno de los malvados más sugestivos y contenidos del cine cubano. Como asegura al final de la película Laura, la profesora universitaria que «desciende» al infierno de la marginalidad cual cazadora que se adentra en la selva, a riesgo de ser devorada por los tigres, «como en un ciclo de inacabadas reencarnaciones, Alberto Yarini regresa una y otra vez para volver a ser coronado en San Isidro, Belén, Jesús María, Colón, Guanabacoa. Su poder de seducción encandiló el alma misma de una cultura que, a la par que lo cuestiona, lo venera. No deseo ser sacrílega (...) de hecho, yo también quisiera que fuera de otra manera». En esa ambigüedad entre la adoración por estos seres cuyo apasionamiento los lleva al abismo, y la racionalidad del intelectual que busca el conocimiento y la cordura, se mueve esta película apasionante, hermosísima, que ha rescatado para sí aquel calificativo de «tragedia griega a la cubana», endosado en su momento al teatral Réquiem por Yarini, de Carlos Felipe.

El primer, descomunal, acierto de Los dioses rotos, estriba en la presentación de una historia que atrapa al espectador desde los primeros minutos (con un montaje simultáneo de planos muy cortos, casi «videocliperos», el ejemplar manejo del material de archivo, y la sabia colocación de los puntos de giros, y de los elementos referenciales que nos permite entrar muy rápidamente en la película) y por supuesto, triunfa la revelación paulatina de personajes complejos, afacetados, gente atrapada en sus circunstancias y marcada por su destino adverso —como reclama cualquier tragedia que se respete— pero que ocupa una anómala, mas innegable, dimensión de la grandeza humana, signada por la generosidad, el altruismo y más que todo por la pasión, pasión entendida cual explosivo capaz de acabar con todo en derredor para tener cerca a ese único ser que acelera el pulso y trastorna la cabeza.

La reconocida actriz Silvia Águila dotó a su personaje de los más disímiles matices. Los móviles de los protagonistas, incluidos los dos triángulos que concentran la principal acción dramática (Laura, Alberto y Sandra, constituyen un núcleo de conflicto y el otro lo forman Anselmo, Sandra y Alberto) pueden transitar las bajas pasiones, la mentira, el fingimiento, el comercio con intereses sexuales, la violencia y el delito, pero nunca la película se permite, por suerte, las conclusiones sociológicas de manual ni la moraleja condenatoria de obvia corrección política. El filme se mantiene fiel a la historia, al espléndido diseño de acciones y personajes, a las reglas del género escogido —se mueve entre el melodrama de sesgo verista con elementos de suspense, o de thriller erótico con vocación repartera— de modo que esta película está gobernada por la emotividad y el deseo de comprensión e identificación que promueve, más allá de los mil tópicos al uso respecto a las asimetrías sociales, los solares, la rudeza y la grosería, el folclorismo y el guaguancó, pintoresquistas y adyacentes.

Réquiem por Yarini no quiso adecuar su alcance estético a la ínfima calidad moral del mundo representado, y Los dioses rotos instaura también su condición de alta orfebrería en la puesta para reflexionar sobre actitudes y conductas usualmente condenadas. Tal vez, para conseguir el mayor empuje dramático y visual, se hermosearon en exceso la sordidez y la decadencia —acompañadas además por música incidental un tanto distanciadora—, a punto tal que por momentos el filme roza el mismo autoexotismo turístico que, en algún momento, le reprochan a Laura. Me refiero a los momentos en que se escuchan textos que tácitamente critican actitudes implícitas en palabras como «vienen a retratar la mierda y luego se van», o «si no sabes pa’qué te metes», que percute al final, cuando queda en claro que nadie puede sumergirse en el agua sin empaparse la ropa. A menos que te desnudes antes.

El coqueteo del filme con los métodos del documental (las entrevistas que aparecen sobre todo en la primera mitad, a muchachas dedicadas a la prostitución) si bien poseen eficacia dramática y referencial, pues permiten al personaje de Laura, y al espectador junto con ella, irse adentrando en la vida cotidiana de estas personas, refuerzan cierto aire de artificialidad y grandilocuencia que eligieron los hacedores de esta película con plena conciencia de causa. Si los referentes provienen posiblemente de Scorsese, Tarantino y Kar Wai, la publicidad y el videoclip, Amores perros y Ciudad de dios, Papeles secundarios y María Antonia, parece un giro estilístico demasiado prolijo ese costado supuestamente documental, pues las entrevistas aparecen tan actuadas, representadas y montadas como el resto de la película. Entonces, no se justifica del todo esa insistencia en el proceder testimonial, cuando los creadores de Los dioses rotos jamás pretendieron reforzar la tradición de naturalismo, cine directo y verosimilitud a ultranza que gobierna los documentales típicos sobre estos temas y personajes. Vale decir que las falsas entrevistas enriquecen el drama que la película presenta (como también lo consigue la banda sonora nada rumbera), y por lo regular apuntan subtramas que se imbrican muy coherentemente con la premisa del filme y con su fábula principal.

Ania Bu y Ever Fonseca salieron airosos de la gran empresa que representó sus respectivos personajes. Muchos elogios ha merecido esta película, y entre los mayores están los aplausos conquistados por las actuaciones todas, principales y secundarias. Probablemente esta sea una de las películas cubanas con un nivel más alto y parejo de histrionismo. Se consagran categóricamente, Silvia Águila y Héctor Noas, la primera encarnando todos los matices de la duda, la conmiseración y el declive ético; el segundo, entregándonos a uno de los malvados más sugestivos y contenidos del cine cubano; Carlos Ever Fonseca y Ania Bu le confieren donaire, vehemencia y fotogenia a sus respectivos personajes, enormes retos en carreras que recién comienzan, y no debieran escaparse a esta mención la sempiterna corrección de Amarilys Núñez, la facilidad proverbial para decir textos incómodos de Mario Limonta, la presencia destacada de Isabel Santos y Patricio Wood, demostrando que esa generación de actores sigue luchando duro por permanecer entre los clásicos.

Cine profesional, espectacular, comprometido con la realidad, accesible a todos los espectadores, adulto estéticamente y conceptualmente rico, complejo, polémico, Los dioses rotos no se ve afectada mínimamente por el empleo de ciertos recursos narrativos y estilísticos procedentes de la televisión, el video musical, o incluso de la publicidad. Y apenas queda espacio para exaltar la eficacia del guión y de los diálogos, desde la introducción hasta el desenlace; la fluidez y el ritmo de la edición, el colorismo medio almodovariano y voluptuoso de la fotografía y la dirección de arte, que le proveen sangre, carácter y palpitación a la historia. No sería del todo honesto, y Los dioses rotos merece de la crítica la sinceridad equivalente a cada una de sus franquezas en secuencia, si no expreso que lo único que me molestó, al nivel de la clásica piedrecilla ínfima en el zapato, es la recurrencia machista de la trama. Aunque se pretende revelar, de alguna manera, los entresijos sicológicos del proxenetismo, y por tanto el machismo es un elemento más que necesario, imprescindible; a pesar de que las mujeres encarnen el principio activo de la acción y constituyan los móviles de la tragedia, el filme presenta solo antiheroínas que enloquecen con cada vibración de la portañuela adorada, seres cuya racionalidad enceguece por el deseo de venganza o por los celos, y a la hora del hembrismo y la progesterona desatada da lo mismo que seas universitaria o jinetera con baja escolaridad, porque el argumento te lanzará de cabeza a los pies del macho regente, siempre heroico, protector, generoso, incluso mártir. Puede ser que la película testimonie los rezagos de esa manera de relacionarse entre los sexos, y donde yo veo concupiscencia androcentrista, haya más bien voluntad de crítica y denuncia. Tal vez. Recordar que Laura, después de pasar por todas las estancias de la impureza, asegura que ella también quería que fuera de otra manera. Solo sugiero esa lectura posible y dejo la puerta abierta para que cada lector formule su punto de vista al respecto. En fin, corra a verla. Que el ICAIC ha encontrado la mejor manera de celebrar su aniversario 50.

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