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Lectura de noche

Alicia Alonso presidió la presentación del libro De la semilla al fruto: la compañía dedicado al aniversario 60 del Ballet Nacional de Cuba

Autor:

Rufo Caballero

Alicia Alonso presidió la presentación este miércoles del libro de José Luis Estrada Betancourt, dedicado al aniversario 60 del Ballet Nacional de Cuba. Foto: Calixto N. Llanes En la revista Artecubano, no. 3 de 2008, se publica un revelador texto de la profesora Luz Merino. Allí, la especialista cuenta las circunstancias culturales que rodearon a una exposición peculiar: el 25 de enero de 1955 quedaba inaugurada en el Lyceum una muestra de artes plásticas titulada Pintores de domingo. Personas de distintas profesiones y oficios —mayormente intelectuales de prestigio, si bien casi nunca artistas plásticos— exhibían sus pinturas y dibujos, realizados en horas extras, como parte de un talento adicional, o de lo que hoy llamaríamos «un valor agregado». Esa concepción del pintor de domingo difería de la esgrimida medio siglo atrás por la vanguardia histórica, dentro de la cual llegó a figurar, un poco por carambola, el aduanero Rousseau. Entre estos otros pintores dominicales, aparecían firmas rotundas, dos de ellas particularmente: la de Jorge Mañach y la de Alicia Alonso.

La revista Artecubano publica, medio siglo más tarde, el dibujo de Alicia. Es un dibujo espléndido, hermoso, donde la bailarina da vida a una iglesia que apreciara, o imaginara, en la ciudad de Santafé de Bogotá. Está fechado en 1952. La gracia con que Alicia registra la arquitectura religiosa equivale, se me ocurre, a la limpieza y el tectonismo de sus movimientos sobre la escena. Sabemos que Alicia fue y es una bailarina tectónica, adusta y grácil como una catedral. He quedado tan maravillado con este dibujo de la Alonso que quisiera me reunieran todos los dibujos posibles de la bailarina, para escribir un ensayo sobre su pluma vigorosa.

Ahora que ando fascinado con este descubrimiento, no puedo menos que recordar una noche de meses atrás, cuando el Ballet Nacional de Cuba reestrenara La bella durmiente del bosque, para un público joven, ávido, sediento de las joyas que puede reponer nuestro Ballet. Yo tenía la suerte de compartir el palco con Miguel Cabrera, historiador de la institución. Al finalizar La bella..., Alicia, emocionada por el triunfo, subió al esce-nario y mimó a los bailarines. Se veían bellísimas Alicia y Viengsay, como ex-presión de un lazo que une a dos generaciones cercanas por el virtuosismo y la cubanía. Sin olvidar tampoco a la refinada y expresiva Hada de las Lilas que hiciera entonces Sadaise Arencibia. Todo el lunetario estaba eufórico. Recuerdo que Miguel me comentó: «Llevo varias décadas al lado de esta mujer, y veo como Alicia no pierde un segundo la capacidad de sorprender».

Esa sensación que tuvo Miguel la tuve yo al descubrir ese hermosísimo dibujo de Alicia, una artista que no acaba sino renace siempre. Una mujer que bien pudo consagrar sus años al disfrute de una fama absolutamente merecida por un talento excepcional, y por el contrario, fuera del menor egoísmo, consagró sus energías, junto a Fernando y Alberto Alonso, a fundar y fortalecer una Escuela Cubana de Ballet, misma que tenemos hoy y que nos llena de orgullo, como uno de los estandartes más universales y esplendentes de la cultura cubana contemporánea.

Es esa una historia que ha sido escrita, esbozada, apuntada; pero que merece seguimiento, enriquecimiento. Merece todavía mucha más carne y cuerpo, rica como es en su tronco y en sus afluentes. El libro De la semilla al fruto: la compañía, del periodista y crítico José Luis Estrada Betancourt, resulta una elegante y enjundiosa contribución a una historia coral que nace con los Alonso y baña a decenas, si no a cientos, de bailarines, especialistas, técnicos, diletantes, aficionados, críticos.

El gran mérito del libro estriba en la autenticidad vocal de los testimonios. José Luis ha dado la voz a los hacedores, y estos, con sus emociones, sus vibraciones, sus fantasmas, sus dudas, sus obsesiones; es decir, con toda su humanidad, van bordando una historia enorme de la que se sienten parte orgánica y comprometida. Sobresale en los testimoniantes el cariño que les motiva la Escuela Cubana de Ballet, el sentido de pertenencia con que bailan, sueñan y sufren con ella y por ella. Otro valor reside en la horizontalidad con que el autor concibe el ballet, más allá de los divos primeros: hay aquí coreógrafos, diseñadores, directores de orquesta, costureras, teloneros, historiadores, especialistas en patrimonio, maestros, miembros de un cuerpo de baile fundamental como el primero de los bailarines. El libro orquesta las voces como la Compañía ha sabido salvaguardar el sentido de comunión y de solidaridad que también el arte puede y debe ostentar. En esa unidad de lo múltiple, y no solo en el estilo pulcro y sutilmente nacional, radica una de las grandes conquistas de la Escuela Cubana, velada siempre con celo por Alicia.

Luego, el tono. El primer libro de José Luis —crítico llamado a entregar muchas otras piezas de este calibre— se disfruta todo con el deleite con que se transita una novela. La prosa es transparente, humilde, elegante, sencilla. Emocionante.

Emocionante porque sencilla. Todo el mundo sabe que a mí me gusta la sencillez; que no puedo con el oropel. Cuando (nunca supe por qué) se esperaban rimbombantes efectos visuales y experimentalismos de última hora, me dio la gana de rodar un video sencillo, como diáfana es la belleza verdadera. Video donde usé, por cierto, el talento dramático de Viengsay Valdés. En las páginas de la novela Los puentes de Madison County, leí unas palabras de un personaje: el «Halcón Nocturno» Cummings, jazzista que escribe para Robert Kincaid la melodía Francesca. Aquellas palabras, referidas a la naturaleza de la melodía, confesaban cómo su autor «quería que fuera simple, elegante. Las cosas complejas son fáciles de hacer. El verdadero desafío es la simplicidad».

Simplicidad no quiere decir llaneza. Quiere decir destreza para poder eludir la altanería de la adolescencia. Simple puede ser un arabesco que la bailarina dibuja con diligencia y con maña, sin aditamentos. Todo el mundo sabe que Viengsay, es un ejemplo, ha sido mejor bailarina ahora que no se siente nada más allá de lo exactamente requerido por el personaje. Viengsay ha madurado cuando ha despedido lo accesorio, lo secundario, el adorno. Esa es la enseñanza de una Escuela sabia y prestigiosa como la Cubana. La prosa y la estructura que ha querido José Luis para su libro emulan la transparencia de quienes bailan con rigor y con garbo; no con complicación y con pirotecnia. Su libro es una hilera de diálogos; no de monólogos pedantes, como los de esos animadores de nuestra televisión que parecen entrevistarse a sí mismos.

José Luis nació en 1967, un año después que yo. Cito el dato para señalar que pertenecemos a una misma generación agradecida. Generación intermedia. No somos ni esos grandes intelectuales, como Miguel Barnet, como Antón Arrufat, como Eduardo Heras León, que han sabido leer y aprovechar la savia del Ballet Nacional de Cuba; ni somos esos jóvenes llamados a continuar el entusiasmo y el respeto que sigue suscitando La Compañía. No. Somos una generación suspendida justo al centro, al medio de esta historia; una generación no menos orgullosa de su Ballet Nacional. José Luis ha sacado la cara por nosotros y ha tenido el valor de decir Gracias públicamente, con un libro bello y justo. Bien sé que a partir de hoy no otro libro caerá cada madrugada sobre las mesas de noche de vuestras casas. No puede ser de otro modo.

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