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Historia en el cine

El ciclo Momentos cruciales de la Historia que proponen para el mes de agosto el cine La Rampa así como las principales salas del país, reserva 17 filmes que han dejado su huella en la cinematografía

Autor:

Jaisy Izquierdo

La Historia, ese tejido que apresa los hechos y personajes más trascendentes de los hombres, es para muchos de quien la escriba; es por eso que el ciclo Momentos cruciales de la Historia, que proponen para el mes de agosto el cine La Rampa así como las principales salas del país, no elude el dedo selector que ha sintetizado en 17 filmesnuestras huellas en el tiempo, condensándolas en esas encrucijadas en las que los hombres han tenido que decidir su propio destino.

Al dar un vistazo a las cintas que integran la nómina —que, por supuesto, ni es completa ni lo pretende ser, porque estaríamos viendo películas del mismo corte épico más de un año— sí salta a la vista la calidad de las obras seleccionadas, la intención de abarcar todas las épocas y los lugares más diversos, así como la mezcla de filmes de ayer y hoy, realizados por autores de distintas nacionalidades, lo cual abre a los espectadores una visualidad mucho más rica y diferente.

También resalta, como una línea continuada a través de los siglos, una historia del hombre marcada, tristemente, por la guerra, los asesinatos y secuestros, que nos llevan por el camino de Voltaire a pensar que «la historia de los grandes acontecimientos del mundo apenas es más que la de sus crímenes». Por lo que se extraña ese excedente feliz, al que hacía referencia de soslayo el autor, y que se podría llenar con numerosos descubrimientos y personalidades que también determinaron el curso de la humanidad. Pero claro, sería otra muestra.

Al sendero trazado por esta habría que sumar la certeza de que, aunque el género histórico apela a la verosimilitud de los hechos, no deja de ser también una construcción de lo que exactamente sucedió, desde el terreno de la ficción y con el beneplácito del punto de vista del realizador.

No obstante, para todos los amantes del género será un placer recorrer los siglos en imágenes, que en este caso se remontan desde los primitivos años de los neandertales, hasta el trágico suceso del ataque a las Torres Gemelas de Nueva York.

Así, de manera cronológica, encontramos en primer lugar La guerra del fuego (1981), del reconocido director Jean-Jacques Annaud, que basa su guión en la novela de J. H. Rosny, La conquista del fuego. Este, su primer gran éxito, que le garantizó al realizador francés un premio Oscar, dos César y un BAFTA, deslumbró por su reconstrucción de la era prehistórica, para la cual contó con la ayuda de expertos como el zoólogo Desmond Morris o el novelista y lingüista Anthony Burgess, quien se inventó toda una lengua a base de gruñidos para que los personajes se comunicaran.

Le sigue Julio César (Joseph L. Mankiewicz, 1953) basada en la pieza de teatro escrita por William Shakespeare y que es secundada por las brillantes actuaciones de Marlon Brando en el papel de Marco Antonio; y James Mason como el atormentado Bruto, quien habría de rematar al emperador romano. Una cinta con la que se resume ese capítulo de la civilización antigua donde necesariamente habría que mencionar también a Egipto, Grecia, Israel, y los imperios precolombinos, hacia los cuales pudiéramos viajar en cintas como Cleopatra, Troya, La pasión de Cristo y Apocalypto.

Un acercamiento a las contradicciones del Medioevo se presenta en la cinta Juana de Arco legendaria heroína francesa que fue quemada por hereje, y venerada como santa a los años. La Doncella de Orleans nos llega en la entrega de Luc Besson encarnada por la ucraniana Milla Jovovich, quien nos lleva por la lucha interior de la virgen, que con sus visiones a cuestas y una voluntad de hierro, lideró a miles de soldados en las más sangrientas batallas.

Hacia el mismo camino del martirio, y en este caso por el capricho real de Enrique VIII de quererse casar dos veces por la iglesia, saltamos hasta Tomás Moro, interpretado por Paul Scofield en Un hombre para la eternidad (Fred Zinnemann, 1966),  donde actúan, además, Robert Shaw, Orson Welles y Vanesa Redgrave. El filme premiado con seis Oscar, entre ellos el de mejor película, se centra en los últimos años de Moro y su conflicto entre seguir sus creencias religiosas u obedecer al rey.

Y entonces, después de otra elipsis cinematográfica donde se esconden momentos ineludibles como el Renacimiento, la Revolución Francesa y el descubrimiento de América, nos encontramos frente a Austerlitz (Abel Gance, 1960). Considerada por muchos como el mayor triunfo militar de Napoleón Bonaparte, la batalla de Austerlitz es escogida por Gance, quien no esconde su admiración por el corso, para saldar consigo mismo una deuda que empezó al rodar, 33 años antes, la monumental Napoleón del cine mudo, la cual pretendía ser la primera de seis que nunca llegó a concretar.

Para matizar esa historia siempre contada desde Occidente y sus personajes, el ciclo incluye tres memorables biografías que devienen encuentro con la historia de tres naciones: India, China y Japón. Estas son la cinta británica Gandhi (Richard Attenborough, 1982), la italiana El último emperador (Bernardo Bertolucci, 1987), y la rusa El sol (Aleksandr Sokúrov, 2005). La primera, galardonada con la inusitada cifra de ocho premios Oscar, nos devuelve amparada por la magnífica caracterización de Ben Kingsley al líder de la resistencia pacífica —al cual nunca se le otorgó el Nobel de la Paz—, capaz de movilizar al pueblo hindú hasta alcanzar su libertad.

La segunda, que supera incluso con una estatuilla más a la primera, relata la vida de Puyi, quien subió al trono chino a los tres años, fue adorado por 500 millones de personas como divinidad, vivió la ocupación japonesa como gobernante títere en Manchuria, y terminó sus últimos años como jardinero, maoísta y testigo de la Revolución Cultural.

La tercera es el punto final a una trilogía que Sokúrov filmó sobre políticos del siglo XX, iniciada con Moloch (1999), sobre Hitler; y Taurus (2000), sobre Lenin. En esta los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial conducen el emperador Hirohito a enfrentar dos decisiones cruciales: la rendición de Japón y la renuncia a su estatus divino.

Para una mayor aproximación a este convulso capítulo que fue la Segunda Guerra Mundial se suman la película japonesa Kamikaze, moriremos por los que amamos (Taku Shinjo, 2007), que retoma la partida de 439 jóvenes en un grupo especial de aviones de ataque suicida cargados con bombas de 250 kilogramos; la alemana Stalingrado batalla en el infierno (Frank Wisbar, 1959), donde se recrea la primera gran derrota del fascismo; y la también germana El hundimiento (Oliver Hirschbiegel, 2004), que presenta los últimos días de Hitler en el Führerbunker, así como el suicidio múltiple de él junto a sus aliados.

Pasando por alto pasajes cruciales, en el sentido estricto del via crucis sostenido por la raza humana, como lo fueron el holocausto y la esclavitud —recordemos títulos como Amistad o La vida es bella—, el ciclo se remonta a otra matanza dolorosa relatada en Entierra mi corazón en Wounded Knee (Yves Simoneau, 2007), sitio donde el ejército de Estados Unidos masacró a cientos de indios, sus mujeres e hijos, cerca del arroyo del mismo nombre.

Otro álgido suceso como lo fuera la caída del muro de Berlín, reflejada en el filme alemán Good bye Lenin, queda en el olvido cuando la nómina concluye, apropiándose de nuestra historia más cercana. Entonces se reviven los Trece días (Roger Donaldson, 2000) en los que el mundo estuvo al borde de un cataclismo nuclear; la posible conspiración detrás de la muerte del presidente Kennedy, JFK (Oliver Stone, 1991); la lucha guerrillera librada en Bolivia por el Che (Steven Soderbergh, 2008); el secuestro y desaparición de uno de los más jóvenes líderes del movimiento independentista marroquí tratado en El asunto Ben Barka (Serge Le Peron, 2005); y el atentado a las Torres Gemelas el 11 de septiembre (11’09”01).

Esta última reúne como un homenaje las 11 miradas de realizadores de diferentes partes del mundo, entre ellos el mexicano Alejandro González Iñárritu y el reconocido actor Sean Penn, poniendo así punto final a un ciclo lleno de fastuosas superproducciones para atrapar el pasado y que ciertamente nos hará desear, por el bien nuestro, que las futuras películas no tengan que gastar millones en contar un mañana convulso.

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