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El alma venezolana en la voz de Chávez

El libro Cuentos del arañero contiene más de 170 anécdotas que recogen, desde lo íntimo, parte de la vida de un hombre ejemplar de Nuestra América, y del propio imaginario del pueblo venezolano

Autor:

René Tamayo León

CARACAS.— Cuentos del arañero son historias contadas por el presidente Hugo Chávez a lo largo de más de 300 programas radio-televisivos Aló, presidente, que ahora se presentan en forma de libro, tras una acuciosa compilación de los periodistas cubanos Orlando Oramas León y Jorge Legañoa Alonso.

Las transcripciones tuvieron como primeros lectores y correctores al líder histórico de la Revolución Cubana, Fidel Castro, y al propio autor, por supuesto: el presidente Chávez.

El texto fue presentado en la mañana de este viernes en el teatro Teresa Carreño, en una sala abarrotada, a pesar de que el anuncio del lanzamiento se hizo pocas horas antes.

Cuentos del arañero contiene más de 170 anécdotas que narran, desde lo íntimo, parte de la vida de un hombre ejemplar de Nuestra América, y del propio imaginario del pueblo venezolano

JR ofrece tres historias de un volumen muy singular que se agrega a una bibliografía sobre Hugo Chávez Frías que supera los 4 000 títulos. Es, así, uno de los estadistas sobre los que más se ha escrito en apenas 20 años de visibilidad pública en la historia contemporánea local y mundial.

El texto puede bajarse de www.cuentosdelaranero.org.ve. En las redes sociales está en facebook.com/CuentosAranero; twitter.com/CuentosAranero; y youtube.com/CuentosAranero.

Confidencias

Permítanme siempre estas confidencias muy del alma, porque yo hablo con el pueblo, aunque no lo estoy viendo; yo sé que ustedes están ahí, sentados por allí, por allá, oyendo a Hugo, a Hugo el amigo. No al Presidente, al amigo, al soldado.

Bueno, ayer fui a visitar la tumba de mi abuela Rosa. No quería ir en alboroto porque siempre hay un alboroto ahí, bonito alboroto y la gente en un camión y las boinas rojas. Yo dije: «Por favor, yo quiero ir solo con mi padre a visitar a la vieja, a Rosa Inés». Allí llegamos, y llegó el señor, un hombre joven, con una pala y unos niños, limpiando tumbas. Ellos viven de eso. Y me dijo el señor, dándole con cariño a un pedacito de monte que había al lado de la tumba de la vieja: «Presidente, usted la quiso mucho, cada vez la nombra, ¿verdad?». «Claro que la quise y la quiero, ella está por dentro de uno».

También me dio mucha alegría ver de nuevo, ¿cómo se llama el niño? No recuerdo, un «firifirito», que hace un año fui también a darle una corona a mi abuela, y él llegó: «Chávez, yo vivo limpiando tumbas y no tengo casa». Ayer me dijo, con una sonrisa de oreja a oreja: «Chávez, gracias, tengo casa, mira, allá se le ve el techo». Tiene techo rojo la casa. El niñito tiene casa, hermano, con su mamá y su papá y dos niñitos más, que están ahí, todos limpian tumbas. Esa vez lo agarré y le dije: «¿No tienes casa?» ¡Claro!, son tantos los que no tienen casa ¡Dios mío! ¡Ojalá uno pudiera arreglar eso rápido para todos los niños de Venezuela!

Le pedí al general González de León y al gobernador que se unieran para atender el caso de ese niño, porque él me dijo con aquellos ojitos: «Chávez, no tengo casa. Chávez, yo quiero estudiar», «Chávez, mi mamá está pasando hambre», y bueno, me dijo tantas cosas con aquellos ojitos que me prendió el alma. Y les dije, miren, hagan un estudio social. Y ya tiene casa el niño y se le ve el techo rojo. «Allá está. Chávez, visítame». Y yo le dije: «No tengo tiempo papá, pero otro día voy». ¡Ojalá pueda visitarlos algún día!

Ahí estuvimos rezando delante de la tumba de la abuela. Yo nací en la casa de esa vieja, de Rosa Inés Chávez. Era una casa de palma, de piso de tierra, pared de tierra, de alerones, de muchos pájaros que andaban volando por todas partes, unas palomas blancas. Era un patio de muchos árboles: de ciruelos, mandarina, mangos, de naranjos, de aguacate, toronjas, de semerucos, de rosales, de maizales. Ahí aprendí a sembrar maíz, a luchar contra las plagas que dañaban el maíz, a moler el maíz para hacer las cachapas.

De ahí salía con mi carretilla llena de lechosa y de naranjas a venderlas en la barquillería. Así se llamaba la heladería, y me daban de ñapa una barquilla. Era mi premio y una locha para comprar qué sé yo qué cosas. Bueno, de ahí vengo. Cuando yo muera quiero que me lleven allá, a ese pueblo que es Sabaneta de Barinas, y me conformaré con una cosa muy sencilla, como la abuela Rosa Inés.

Los Cenicientos

Uno salía el sábado si pasaba la revista de la limpieza de armamento. ¡Ay, ya, yai!, Primero los sábados había trote a las cinco de la mañana, a veces al cerro. Los últimos veinte no salían para la calle, se quedaban encerrados. Después del trote uno limpiaba el fusil. Uno le metía al fusil un guaralito por el ánima, la sacaba por aquí y le daba. Y otra vez «ra, ra, ras» con un poquito de aceite para evitar que la pólvora se coma el cañón por dentro. Tenía que estar brillante como un espejo. «¡Nuevo, limpie el ánima que no se vaya a comer la pólvora el cañón!». Y había que limpiar el conjunto móvil, quitarle la corredera. «No se te olvide, nuevo, limpiar el guardamano por dentro. Porque por ahí te van a pasar revista con un punzón y un algodón». Si sacaba sucio, uno no salía para la calle.

Así que después de pasar el trote, la limpieza y la revista del armamento, de los dos fusiles: el FAL, que es el de combate y el FN-30, el de desfile. Había que limpiarlos los dos, aunque el FAL es el más complicado por las piezas modernas que tiene. El FN-30 es mucho más sencillo. Había que limpiar el dormitorio y ponerlo brillante, había que limpiar el escaparate y arreglarlo. A uno le pasaban revista de las franelas dobladitas, las medias, arreglar los libros. Después de todo eso, a mediodía estaba uno rompiendo la marcha a la calle.

Entonces yo agarraba un taxi y me bajaba en la calle Brasil de Catia. Me quitaba el uniforme, unas botas de goma, un blue jeans, una franelita, una gorrita para que no me vieran el corte, que lo conocían a uno por el corte de pelo. Entonces a jugar chapita en la esquina con los muchachos. De vez en cuando una friíta ¿no?, en la tarde del sábado. En la noche una rumbita, alguna cosita por allá. Pero resulta que a los cadetes las muchachas nos llamaban «Los Cenicientos». ¿Por qué?, porque teníamos que irnos poco antes de la medianoche, como la Cenicienta. Había que estar allá en la Academia a las doce de la noche, fin del permiso. Así que cuando uno estaba cogiendo calor, a las once de la noche, uno: «¡Ay, me voy! Voy a vestirme de azul y a buscar un carrito y vámonos!».

Te exhorto a que continúes

A veces uno se cansa, y Fidel se enteró que yo hice algún comentario de un cansancio como espiritual, no tanto físico, porque uno se acuesta un ratico y pone los pies pa’ arriba. El cansancio espiritual es el más duro, ustedes saben. Y Fidel se enteró, me mandó un mensaje: «Quiero verte». Aproveché un momentico y pasé por allá. Pero antes de ver a Fidel, di unas vueltas por un pueblo y qué cosa no, cuando estoy parado hablando con unos muchachos que iban en una carreta, eso fue lo que me hizo que me parara. ¿Saben? Ver al pueblo luchando aquí o allá en cualquier parte.

Unos muchachos muy jóvenes en una carreta tirada por una mula, montaña pa’ arriba. Nosotros veníamos en carro, yo me paro: «¡Epa, muchachos!», «Chávez», me dicen los muchachos, «¿qué hace por aquí?». «Bueno, chico, por aquí» «¿Y para dónde van?». Y me dicen: «Allá, mira, allá en aquella montaña está nuestra escuela», un tecnológico «y tenemos que ir a presentar un trabajo». Por ahí no hay transporte. Ellos hicieron la carreta de palo y una vieja mula de esas buenas pa’ allá, pa’ arriba compadre. Eran como las ocho de la mañana «¿Y a qué hora es la presentación del trabajo?» «A mediodía nos citó el profesor» «¿Cuándo regresan?». «Regresamos esta tarde». Esa es voluntad de superación, de lucha, porque es un pueblo que está bloqueado por los yanquis, bloqueado duro. Les niegan muchas cosas, le sabotean muchas cosas.

En eso estoy hablando con los muchachos y oigo un ruido en la montaña, en el monte que viene. Aparece un hombre con una mula, y los muchachos cuando me vieron se sorprendieron mucho, cosa natural y «¡Epa, Chávez, qué hace!». El hombre aquel no. Me sorprendí de la imperturbabilidad de aquel ser humano. Él baja en la mula y me ve: «Chávez». Pero imperturbable se bajó de la mula, nos dimos la mano. ¿Sabe lo que me dijo? Como si me hubiera leído no sé, yo no sé si fue que Fidel lo mandó. Estoy seguro que no. Estaba mi hijo conmigo. Aquel hombre me dijo: «Chávez, en tu lucha no tienes derecho a cansarte. Te exhorto a que continúes». Y yo le digo: «¿De dónde tú sacas ese exhorto?» «No sé, es lo que se me ocurre decirte». Y entonces me dijo: «Soy pastor evangélico. Dios te puso aquí en esta esquina y llegué yo y eso fue lo que me salió del alma. Te exhorto a que continúes». Y después Fidel me lo repitió: «Te exhorto a que continúes».

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