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La utopía se halla en El Mejunje

La 27 edición del festival Mejunje Teatral, uno de los eventos de su tipo más sobresalientes del país, estuvo marcada por la impronta femenina y la altísima calidad de las propuesta 

 

Autor:

Frank Padrón

El país que anhelamos —inclusivo, diverso, plural, respetuoso de las diferencias, cimentado solo en valores humanos, libre de prejuicios y discriminaciones— debe parecerse al Mejunje, centro cultural enclavado en Villa Clara y que acaba de arribar a sus 35 años de fructífera vida cultural.

Esta idea, que comparte a pies juntillas el eternamente juvenil director Ramón Silveiro, y preside su prédica y acción, animó los festejos por el flamante aniversario, celebrado por todo lo alto hace unos días en el contexto de uno de sus eventos mayores, que también anda de cumpleaños: el Mejunje Teatral, que arribó a sus 27.

Se trata de ese tipo de festival que clasifica como uno de los más sobresalientes y completos del país entre los de su tipo, y que durante sus diez días ofrece un panorama representativo y jugoso de lo que más brilla en las tablas a nivel nacional, mediante una curaduría rigurosa que incluye todo tipo de manifestación, desde el pequeño formato (especialidad que signó sus ediciones iniciales) hasta los más numerosos colectivos que no por ello dejan de tener espacio en sus instalaciones: el mítico Patio, por supuesto al aire libre, o la sala Margarita Casallas, cuando no se desborda y conquista el escenario o el coliseo todo del teatro La Caridad, a unas cuadras del lugar, o se multiplica en hospitales (como el proyecto Una sonrisa, en el pediátrico José Luis Miranda), y otras plazas.

Admiraba encontrar en funciones que principiaban desde temprano en la mañana y terminaban muchas bien entrada la madrugada, a un público exigente e inderrotable, sobre todo joven, desde siempre el protagonista de las actividades «mejunjeras».

Imposible resumir en unas cuartillas lo mucho y bueno que deparó la fiesta escénica, pero intentaremos ofrecer al menos un panorama.

Las féminas reinaron, como reconoció el director del evento, y de haber sido este competitivo —tal como ocurrió durante sus tiempos iniciales— dificilísimo hubiera resultado a cualquier jurado la premiación.

Indira Valdés, dirigida por Lizette Silveiro, dando vida a Sarah Bernhardt con variedad de matices y plenitud histriónica; Estrella Borbón animando con simpatía y gracejo la disparatada Eclíptica, de Eugenio Hernández Espinoza, con dirección de Nelson González; la pinareña Yuliet Montes bordando la kafkiana Josefina la cantora, bajo la certera guía de Reynaldo León (Teatro La Utopía); la veterana Miriam Muñoz (Teatro Icarón, de Matanzas), vital y espléndida en la séptima década con su autofictiva Las penas no me mataron, o la actriz invitada Margarita Gómez (Uruguay) en una versión muy peculiar de los siete pecados capitales oscilante entre el drama y la tragedia (Pecado) que demostró su clase y dominio de los más variados registros interpretativos, fueron algunas de ellas.

                                                                                            Miriam Muñoz, vital y espléndida, en Las penas no me mataron.

Sus colegas masculinos, sin embargo, no quedaron detrás. Fueran solos o en textos dialogados, merecieron agradecidos aplausos: Jorge Luis de Cabo en una conmovedora visión de la tercera edad desamparada (Lo mío es el tango, bajo la dirección de Omar Bilbao); René de la Cruz y Félix Beatón en Humo, de Yunior Rodríguez (una mirada nostálgica al séptimo arte desde el teatro ante la ruina de tantas salas cinematográficas) o un par de duetos, a cual más intenso y motivador, de los matanceros de Icarón, Gilberto Subiaurt (autor y director) y Jorge Ernesto de la Cal en Promesa —intensa y poética reflexión sobre el tiempo, el amor, el camino…—, o sus coterráneos Wilfredo Mesa y Jorge Luis Castillo (grupo Teatro D’Sur) conducido por Pedro Vera en Noche sucia, versión sobre un clásico del teatro brasileño escrito por Plinio Marcos en torno a la marginalidad y las contradicciones entre dos amigos.

Otras puestas aportaron estilos y poéticas tan diferentes como singulares. El teatro de figuras, por ejemplo, se movió en un terreno donde confluían tanto destinatarios infantiles como adultos. Fue el caso de Vida y milagros de Federico Maldemar, de Maikel Chávez, dirigido por Ariel Bouza para su Teatro Pálpito. La diversidad de cualquier tipo que encuentra, sin embargo, puntos de intersección, rodeado de sentimientos y pasiones universales, se desplegó en una puesta donde jóvenes actores y títeres se mezclaban en espacios lúdicos, también diversos que la escenografía, la música, la animación y la destreza de los actores (el mismo Maykel, Ana Patricia Martín, Ailec Basulto…) llevaban a elevada dimensión transitando por la cuerda floja de lo humorístico (generalmente una ironía afiladísima) y lo muy serio.

Los villaclareños de Teatro sobre el camino añadieron otro tanto a su favor en esa misma línea con Paradigma o ¡Ay! Shakira, sólido y corrosivo texto sobre desvalorizaciones infantiles, racismo, equivocados modelos de belleza y conducta que devienen fatales resultados, y donde la guía de Rafael Martínez descuella también por su acertada integración de actores (la mayoría muy notables) y títeres, el dinámico movimiento escénico y la imaginación en elementos escénicos y escenográficos que enriquecen la puesta.

O el célebre Papalote con su delicioso y sarcástico sainete El runrún que trajo entre sus maravillas el regreso a escena de su guía, el veterano René Fernández, totalmente en forma y con energías para regalar.

Autores importantes de otros lares —en versiones muy nuestras— no faltaron en la esperada cita del Mejunje: por ejemplo la alemana Marianna Salzmann cuya extraordinaria obra Lengua materna llevó a escena Sahily Moreda con su compañía El Cuartel, para discursar en torno a (dis)continuidades generacionales, cambios de perspectivas en las posturas políticas, eróticas, ontológicas en general; y escalas de valores reinventadas o cuestionadas mediante la perspectiva de una familia (abuela, madre, hija) en la que, más allá de posturas feministas, hay que escudriñar comportamientos humanos.

Una puesta ágil, que sabe hacer coexistir espacios simbólicos y literales (para lo cual el patio de la sede resultó ideal) y tres actuaciones destacadas (Yeyé Báez, Gilda Bello, Ariagna Fajardo) caracterizaron el montaje.

Otro dramaturgo prestigioso, el argentino Olvaldo Dragún —como se sabe muy vinculado durante su vida con nuestro país y nuestro teatro— permitió a los locales de Teatro Dripy regalarnos en el escenario de La Caridad las muy entrañables Historias para ser contadas, que pese a ser concebidas en el lejano 1956 nos hablan como si de hoy mismo se tratara mediante un acerado y cínico humor (a veces negro) acerca de la deshumanización, el egoísmo y la indolencia.

Con economía de recursos que suple un encomiable ingenio para soluciones escénicas y dramáticas, los jóvenes histriones Verónica Medina, Elieter Navarrio y José Brito, regidos por el líder del grupo, Wilfredo Rodríguez Álvarez, propiciaron otro momento recordable del festival con Historias para ser contadas.

Y como ese muchos, que al crítico le es imposible reseñar (muchos de la franja oriental, que comenzaban justo con su regreso a La Habana), pero algo quedó claro: El Mejunje Teatral volvió a demostrar su rango y capacidad de convocatoria, justo como el «joven» que le sirve de sede: ese modélico centro cultural al centro de la Isla —valga aquí la redundancia— donde hace tiempo la utopía se hizo realidad y se instaló (esperemos) para siempre.

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