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De la necesidad a la extravagancia

El uso de seudónimos literarios es un hecho recurrente entre los escritores de todas las épocas. Cada sobrenombre escogido encubre una historia o razón para ocultar la verdadera identidad

Autor:

Iris Celia Mujica Castellón

Incluso habiendo ganado el prestigioso premio Goncourt (1956) con su novela Las raíces del cielo, el escritor francés Romain Gary fue catalogado por la crítica como «pasado de moda e incapaz de aportar nada nuevo al campo de las letras». Fue entonces cuando a sus bien exprimidos 60 años, poseedor de un talento excepcional para la narrativa, decidió hacerles el juego a los expertos con un cambio de identidad.

Gary inició una carrera bajo el seudónimo Émile Ajar y pidió a un primo suyo que lo encarnara en las presentaciones públicas. Razón llevaba su madre cuando, años atrás, consideró que su hijo tenía el nombre ideal para triunfar como violinista, pero no como escritor.

En 1975, Émile Ajar arrolló con La vida ante sí, la cual narra la relación entre una prostituta judía y un huérfano musulmán. La pieza, bien elogiada por su espíritu renovador, le valió al escritor otro premio Goncourt, galardón que solo se concede una vez. Pero, ¿si Romain Gary no hubiera apostado por el cambio de nombre? Imagino, quizá, un desenlace muy diferente.

Lo cierto es que la historia del novelista francés es poco exclusiva en el universo literario. El uso de seudónimos es un hecho común y recurrente entre escritores de todos los tiempos. Cuestiones comerciales, discriminación femenina y hasta las inspiraciones más íntimas imaginadas, han propiciado el uso de sobrenombres.

Uno de los primeros en renunciar a su epíteto de cuna fue Voltaire. El escritor y filósofo francés desechó su nombre original, François-Marie Arouet, para que no lo confundieran con un poeta contemporáneo. Con un pretexto similar, no ser confundido, pero esta vez con él mismo, el británico Charles Lutwidge Dodgson resolvió firmar como Lewis Carroll (Alicia en el país de las Maravillas), solo para distinguir sus producciones literarias de sus trabajos como matemático.

Excusas más personales llevaron a Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto y a Eric Arthur Blair a usar los créditos de Pablo Neruda y George Orwell, respectivamente. El primero, no quería avergonzar a su padre por tener un hijo poeta, y el segundo buscaba no disgustar a su familia con la novela que relata su experiencia como indigente, Sin blanca en París y Londres.

Una razón menos particular condujo a Leopoldo García-Alas a usar el alias Clarín en sus textos. La elección del zamorano no tuvo más incentivo que el de complacer al director del periódico donde laboraba, quien pidió a los colaboradores emplear nombres de instrumentos musicales. Poco después sobresalió José Martínez Ruiz con el seudónimo Azorín.

En sus primeras obras, Charles Dickens creyó conveniente aparecer como Boz para librarse de los prejuicios que acarrearía su reputación como columnista político. Tras su experiencia como capitán de barco, Samuel Langhorme (Las aventuras de Tom Sawyer) autografió sus travesías literarias como Mark Twain, expresión que significa dos brazas e indica la profundidad mínima para no encallar, según los navegantes del Mississippi.

Agatha Christie, la novelista del crimen, escribió seis obras románticas presentándose como Mary Westmacott. Isaac Asimov eligió bautizarse como Paul French a la hora de publicar la novela juvenil de ciencia ficción Lucky Starr, por temor a que la adaptación a serie de televisión fracasara. Stephen King acudió al apodo Richard Bachman para imprimir novelas adicionales sin saturar la marca King.

  1. K. Rowling enmascaró su nombre Joanne y optó solo por las iniciales con el propósito de parecer un hombre. Según la editorial los adolescentes varones no comprarían libros escritos por una mujer. Sin embargo, después de conquistar la fama internacional, la autora de Harry Potter se buscó otro seudónimo masculino, Robert Galbraith, para una saga de novela negra.

En contraposición, existen casos muy curiosos de hombres que acudieron a seudónimos femeninos por motivos personales y también económicos. Jill Sanderson, la conocida autora de lengua inglesa, es en realidad Roger Sanderson, quien consideró que una decisión así le aseguraría mayores ventas. Detrás de Amelia Drake (La Academia) se esconden Pierdomenico Baccalario y Davide Morosinotto.

Quiso llamarse Yasmina Khadra (Las golondrinas de Kabul) Mohammed Moulessehoul, miembro del ejército argelino, para evitar represalias y honrar a las féminas de su país, en especial a su esposa. Después de ganar el Premio Edgar a la Mejor Novela, el escocés Hugh C. Rae quiso mantener su Jessica Stirling.

Un ejemplo llamativo ocurrió con la Sra. Silence Dogood, a quien pertenece una serie de cartas publicadas en el Courant de Nueva Inglaterra, uno de los primeros periódicos estadounidenses. La supuesta viuda de mediana edad era, en realidad, el joven Benjamin Franklin, quien quiso probar suerte de ese modo cuando el diario rechazó sus textos.

Estimulados por «cuestiones comerciales», encontramos a otros tantos. Blue Jeans (Canciones para Paula) alegó que su nombre real, Francisco Fernández, no era muy atractivo. La creadora de 50 sombras de Grey sustituyó, por idéntica causa, su Erika Leonard por E.L. James. Las que hicieron nacer City of Dark Magic, Christina Lynch y Meg Howrey, pensaron que Magnus Fly podía ayudarlas a conseguir la atención de los lectores.

Más allá de los alicientes comerciales, trasciende a lo largo de la historia la imposibilidad de publicación de generaciones de mujeres, así como la ausencia de valoraciones justas por sus trabajos literarios. Muchas encubrieron sus azarosas femineidades bajo epítetos del sexo opuesto. Fue el caso de las reconocidas hermanas Brontë: Charlotte, Emily y Anne, quienes se ocultaron detrás de los seudónimos varoniles: Currer, Ellis y Acton Bell, respectivamente.

Louisa May Alcott (Mujercitas) escribió otro de sus libros con el crédito ambiguo: A. M. Barnard. Isak Dinesen (Memorias de África) no fue otra que la baronesa Karen von Blixen-Finecke. Fernán Caballero (La gaviota) era ciertamente Cecilia Böhl de Faber. Mary Ann Evans rubricaba como George Eliot para que la tomaran en serio.

Ha habido momentos en que editoriales de prestigio consideran que la autoría femenina mella el éxito de determinadas publicaciones. Un suceso de 2005 lo confirma. Convencida de que nadie querría leer libros de una cuarentona, la estadounidense Laura Albert se hizo pasar por Jeremiah Terminator Leroy cuando sacó a la luz su novela autobiográfica Sarah.

Con temas de drogadicción y prostitución como principales acicates, la propuesta no demoró en convertir a J.T. LeRoy en una celebridad para la sociedad neoyorkina. Durante seis años, una mujer disfrazada personificó al abatido autor. Tal como Romain Gary, Laura Albert, pidió a su cuñada Savannah Knopp que la encarnara y que además lo hiciera vestida de hombre.

Otra vez, el seudónimo emerge protagónico en historias que pasan por la necesidad, el interés, la creatividad y las extravagancias de literatos brillantes.

 

 

Eliécer Neftalí Reyes Basoalto decidió llamarse Pablo Neruda.

    El francés Romain Gary, también conocido por su seudónimo de Émile Ajar.

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