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El Chacal acecha desde la sombra

Hacía mucho tiempo que no hablaba a gusto de lo que fue su vida, el básquet. Por eso Miguelito Calderón conversa con Juventud Rebelde en un tono muy especial

Autores:

Javier Rodríguez Perera
EDUARDO GRENIER

Miguelito Calderón recuerda una frase que aprendió del entrenador soviético Stephen Voutatas hace 52 años. «Cuando no estén los recursos a la mano del pueblo, no se podrá ser buen deportista», dijo. Cuando era niño pasó un día por La Polilla, desaparecida tienda de implementos deportivos, y compró una pelota china de baloncesto. A partir de aquel día comprendió que sus manos estaban hechas para jugar ese deporte y como la vida siempre pone a cada cual en el lugar que merece, a él, tiempo después, lo colocó en el alba de su gloria eterna.

Es la noche de un viernes y el reloj amenaza con marcar las diez. El Profe, como conocen a Calderón en los alrededores de su casa en la barriada habanera de El Vedado, a pocos metros del Parque Jalisco Park, evita a toda costa que el diálogo toque el ocaso. Hacía mucho tiempo que no hablaba a gusto de lo que fue su vida, el básquet. Ahora Miguelito trata las palabras con la delicadeza y el cariño con que acarició aquel balón chino por primera vez.

Habla suave, respira casi entre cada palabra, hace de su testimonio una bella y nostálgica historia que pide a gritos la composición de un libro. A ratos cruza y descruza las piernas y sus manos no se mueven mucho. Al menos no tanto como cuando estaba sobre la duela y era aquel defensa organizador que desprendía mística o cuando desde el banquillo indicaba una sarta de orientaciones precisas. Tiene 68 almanaques y hoy es un conversador tenue, pero no apagado.   

Con el preparador soviético al que tanto agradece estuvo por primera vez en un evento fuera del país, con 17 años, siendo el más joven de nuestra delegación en los Juegos Panamericanos de Winnipeg 1967, puesto que se ganó jugando los torneos de base, regionales y provinciales. Era una etapa, dice, en la cual la conciencia de representar a Cuba era muy diferente a la de ahora. Añade que consistía en un movimiento deportivo bien estructurado y no se sentía la presión en los eventos como suele ocurrir hoy.

En el primer lustro de la década de 1970 el nacido en La Víbora ya era un atleta establecido dentro de la selección nacional. En ese período vivió los dos capítulos más resplandecientes de su vida como atleta. El sonoro e irrepetible cuarto lugar del Campeonato Mundial de Puerto Rico 1974 prefiere verlo como el verdadero espejo del baloncesto cubano de la época, aunque 22 meses atrás había acontecido el celebérrimo tercer lugar en los Juegos Olímpicos de Múnich.

Animado por el placer de un recuerdo sin igual, prefiere referirse al bronce olímpico de 1972 con una pintoresca anécdota salida de Carmelo Ortega, el mejor entrenador que ha tenido el baloncesto masculino cubano. Cuenta Miguelito que en el partido por el bronce su equipo ganaba por un punto ante Italia, entonces, a escasos segundos para el pitazo final, un jugador italiano amenazaba, solo, con anotar una canasta lapidaria para los cubanos, momento en que Carmelo gritó «ciégalo Santa Bárbara» y falló el tiro. Así fue el epílogo de esa medalla.

El Profe ha dicho el nombre de Carmelo Ortega. Justo a la mitad, la conversación encuentra un silencio prolongado. ¿Cuánto aprendió de Carmelo?, preguntamos. Responde con un «tooodo» que dura más de lo normal. «Contrólate. Sss, ya no te pongas así. Ya, ya», le dice Migmarys Calderón, su hija, de visita en Cuba. «Es que Carmelo para él es como decir Mario “Risita” Quintero», explica.

Intenta tomar un segundo aire y suelta «Carmelo fue todo, chico. Hombre, amigo…» y rompe a llorar como si fuera un pequeño, mientras su hija lo calma. «Tranquilo, papi, tranquilo, respóndele con todas las cosas buenas que aprendiste de él. Llorando no resuelves nada. ¿Quieres un poquito de agua?». Mas, no acepta y prefiere «pasar el balón».

Un minuto después, afirma que su retiro fue algo triste, porque nunca se lo hicieron. No precisa el año exacto, pero sí recuerda que estuvo 11 temporadas como entrenador del equipo Cuba juvenil, antesala de sus remembranzas como director de Capitalinos en la Liga Superior y de la selección nacional absoluta, con la que logró, entre otros resultados, la triple corona consecutiva en el Centrobásquet.

El 28 de junio de 1992, en la segunda fecha del 4to. Preolímpico de las Américas en Portland, Estados Unidos, el equipo dirigido por Calderón perdió ante el legendario Dream Team local por ¡79! puntos. Tras el partido, en la conferencia de prensa, Miguelito resolvió el bochorno de la siguiente manera: «hay un estribillo de un grupo cubano de salsa, NG La Banda, que dice “el sol no se puede tapar con un dedo”. Son los mejores».

Con un enorme retrato en sus manos que evoca una parte de aquel juego, dice que fue un auténtico privilegio enfrentarse a ese equipo. A sus atletas solo les dijo que disfrutaran enfrentarse a Michael Jordan, Charles Barkley, Larry Bird, Karl Malone, Scottie Pippen, Clide Drexler y otras seis súper estrellas. 

El éxito no entiende de mediocres

                               Miguelito Calderón es toda una institución del baloncesto cubano.Foto:Eduardo Grenier

Fueron tiempos memorables, sin embargo, marcados por tres coronas en torneos Centrobásquet que situaron a Cuba en la cúspide del deporte ráfaga en el área. El mérito, a decir de Miguelito, fue absolutamente de los atletas y, con esta concesión, basta para percibir los matices de un estilo de dirección con muchísimos ribetes autóctonos. Un estilo, por cierto, cuya máxima seña de identidad fue siempre el éxito. 

«Sin el talento de los atletas es imposible, lo que pasa es que los preparé bien. Llevábamos con rigurosidad el entrenamiento diario, que es importante. Los americanos tienen un eslogan que dice: “según como entrenes, jugarás”. Esa filosofía a mí me llegó rápido. Nunca grité en la línea durante los partidos, pero si ibas a los entrenamientos, entonces sí veías a la fiera, al chacal, que era como me decían», asegura.

Cierto día, sin embargo, su etapa al frente de la selección saboreó la amargura del punto final. Miguelito abandonó el cargo. Si algo nunca resistió fue el cuchicheo en sus oídos a la hora de tomar decisiones. Aclara que jamás toleró que nadie llegara con un manojo de indicaciones en un papel para imponer criterios y menos si ese alguien tenía un palmarés en blanco desde los banquillos.

La autosuficiencia es una característica relativa. Calderón tiene un criterio acerca de ello y dice que es su forma de entender la vida. «Aprendí de un amigo mío que primero hay que ser suficiente, el autosuficiente es aquel individuo que habla y solo dice mentiras».

El tema le atrae. Gana segundos para pensar su siguiente frase. En su momento, muchos le acusaron de arrogante. Desconocían, quizá, los reiterados intentos de sus superiores por influir en sus métodos. Siempre respetó los criterios ajenos, aclara el Profe, porque asimilar las opiniones de otros es de personas inteligentes: «Respeto a todo aquel que haya pensado que equivoqué mis formas de entender el baloncesto, pero yo lo que jamás hice fue darle chance a los mediocres. Quien no tuviera los resultados deportivos tenía que respetarme».

Bastante ha caminado el calendario y el baloncesto cubano solo camina en reversa. Sí existe una crisis, responde Calderón casi con furia cuando es interrogado sobre la actualidad de su deporte, aunque quiere pensar que el bronce de Barranquilla no es un espejismo y sí una esperanza. Si no es así, pasaremos tiempos muy tristes, dice mientras se dibuja un rictus en su rostro, algo así como una leve sonrisa de resignación.

Una hora después de iniciar el diálogo, el rígido protocolo de preguntas y respuestas queda disipado por un intercambio fluido. Al iniciar la entrevista, era Miguelito un hombre timorato, casi idéntico a aquel que detenía su cuerpo sobre la banda durante los partidos, sin hacer asomo alguno de alharacas. Tras poco más de una hora de conversación ininterrumpida, revela algunas de sus mejores historias, mientras desprende una dosis de esa chispa que extenuaba a los jugadores durante los entrenamientos.

«Les voy a decir algo: Yo hice lo que tenía que hacer y estoy recibiendo lo que me toca, no puedo hacer otra cosa. Difícil es la vida. Pero tengo un lema: estoy vivo y aquí nadie se queda. ¿Saben que es lo más triste de todo? Que te vas y no te llevas nada», asegura quien hace más de dos años sufrió una isquemia cerebral.

«Le haremos la última pregunta, profe», anunciamos tras agotar casi todos los temas posibles.

«¡La penúltima!, ¿ya se les acabaron las pilas?», grita Miguelito sentado en su sillón, casi sollozando entre sus risas, como aquel base organizador que jamás quiere desprender la pelota de sus manos.

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