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El tiempo moral de la nación cubana

En el devenir de la historia patria, el apego a gobernar como país desde una postura moral y de resistencia ha sido un principio sagrado de los gobiernos, que desde la manigua se propusieron servir a los más humildes

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

Cuba tiene un nuevo Gobierno. Desde el mandato constitucional, que refrenda la Carta Magna aprobada por mayoría a comienzos de este año, el país atempera su institucionalidad no solo a los momentos actuales, sino también a los tiempos futuros. Cuba cambia lo que debe cambiar y lo hace por dictado soberano de su pueblo, sin Gobiernos extranjeros que remiten embajadores o enviados con aires de procónsules romanos a dictar lo que se debe hacer o decir. Y esa es una de las primeras trascendencias de lo ocurrido ayer, en la fecha sagrada del 10 de octubre: crear un Gobierno por decisión propia y serena.

Cuando se mira en la perspectiva de la historia —esa que nunca se puede dejar de lado—, crear una dirección en el país, abanderada de las ideas y propósitos más avanzados de su época, siempre (o casi siempre) se ha hecho en medio de importantes tensiones sobre la nación, que han conducido a la unidad de los cubanos y a pensar en colectivo, apegado a un sentimiento patrio sustentado en la ética y no desde la doble moral de grupos particulares.

En los innumerables ejemplos que respaldan esta idea se puede tomar un episodio verdaderamente estremecedor: ante la inminencia de la caída de Bayamo, primera ciudad liberada por los mambises y ungida en su dignidad de primera capital de la naciente República en Armas, el Gobierno se sometió a la voluntad popular y consultó al pueblo, quien decidió por mayoría incendiar la urbe antes de entregarla al enemigo.

En opinión de dos grandes pensadores: Cintio Vitier y Jorge Ibarra, el sentido de lo cubano y su ideología nacional, lo que lo distingue en lo político y moral, adquiere contornos más definidos al percibirse en las penurias de la guerra al rico y al pobre, al civil y al militar; al blanco, al negro y al asiático; al criollo junto con el español pobre y digno, una víctima más del aparato colonial.

Todos los privilegios se borraron en la hoguera de la Revolución y ante el altar de la patria, y en ese éxodo que partió de Bayamo había un Gobierno —incipiente aún, que tendría su mayor elaboración en Guáimaro, pero Gobierno al fin—, cuyos integrantes compartieron las mismas penurias de los gobernados.

Ese principio moral se mantuvo como una norma sagrada en el centro de la lucha independentista y por encima de las contradicciones de ideas e, incluso, pasiones personales. Era lógico, entonces, que ese principio ético —el de gobernar como país desde una postura moral y de resistencia—, se enraizara en lo más profundo de la nación. En consecuencia, la República del siglo XX nació neocolonial por imposición extranjera y traición interna; pero frente a la ignominia, se debe decir que ella también surgió portadora de una voluntad de rebeldía por parte de sus mejores hijos, mantenida ante no pocas vicisitudes para lograr el objetivo cimero de una institucionalidad que respondiera a las mayorías humildes de Cuba.

Como en una vuelta de la historia patria, el Gobierno que acaba de nacer lo hace en medio de tensiones y grandes desafíos. El primero de ellos es el que viene desde Washington, donde una administración olvida las zanahorias de otros tiempos y se empeña en enarbolar todos los garrotes posibles. No pocos, incluso hasta Judas de última hora, se frotaron las manos ante el apretón energético de septiembre y se mecieron alegres ante el «soñado» arribo de un nuevo período especial, el cual le otorgara luz verde a la hora de las cañoneras.

Ese desafío, expresión del diferendo entre Cuba y Estados Unidos, se mantendrá en los próximos años y es muy probable que adopte nuevas formas; quizá menos agresivas, pero no por ello menos peligrosas en el propósito de destruir a la Revolución Cubana y al Estado que la sustenta.

No obstante, esa política —emblematizada en el bloqueo— se combina con otro de los grandes retos: enfrentar la inercia, las chapucerías, la ineficiencia.  Sin embargo, son males que pueden ser barridos y la última quincena de septiembre ha venido a demostrar cuantos «bloqueítos» particulares pueden eliminarse cuando se le abre paso a la iniciativa y se piensa en la unidad de un país por encima de «las fincas sectoriales».

El Gobierno, elegido ayer, asentado ahora en los moldes de la nueva Constitución, tiene ante sí la prueba de la vida. Su cometido (ya lo decíamos) es grande, como grande también lo es la belleza de la obra que debe defender. Pero en cada paso que dé, puede proclamar sin rubor alguno que lo hace porque tiene detrás de sí el respaldo de un pueblo y el ejemplo, entre tantos otros, de ese Gobierno que en 1869 salió hacia la manigua dejando atrás un Bayamo, que con sus llamas iluminó para siempre el tiempo moral de la nación cubana.

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