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Hasta el Oscar llega brisa de diversidad cultural

En la época del multiculturalismo, Hollywood y la Academia de Cine decidieron coronar un filme que procede desde muy lejos de Estados Unidos

Autor:

Joel del Río

En la época del multiculturalismo, reafirmado por el alcance omnímodo del streaming y las redes, Hollywood y la Academia de Cine decidieron coronar, finalmente, un filme que procede de muy lejos, de un país distante de Estados Unidos y Gran Bretaña. El mencionado milagro ocurrió el 9 de febrero, en el Teatro Dolby de Los Ángeles, cuando la producción coreana Parásitos, alcanzó cuatro de las estatuillas principales en las categorías de Mejor película internacional, Mejor director (Bong Joon-ho), Mejor guion original y, sobre todo, el de Mejor película, a secas, sin apellido. El secreto de su confirmada universalidad radica, según su director, en que se trata de una comedia negra cuyo tema es el abismo entre las clases sociales, algo que «es comprensible incluso para la gente que vive en el planeta Marte». Y tal vez por ahí comienzan los argumentos para explicar el sorprendente triunfo de la película que por estos días exhiben nuestras salas cinematográficas.

Hablamos de un milagro porque en las anteriores 92 galas de entrega jamás, ni una sola vez, los académicos habían entregado su máximo galardón a una película hablada en otro idioma, a partir de un desdén sustentado en el tácito y altanero convencimiento de que es imposible encontrar por el ancho mundo mejores producciones que las norteamericanas, ni se puede imaginar que existan logros de alcance universal más allá de la Fábrica de sueños o, a lo sumo, de sus pariguales británicos. Precisamente por ello, casi todos los vaticinios del premio al Mejor filme del año se inclinaban por la producción bélica 1917, cuya espectacularidad visual y efectismo sonoro se antepone a la denuncia de los horrores de la Primera Guerra Mundial, acusación que permanece en segundo plano, porque lo más visible, lo que encandila y seduce, es la virtuosa acumulación de planos secuencias verificados por el fotógrafo Roger Deakins, justamente distinguido como el mejor en su categoría.

A partir de su tema humanista, aceptado por todos, 1917 representaba la posibilidad de celebrar los prodigios técnicos de las cinematografías tradicionales, dentro del convencional género bélico, y eludir el reconocimiento a la muy oscura, a ratos nihilista, Joker, que consiguió convertirse en un taquillerazo gracias, en lo fudamental, a sus tramposas referencias al cine de superhéroes. Pocos pensaron entonces que ganaría la oscuridad de Joker ni la sordidez y violencia de Parásitos, porque también estuvieron postuladas, en su momento, y salieron perdiendo ante competidoras inferiores, la mexicana Roma (Alfonso Cuarón), la taiwanesa Tigre y dragón (Ang Lee) o las italianas El cartero y La vida es bella (Michael Radford y Roberto Benigni) dentro de una notable relación de películas habladas en otro idioma, nominadas y jamás premiadas, hasta ahora.

En este camino hacia la lenta aunque paulatina inclusión de propuestas realizadas en diversos países, debe mencionarse también la condición de extranjeros de todos los directores premiados en su categoría a lo largo de la última década, excluido solamente Damien Chazelle por La La Land en 2016. La palma se la llevan los mexicanos (a saber: Alfonso Cuarón por Roma, producida por el conglomerado Netflix en 2018, y por Gravity en 2013; Guillermo del Toro por The Shape of Water en 2017; Alejandro González Iñárritu por The Ravenant, en 2015, y Birdman en 2014 aunque también están en la lista el taiwanés Ang Lee por La vida de Pi, el francés Michel Hazanavicius (El artista, 2011) y el británico Tom Hooper con El discurso del rey, en 2010. Nótese que la mayor parte de estos filmes favorecieron que sus directores triunfaran porque están hablados en inglés, lidian con temas estadounidenses, y le rinden culto a los géneros tradicionales del cine estadounidense, como también ocurre, parcialmente, con la coreana Parásitos.

En este lento camino hacia la aceptación de otras cinematografías, se recuerdan varias tropelías. Una de las mayores ocurrió en 2002 cuando Brasil envió Ciudad de Dios, y ni siquiera la seleccionaron para competir por el Oscar a la mejor película de habla no inglesa. Al año siguiente, luego de que el mundo entero la reconoció como una de las mejores películas de esa década, hicieron el papelazo de nominarla por gusto en cuatro categorías (Mejor director, guion adaptado, fotografía y montaje) pues no le entregaron ni una sola estatuilla. Está claro que resultaba complicado determinar si el brasileño Fernando Meirelles se lo merecía más o menos que Peter Jackson y la majestuosa El señor de los anillos: el regreso del rey, pero sí quedaba a la vista que el trabajo del fotógrafo César Charlone y del editor Daniel Rezende merecía, sin dudas, el mayor reconocimiento.

No menos escandaloso resultó, en 1983, cuando nominaron en seis categorías la impresionante producción sueca Fanny y Alexander, testamento fílmico de Ingmar Bergman y culminación de una carrera colmada de títulos clásicos. Por supuesto que ganó como mejor filme de habla no inglesa, pero los académicos se cuidaron mucho de postularla en el apartado más importante, para poder entronizar así a La fuerza del cariño, que terminó recibiendo no solo la estatuilla como mejor producción del año, sino también la de guion original y mejor director. Porque solo Hollywood y su Academia puede valorar a un James L. Brooks por encima de Ingmar Bergman, cuya película alcanzó el premio, además, en los acápites de mejor fotografía (Sven Nykvist), diseño de vestuario y dirección de arte.

Conste que ese año competían para alcanzar el Oscar al Mejor filme de habla no inglesa, la española Carmen, de Carlos Saura, la francesa Entre nosotras, de Diane Kurys, y la italiana El baile, de Ettore Scola, todas ellas tiradas a mondongo, porque «la ración» de cine extranjero admisible se había «desbordado» con las nominaciones al largo de Bergman y todas las demás se vieron ninguneadas, olvidadas, restringidas a una categoría que a nadie le importaba en Hollywood, por lo menos en los años 80.

Pero el mundo cambió, e incluso la conservadora Academia debe ceñirse los disfraces de diversidad cultural y respeto por la cultura del otro, sobre todo en momentos cuando el Gobierno de aquel país exhibe sin pudor alguno su prepotencia y chovinismo. Para marcar sendas rayas al tigre de la oposición demócrata, la comunidad cinematográfica estuvo el año pasado a punto de premiar la mexicana Roma, y ahora prefirió un filme coreano (potente crítica al capitalismo con sus castas de intocables, y su intrínseca desigualdad social) por encima no solo de Joker, sino de dos pesos pesados en el contexto del cine de autor norteamericano: Martin Scorsese y Quentin Tarantino. El primero, concursaba con El irlandés, un interminable y cauteloso trabajo que regresaba a su típico tema de mafiosos machistas y violentos, mientras que el segundo aportaba la nostálgica Érase una vez… en Hollywood, ambas nominadas, pero con escasas posibilidades de ganar en la principal categoría.

Difíciles han sido las relaciones de Scorsese con el Oscar. En 2006 ganó por fin la estatuilla como mejor director por Infiltrados, pero esa misma Academia que decidió reconocerlo por una película menor, lo nominó en vano por Hugo, El aviador, Pandillas de Nueva York, La edad de la inocencia, Goodfellas y Toro salvaje. En 2020, le tocó ser desdeñado otra vez, aunque fue hermosa la mención de Bong Joon-ho cuando reconoció desde el escenario, estatuilla en mano, la obra inspiradora de un maestro que la Academia nunca se ha cansado de menospreciar. Recuérdese como botón de muestra el año 1976 cuando su obra maestra Taxi Driver fue excluida de las nominaciones como Mejor filme, y terminaron gratificando a Rocky. Por otra parte, Tarantino tendrá que seguir esperando, porque cuando hizo Pulp Fiction, los jueces prefirieron Forrest Gump, y tampoco les parecieron suficientemente dignas del premio al mejor director Inglourious Basterds ni Django Unchained.

Por todo lo dicho es necesario aceptar que algo está cambiando en la Academia con el triunfo de la extraordinaria Parásitos, pero debe decirse también que por decenas se cuentan los filmes y directores coreanos que nunca precisaron del Oscar para sentar una tradición y fundar una sólida cinematografía, sobre todo desde los años 80 hasta ahora. Además, es preciso tener en cuenta que hubo varios indicadores de cuán parcial y fortuita resulta la actual tendencia de la Academia a reconocer la diversidad no solo cultural sino también racial y sexual: ninguna realizadora fue nominada en la categoría de Dirección (aunque se estrenaron las muy notables Mujercitas, de Greta Gerwig, y The Farewell, de Lulu Wang); solo Cynthia Erivo, por Harriet, representó a la comunidad afronorteamericana en un conjunto de 20 intérpretes nominados, todos ellos blancos y mayormente rubios; el 84 por ciento de los 8 000 miembros de la susodicha son blancos; y un 68, varones.

Ahora se está agrandando un camino inaugurado tímidamente en 1949, cuando se decidió distinguir, con un Oscar especial, la extraordinaria humanidad de la neorrealista Ladrones de bicicleta. Setenta años después, algunos ven como algo extraordinariamente auspicioso la victoria de Parásitos, resultado también de una fuerte campaña publicitaria desplegada por el director y su distribuidora, amén de que el triunfo del cine coreano por encima del estadounidense está abonado por decenas de injusticias anteriores, cuando se impuso la prepotencia intolerante de ciertos grupos de poder respecto a tres falacias insostenibles: el cine valioso es el que tiene éxito en Estados Unidos y sobre todo el que se realiza en ese país; los filmes atractivos son aquellos que cuentan con sus estrellas y géneros favoritos; y la peor de las tres: el brillo dorado de la estatuilla suministra, en el acto, trascendencia y calidad al filme elegido.

Pudiéramos hacer la larga lista de ganadores anodinos, insignificantes, olvidados, y también sería útil, tal vez, recordar la larga lista de filmes extraordinarios que fueron preteridos, ignorados, maltratados. Pero baste por ahora con la alegría por el reconocimiento a un filme excepcional, muy anclado en el estilo hiperbólico del mejor cine coreano, aplicado aquí al posmoderno reciclaje de la esperpéntica Viridiana (1960) o de la sórdida La ceremonia (1995). Solo queda desear, con un dejo de incredulidad, que su premio signifique una brecha a mayor diversidad, y calidad, en el mercado audiovisual más grande del orbe.

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