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¿Disculpa vale dinero?

El reconocimiento por el Gobierno alemán del genocidio cometido en Namibia por su imperio a inicios del siglo XX reaviva un debate que, más que a naciones aisladas, involucra a dos grandes grupos: metrópolis y colonias

Autor:

Enrique Milanés León

El mundo cabeza abajo no es un retrato reciente. Un día de noviembre de 2015, en un reporte sobre los Estados de Caricom y la «Comisión de Belice: Iniciativa para la Justicia y Reparaciones» (BCIJR), la cadena Telesur recordaba cómo en 2004 Haití exigió a Francia 21 000 millones de dólares en concepto de reparaciones por daños coloniales. El canal regional explicaba que para el tiempo en que Haití se convirtió en la primera República negra en el hemisferio occidental, tras su Revolución, el imperio galo lo amenazó con invadirlo por… ¡derrotar la esclavitud y ponerle freno al saqueo!

A la postre, al precio de un hondo subdesarrollo que aún los lastra, los haitianos tuvieron que pagarle a París una ¡indemnización por las pérdidas de los propietarios de esclavos!, y cuando el presidente Jean Bertrand Aristide se atrevió a plantar las demandas correspondientes, le cayó del cielo un golpe de Estado de esos que no les faltan a los países de la región si un líder intenta mejorar las cosas.

La esclavitud de ayer y el atraso de hoy no son fenómenos separados. Cuando, obligada por sangrantes evidencias, la humanidad se planteó parar el látigo y destruir el cepo, quedaba vivo un fenómeno igual de vergonzoso: la colonización, maquillado en el tiempo con tintes que el líder ghanés Kwame Nkrumah acuñó en un término: neocolonialismo.

Todo esto viene a cuento porque hace unos días, tras un lustro de negociaciones, el Gobierno alemán reconoció como genocidio las atrocidades cometidas en Namibia por su imperio colonial entre 1904 y 1908 contra las etnias herero y nama y propuso un programa de reparación de 1 100 millones de euros durante 30 años, lo que despertó sensibilidades y capítulos enteros de historia.

El asunto es ciertamente delicado: los representantes de los herero y los nama exigían indemnizaciones individuales a las que Alemania se negó desde el primer momento en favor de un plan de inversiones en tierras que habitaban las dos etnias y que nunca se recuperaron totalmente. Más que el clamor de sus descendientes, pesa en el tiempo el recuerdo de los namibios masacrados por las tropas del emperador Guillermo II: unos 65 000 herero (de un total de 80 000 individuos) y 10 000 nama (de entre 20 000), que cometieron el pecado de «levantar la mano a su amo».

Galería de la colonización

Entrevistada por la cadena alemana DW, Olivette Otele, investigadora sobre temas coloniales en la Universidad de Bristol, considera, mejor que hablar de reparaciones, hacerlo de «justicia restaurativa» en tanto implique, más que pagos puntuales, medidas para afrontar los traumas del pasado y compensarlos en áreas como educación y salud.

Hay disculpas que matan. Italia lo hizo oficialmente, por sus crímenes coloniales en el norte de África, solo en 2008 y de manera extraña: el entonces primer ministro, Silvio Berlusconi, visitó Libia, se disculpó por las «profundas heridas» y acordó con el entonces presidente, Muammar Gaddafi, pagar 4 000 millones de euros para proyectos de infraestructura. Nadie sabe qué pasó con los proyectos, o con las mismas infraestructuras, desde que, después, Libia fuera invadida por una coalición de potencias que incluía a Italia, Gaddafi cazado como en humano safari y el país regresado a la ruina y la barbarie.

Olivette Otele pone otros ejemplos: al sentimiento de orgullo nacional por la «osadía» de los grandes marinos portugueses no suele acompañarle la conciencia de que fueron pioneros de la trata transatlántica de esclavos y, sobre Países Bajos, apunta su negativa —más allá de las disculpas por la masacre en Indonesia, en 1940— a enfrentar reparaciones sustanciales.

La académica refiere a DW que cuando en 2017 el presidente francés Emmanuel Macron visitó África pidió reconciliación entre las antiguas potencias coloniales y los países colonizados y reconoció como «innegables» los actos de violencia de las primeras, pero al mismo tiempo consideró «ridículo» que su país pagara compensaciones por ellos.

La actitud del galo se asemeja mucho a la de sus vecinos del Norte. En 2013, durante su estancia en la India, el entonces primer ministro británico David Cameron se disculpó por la masacre de Amritsar en 1919, pero enfatizó en que «hay mucho de lo que estar orgulloso, de lo que ha logrado el imperio».

Cicatrices de nuestra América

Junto a África, Latinoamérica es otra cara dolorosa de la esclavitud y la colonización, de modo que el debate y los gestos involucran la región. Audaz como pocos, durante su visita en 2015 a la ciudad boliviana de Santa Cruz de la Sierra, el papa Francisco admitió con pesar que «se han cometido muchos y graves pecados contra los pueblos originarios de América en nombre de Dios» durante «la llamada conquista de América».

En su momento, al hablar sobre los 500 años de la colonización de México, el presidente Andrés Manuel López Obrador no solo solicitó disculpas al rey de España y al papa por las atrocidades contra los pueblos indígenas durante el período colonial, sino que se comprometió a hacerlo él mismo, como descendiente de colonizadores. La respuesta española fue interesante: el Estado la rechazó de plano mientras el Gobierno autónomo de Cataluña reconoció los abusos, las muertes y la destrucción de culturas enteras.

Al cabo, López Obrador viajó a la península de Yucatán y se disculpó con los pueblos mayas. Fue el primer presidente mexicano en hacerlo.

Ha de ser fuerte la reticencia a la disculpa frente a testimonios como el del misionero Fray Bernardino de Sahagún, quien en mayo de 1520 relató esta irrupción sorpresiva, sin Hernán Cortés, de los españoles en el Templo Mayor de Tenochtitlan: «dieron un tajo al que estaba tañendo el tambor, le cortaron ambos brazos y luego lo decapitaron», mientras «otros comenzaron a matar con lanzas y espadas; corría la sangre como el agua cuando llueve, y todo el patio estaba sembrado de cabezas, brazos, tripas y cuerpos de hombres muertos». Masacraron entre 300 y 600 hombres, mujeres y niños.

En el firmamento marino de las Antillas, los países de Caricom exigen a Reino Unido, Francia, España, Portugal, Países Bajos, Noruega, Suecia y Dinamarca disculparse por siglos de opresión y saqueo. La primera ministra de Barbados, Mia Mottley, les pidió a ellos y a Estados Unidos un plan de rehabilitación económica para el área, como compensación por los daños de la esclavitud y el colonialismo.

En ese sentido, la presidenta de la Comisión de Reparaciones de Caricom y vicecanciller de la Universidad de las Indias Occidentales, Hilary Beckles, reclamó una cumbre que involucre a Gobiernos caribeños y europeos y agregó que Gran Bretaña dejó «una pandemia de enfermedades crónicas» como la hipertensión y la diabetes: más del 60 por ciento de los caribeños ahora mayores de 60 años sufren hipertensión, diabetes o ambas a causa de que durante 300 años sus ascendientes fueron obligados a consumir una dieta basada en lo que producían: azúcar.

Lo que dicen las estatuas

Hace justamente un año pareció desatarse en el mundo la guerra de las estatuas. Luego de que en Estados Unidos ¿un? policía matara en público a George Floyd y surgiera, en la ira, el movimiento Black Lives Matter, la memoria de los pueblos la emprendió contra los símbolos de la esclavitud.

En un mismo fin de semana, cayeron la del general confederado Williams Carter Wickham, en Richmond (Virginia), y la del comerciante de esclavos del siglo XVII Edward Colston, en Bristol (Reino Unido). Ralph Northam, gobernador de Virginia, ordenaba retirar lo antes posible otra del célebre esclavista general Lee mientras en Bélgica, bajo petición popular, «se tambaleaban» monumentos al rey Leopoldo II, quien llegó a importar habitantes del Congo para exhibirlos en su palacio colonial. Años más tarde, en 1958, durante la Exposición Universal de Bruselas,   Bélgica montó un montó un zoológico humano que encerraba a 200 niños, mujeres y hombres congoleses para «divertir» a los visitantes.

Es cierto, en junio de 2020, Philippe I, rey de los belgas, confesó al Estado y al pueblo congoleses su pesar por el pasado colonial, cuando «se cometieron actos de violencia y crueldad que aún pesan sobre nuestra memoria colectiva». Un buen paso, pero los pueblos siempre esperan más.

En Gante, la hermosa ciudad belga, manos anónimas escribieron, sobre un busto de Leopoldo II, una disculpa más ingeniosa: «¡Por favor, no puedo respirar!», clamaba el bronce en homenaje a George Floyd. Hace falta que, como las estatuas que le dan rostro público, comience a derribarse, para bien de los pueblos, la arrogancia colonial.

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