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Rusia no permitirá el menosprecio al aporte de la ex URSS a la lucha contra el fascismo

La Federación de Rusia no permitirá que se menosprecie el decisivo aporte de la ex Unión Soviética a la lucha contra el régimen que esclavizó a Europa

Autor:

Luis Luque Álvarez

«Nosotros, los abajo firmantes, en nombre del Mando Supremo Alemán, convenimos en la capitulación inmediata de todas nuestras fuerzas armadas en tierra, mar y aire, y también de todas las fuerzas que se encuentran actualmente bajo mando alemán, ante el Mando Supremo del Ejército Rojo y al mismo tiempo, el Mando Supremo de las fuerzas expedicionarias aliadas».

Fue este el texto que los jerarcas nazis Keitel, Von Friedesburg y Shtumpf firmaron ante el eminente Mariscal soviético Gueorgui Zhukov, y el británico Arthur Tedder, representante de los aliados europeos. El suceso, punto final de la II Guerra Mundial, ocurría en la noche del 8 al 9 de mayo de 1945, en Karlshorst, un suburbio berlinés. Un día antes, en la ciudad francesa de Reims, ya se había rubricado el Acta de Capitulación, pero el entonces presidente de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), Iósif Stalin, consideró que era oportuno hacerlo en la capital del derrumbado imperio hitleriano.

Y así fue que el 9 de mayo se convirtió en el Día de la Victoria. Lejos quedaban ya los días en que el líder soviético había subestimado las cada vez más evidentes amenazas de Alemania, confiado tal vez en aquel funesto pacto Ribbentrop-Molotov, «garantía» de que el país euroasiático no sería invadido. Los nazis, que ya habían engullido a Austria, Checoslovaquia, Polonia, y entre otros ¡a la propia Francia!, se creyeron lo suficientemente fuertes como para arremeter contra la URSS, y el 22 de junio de 1941 comenzaron los ataques, en lo que dieron en llamar la Operación Barbarroja.

Se inició así, para los soviéticos, la Gran Guerra Patria. Y ningún pueblo fue probado a tan alto grado de sacrificio como los hijos de aquel gigantesco país. Datos citados por la agencia rusa RIA-Novosti cifran en casi 30 millones las vidas de ciudadanos soviéticos arrebatadas por el conflicto, más de la mitad de las víctimas que causó en todo el orbe.

Fue la URSS la que debió soportar el embate del 85 por ciento de las divisiones alemanas, y el de tropas enviadas por los regímenes aliados de Hitler desde Italia, Hungría y Rumania, además de verse compelida a mantener fuerzas en el oriente del país, ante las amenazas de ataque con que amagaba el imperialismo japonés.

Belarrusos, ucranianos, rusos, kazajos, georgianos, armenios, azerbaiyanos…, soviéticos todos, combatieron en la primera línea contra el agresor, y pagaron, a su vez, altas cuotas de dolor. En Belarrús, donde de inmediato se organizó la lucha guerrillera, los ocupantes realizaron 140 operaciones de represalia, quemaron 9 000 poblados y destruyeron todas las ciudades. Fuentes oficiales de ese país aseguran que uno de cada tres habitantes murió durante el conflicto, y que unos 380 000 fueron llevados a Alemania a realizar trabajos forzados, en el umbral de la muerte.

Asimismo Ucrania, también entonces una república soviética, era paso obligado para las tropas hitlerianas en su torpe aspiración de hacer arrodillar a la URSS. Se calcula que la ocupación alemana dejó una huella de siete millones de ucranianos muertos, incluido un millón de judíos. El duro trabajo esclavo y las represalias por las acciones antifascistas tuvieron su papel en el horror.

Ya en territorio ruso, una ciudad que los fascistas no pudieron doblegar fue Leningrado, la hermosa San Petersburgo fundada por el zar Pedro el Grande. El 4 de septiembre de 1941 cayeron sobre la urbe las primeras bombas, del total de 100 000 que los alemanes arrojarían allí. Para completar, un bloqueo brutal de casi tres años, que en diciembre de 1941 ya había provocado la muerte de 53 000 personas por la hambruna.

«¡Qué no haría la gente —narra el escritor ruso Nicolás Voronkov— para atenuar los tormentos del hambre! Los leningradenses comían todo lo que se asemejara, aunque fuera remotamente, a un alimento: vaselina, cola de carpintería o aceite de ricino; preparaban sopa, hirviendo botas o cinturones». Aún así, aumentaron la intensidad del trabajo, con la vista fija en la victoria final. En la primavera de 1942, llegaron a sembrar hortalizas incluso en los parques, y no escapó el jardín colindante con la fastuosa Catedral de San Isaac, que recuerda, por su imponencia, a la Basílica de San Pedro, en el Vaticano. De allí se sacaron buenas coles, que ayudaron a resistir hasta el 27 de enero de 1944, último día del cerco.

El tic tac del reloj nazi, apresurado por la exitosa resistencia rusa, empujaba las manecillas hacia la hora final.

Y el yugo fue quebrándose

La batalla de Stalingrado, iniciada el 2 de febrero de 1943, fue el principal punto de viraje. En la hoy ciudad de Volgogrado trabaron feroz batalla, en total, más de dos millones de personas, unos 2 000 tanques y aviones, y 36 000 cañones. Se combatió calle por calle, edificio por edificio, en medio de los terribles bombardeos, y así durante 200 días.

Para evitar que los alemanes cruzaran el río Volga, murieron más de 30 000 combatientes soviéticos. El denuedo con el que defendieron cada centímetro cuadrado de suelo, derivó en una victoria crucial para el rumbo de los acontecimientos posteriores. Únicamente a partir de ese instante, Gran Bretaña y Estados Unidos decidieron la apertura del segundo frente, pues Hitler no se recuperaría del revés sufrido en Stalingrado, y era hora de poner un muro de contención a los que ahora perseguían a los fascistas desde el este, liberaban los territorios a su paso y destrozaban las alambradas temibles de los campos de concentración. Auschwitz, el de más triste notoriedad, fue liberado por los soviéticos el 27 de enero de 1945.

El avance del Ejército Rojo ya era incontenible. El 9 de abril de 1945 cayó Konigsberg (hoy Kaliningrado, al este de Polonia), la ciudad del rey prusiano Federico el Grande, ídolo de Hitler. El Führer ordenó, en un ataque de rabia, que exhumaran los restos de los familiares de los generales nazis que habían capitulado allí, y que esparcieran las cenizas al viento. De ciudad en ciudad, el yugo se iba quebrando. En Viena, la capital austríaca, los habitantes abrían fuego contra los alemanes y se escabullían por entre las callejuelas. Al retirarse, los militares fascistas pretendieron hacer estallar la monumental Catedral de San Esteban —típico en ellos, que ya ha-bían volado los puentes medievales sobre el río Arno, en Italia—, pero la llegada del Ejército Rojo lo impidió.

El 16 de abril de 1945, las tropas de la URSS lanzaron la estocada final: el ataque a Berlín. De uno y otro lado, más de tres millones de efectivos, 11 000 aviones y unos 8 000 tanques. Desde el primer día, las aeronaves soviéticas impusieron su superioridad, y el enorme poder de fuego abrumó a los que todavía pretendían salvar los restos del III Reich, mientras Hitler, escondido en un suntuoso agujero a salvo de la metralla, deliraba e impartía órdenes a divisiones fantasmas.

La fortaleza que se había vuelto Berlín, con tres anillos de defensa, 62 divisiones, 1 500 carros blindados y 3 300 aviones, implicó la pérdida de 78 000 soldados soviéticos. No obstante, ya el 30 de abril, a las 2:25 p.m., un sargento del Ejército Rojo colocó la bandera soviética en lo  alto del Reichstag (Parlamento).

Algunos combates se sucederían hasta el 2 de mayo, cuando la guarnición de Berlín accedió a la rendición total. Tras la firma de la capitulación alemana días después, la Plaza Roja de Moscú fue el escenario donde, el 24 de junio, se celebró el Desfile de la Victoria, y 200 militares soviéticos arrojaron al suelo las banderas hitlerianas, infame recuerdo de una ideología que nunca jamás debería retornar.

Para la URSS, solo 15 palabras

Una muestra de cómo el pasado, tergiversado sin mucha inocencia, puede terminar justificando las fechorías del presente, pudo constatarla un periodista poco después de las elecciones de 2004 en España, cuando un respetable señor le explicaba que estaba bien el apoyo del derechista José María Aznar al presidente norteamericano George W. Bush en la ilegal guerra contra Iraq: «Teníamos que devolverles el favor, pues fueron ellos quienes liberaron a Europa del fascismo».

En realidad, los soldados estadounidenses y británicos que desembarcaron en las costas francesas en 1944 merecen respeto por la ofrenda de sus vidas en el combate contra el nazismo. Pero de ningún modo la exclusividad.

En sus Reflexiones tituladas «No es tarea fácil la de Obama», del 14 de junio de 2009, Fidel señalaba lo siguiente: «El grueso del ejército de Hitler y sus divisiones más selectas habían sido liquidados por los soldados soviéticos en el frente ruso después que se repusieron de los daños del golpe inicial. La resistencia de Leningrado al prolongado cerco, los combates de las divisiones siberianas a pocos kilómetros de Moscú, las batallas de Stalingrado y el saliente de Kursk, pasarán a la historia de las guerras entre los más grandes y decisivos acontecimientos».

«Obama, que habló en el acto por el 65 aniversario del desembarco de Normandía gracias al cual, según se deduce de su discurso, fue liberada Europa, dedicó solo 15 palabras al papel de la URSS, apenas 1,2 por cada dos millones de ciudadanos soviéticos que murieron en aquella guerra. No fue justo».

Son esos intentos de minimizar el papel de la antigua URSS en la derrota del fascismo —y de paso incomodar a la Federación de Rusia, heredera de aquella y tenaz oponente a la idea de un mundo unipolar—, los que Moscú advierte que no tolerará. En palabras del presidente Dmitri Medvédev, «nuestro pueblo ha pagado un precio muy grande como para ocupar una posición pasiva al respecto, y nosotros no la ocuparemos».

Solo para ilustrar, se puede recordar el desmantelamiento de una estatua al Soldado Soviético en Tallin, la capital de Estonia. Al margen de que ese pueblo haya optado libremente por separarse de la antigua URSS en 1991, se puede considerar ofensiva la decisión sobre el monumento, pues establece paralelos injustificados entre el defensor y el agresor.

«Quienes equiparan el papel del Ejército Rojo al de los invasores nazis, cometen un delito moral», subrayó Medvédev en entrevista con el diario Izvestia esta semana. El mandatario llamó asimismo a desclasificar la inmensa mayoría de los archivos militares sobre la II Guerra Mundial, digitalizarlos, asegurar libre acceso a ellos, y dejar atrás las falsificaciones de la historia.

Sería oportuno que algunos, en la misma Europa donde políticos neonazis tienen entera libertad para acceder a los parlamentos nacionales, tomen nota y adviertan mejor dónde está el peligro.

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