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Arepa Perico

Mientras sigo en Venezuela el rastro palpable de dos revoluciones, reparo en que una pareja de amigos integra, en tales lazos, esos hilos casi anónimos pero más que imprescindibles de todo proceso de bien

Autor:

Enrique Milanés León

CARACAS.— En mesa fraterna no existe el azar: ni en el «nombre» de una silla que se añade ni en el plato que se sirve. No creo que haya sido casualidad que, entre tantos tipos de arepas, Lima y Xeres me hayan servido en su casa, en mi segunda visita, una rellena con revoltillo de huevos, cebollas y tomates.

Quizá pudieron brindarme la catira —con pollo y queso amarillo—, la dominó —de frijoles negros y queso blanco—, la llanera —que incluye finas lonjas de carne, tomate, aguacate y queso guayanés—, la pelúa —rellena de queso amarillo y carne mechada—, la rompe colchón —con varios mariscos a la vinagreta—, la rumbera —de pernil horneado y queso amarillo—, la viuda —que no requiere relleno alguno— u otra más, pero compartieron conmigo la aquí llamada arepa Perico. Y Luis Lima, mi viejo amigo de los días universitarios, es un matancero del pueblo de Perico.

Juntos en su casa caraqueña, como trío de cincuentones de estreno, hemos dedicado algunos ratos a las anécdotas de aquellos días felices de fines de los 80 en que estudiábamos en la santiaguera Universidad de Oriente: mientras él y yo nos hacíamos periodistas en las clases de Lechuga, Causse, Fonseca, Guash, Daisy Cué, Osmar Álvarez y la Repilado, ella incorporaba a sus manos esos mágicos toques de los fisioterapeutas que tanto bien pueden hacer al espíritu casi siempre estresado de los reporteros.

Hugo Chávez era un volcán en formación en las entrañas de Venezuela cuando la tímida muchacha de su país y el cubano de mil afectos, el pitcher difícil de batear en los juegos interfacultades, el eléctrico polemista, adelantaron su propio convenio de amor, de Caracas a Perico.

Cerca de 30 años después, la hermandad cierta de dos gobiernos y dos pueblos se me hacen abrazo palpable en esta pareja de dos orillas que por cuatro o cinco veces me ha recibido en su apartamento de Ciudad Tiuna, el reparto que la Revolución Bolivariana ha ampliado como parte de un proyecto social sencillamente pasmoso. Entre otros miles, Lima y Xeres son dos nuevos propietarios.

Al entrar, lo primero que encuentro en la pared son cinco franjas del blanco al azul coronadas en una estrella que invade de luz el rojo. Ya dentro, será simplemente imposible no hablar de la tierra más hermosa, una vez y otra y otra…

Si requiriera mostrarla, Luis Lima tiene en casa la prueba mayor de su intacta cubanía: un par de niños —Jessica y Luis David— que no sienten ajenos los temas de Cuba y que escuchan atentos cada noticia que el visitante trae del país de papá, del tío Misael y de la mitad de sus cuatro abuelos. No por gusto, esa tierra en la que sus «viejos» se unieron en trajes de novios que no parecen quitarse fue la misma en que Jessica mostró frente a cámaras la belleza de sus 15.

Hay titulares de prensa que jamás van a creerse: en casa de Luis Lima y Xeres Cipriani no se acepta que un marzo derribara a Chávez ni se duda de que a Fidel le queden unos mil noviembre.

Así que, mientras sigo en Venezuela el rastro palpable de dos revoluciones, reparo en que esta pareja de amigos integra, en tales lazos, esos hilos casi anónimos pero más que imprescindibles de todo proceso de bien. Y desde una Cuba que queremos por igual, afectos santiagueros, espirituanos, villaclareños… de aquellos años de academia nos preguntan por las redes si le vi, si me vio, si nos vimos, si Caracas nos vio a ambos encontrarnos.

Lima, Xeres y yo respondimos quizá en una cena. Como en todas las cosas de frontera, hay polémica aquí por la cuna de este plato: ¿colombiano o venezolano? La pregunta, de lenta digestión, tiene 3 000 años y remite a los viejos caminos del maíz. Yo solo puedo decir que la arepa Perico que probé con mis amigos supo del todo a cubana.

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