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¡Oh, Jerusalén! ¡Ay, Palestina! (I)

Lejos de contribuir a la paz, el gesto del  jefe de la Casa Blanca de trasladar el lunes próximo la embajada de EE. UU. de Tel Aviv a Jerusalén —ciudad santa de judíos, cristianos y musulmanes— suma nuevos motivos para agudizar el conflicto de Oriente Medio

Autor:

Leonel Nodal

Lejos de contribuir a la paz, el gesto del  jefe de la Casa Blanca de trasladar el lunes próximo la embajada de EE. UU. de Tel Aviv a Jerusalén —ciudad santa de judíos, cristianos y musulmanes— suma nuevos motivos para agudizar el conflicto de Oriente Medio.

Con su decisión, Trump satisface las ambiciones del Gobierno sionista encabezado por el primer ministro Benjamín Netanyahu, quien pretende legitimar a Jerusalén como «capital eterna e indivisible» de un Estado judío excluyente, racista y colonialista.

El nuevo zarpazo a la sensibilidad de los árabes de Palestina se inscribe en más de un siglo de maquinaciones iniciadas por los viejos imperios coloniales británico y francés, proseguidas por Washington, para controlar los recursos energéticos y la estratégica posición de una región situada a medio camino entre Occidente y Oriente. 

Los sectores de poder que se esconden detrás de la presidencia de Estados Unidos emplean hoy las mismas estratagemas, falsas promesas y mentiras aprendidas de sus mentores, para promover divisiones sectarias, alianzas de conveniencia, intervenciones y guerras de rapiña.

La mudanza de la embajada estadounidense a Jerusalén, en vísperas de los festejos por los 70 años de la proclamación del Estado de Israel, añade agravio a la ofensa.

Una controversial votación de la Asamblea General de la ONU, decidió por mayoría simple, en 1947, que un territorio que fue parte integral de la provincia Siria del Imperio Otomano (vencido en la 1ra. Guerra Mundial) fuera dividido para que allí se instalara un «hogar judío».

No obstante, los antecedentes de la partición de Palestina se remontaban a las postrimerías del siglo XIX, cuando una ola de antisemitismo político se apoderó de Europa.

La discriminación racial y la persecución alimentaron el sionismo y la propuesta del periodista vienés Theodor Herzl de resolver «el problema judío» mediante la creación de un estado propio en Palestina. Era solo cuestión de emigrar y colonizar aquella «tierra prometida», como si se encontrara desierta o despoblada.

Cuando el imperio otomano entra en la guerra, el 2 de noviembre de 1914, en la Palestina de la provincia Siria se contabilizaban 730 000 habitantes, de ellos unos 85 000 judíos.

Ante una promesa británica de apoyar su independencia, los árabes súbditos de los turcos desencadenan una revuelta.

Sin embargo, un acuerdo imperial concertado en mayo de 1916 entre el representante británico Sir Mark Sykes y el francés George Picot marcará el destino futuro del territorio árabe.

Ambas potencias se reparten el futuro botín de guerra, aun antes de la victoria. Francia reclama como su zona de influencia a Líbano y la Siria actual. Gran Bretaña se reserva Irak y la Transjordania. El destino de Palestina queda pendiente de consultas con Rusia y otros aliados, pero Londres se atribuye el control de los puertos de Haifa y Acre.

Más tarde, ante la necesidad de asegurarse una base sólida en Oriente Medio frente a la presencia francesa en Líbano y Siria, así como para limitar la influencia de un estado independiente en la península arábiga, Gran Bretaña oficializa su apoyo al plan sionista de establecerse en Palestina, por medio de la Declaración Balfour del 2 de noviembre de 1917.

El documento, que toma su nombre del canciller Sir James Balfour, es una célebre carta aprobada por el Consejo de Ministros, en la que «Su Majestad (…) se compromete a emplear todos sus esfuerzos para la realización de ese objetivo».

Las apetencias imperiales de Londres y París se concretan en 1920, tras la creación de la Sociedad de Naciones (fracasada antecesora de la ONU) que instituye en su artículo 22 la figura jurídica del Protectorado y reconoce que algunos antiguos territorios otomanos turcos podrán ser «provisionalmente reconocidos como naciones independientes (…) a condición de que una potencia mandante aporte sus consejos y asistencia hasta que sean capaces de dirigirse solas».

El 25 de abril de 1920 la provincia Siria del Imperio Otomano es despedazada por el Consejo Supremo de los Aliados, reunidos en San Remo. Palestina y Mesopotamia (Irak) pasan a control británico, una victoria de los sionistas, ya que Londres estará obligado a aplicar la Declaración Balfour.

El reparto del botín obtenido en aquella carnicería humana que pasó a llamarse 1ra. Guerra Mundial será formalizado el 22 de julio de 1922 por el Consejo de la Sociedad de Naciones, que aprueba los mandatos atribuidos a Francia y Gran Bretaña, e incluye la orden de cumplir la Declaración Balfour.

A manera de adorno humanitario —en una proclama de derechos merecedora de un mayor debate y consenso universal, que repercute hasta hoy—, el entonces recién instituido organismo internacional afirmaba que su declaración «comporta el reconocimiento de lazos históricos del pueblo judío con Palestina y las razones para la reconstrucción de su hogar nacional en ese país».

La decisión es adoptada contrariando las resoluciones adoptadas el 2 de julio de 1919 por una asamblea árabe ampliamente representativa de las comunidades residentes en la antigua provincia Siria otomana (cristianos y musulmanes), reunida en Damasco, con el nombre de Congreso General Sirio, que demanda «la independencia política total y repudia el establecimiento de un Commonwealth judío en Palestina».

Desde aquella rotunda manifestación de rechazo a la voluntad imperial hasta hoy ha transcurrido casi un siglo marcado por una incansable resistencia del pueblo palestino al despojo territorial, el destierro, la represión, la cárcel y el asesinato de decenas de miles de hombres, mujeres y niños, que configuran uno de los peores genocidios de la historia.

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