Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El padrino está peludo

El autor nos cuenta esta vez sobre un médico de muertos, la charada china, la taquigrafía y los bautizos en la Cuba de ayer

Autor:

Juventud Rebelde

En una crónica que se publicó en la revista habanera Social, en 1917, habla Emilio Roig de Leuchsenring de «un individuo dedicado expresamente a dar fe de que los cadáveres llevados a enterrar eran en realidad “cadáveres muertos”. Esa plaza solo podía desempeñarla un médico: ¡el médico de los muertos!».

Cuenta el cronista que cuando el cortejo fúnebre llegaba a la necrópolis de Colón, cuatro zacatecas sacaban en hombros el ataúd y lo depositaban en una mesa de mármol que a ese efecto existía en los portales «de la menos burocrática de nuestras oficinas públicas».

Un señor pequeño, apergaminado y enjuto se acercaba entonces. A un gesto suyo destapaban la caja y a través del cristal dirigía una mirada rápida al rostro del difunto. Hacía otro gesto y volvían a cerrar el cajón. El médico de los muertos había cumplido su tarea.

Apunta Roig: «Me he fijado muchas veces, detenidamente, en nuestro personaje cuando está en funciones, y me ha parecido adivinar cierta inteligencia entre él y sus “clientes”. Siempre al observarlos tras el cristal de la caja les guiña el ojo, de ese modo especial con que solemos dar a entender a otra persona que nos damos cuenta y estamos al tanto de lo que se trata o pasa. ¿Ellos, los cadáveres, le contestarán? ¿El guiño que él hace es un santo y seña? ¿O es un tic nervioso, hijo tan solo de la costumbre?».

CHARADA CHINA

La charada china se introdujo en Cuba en mayo de 1873, cuando se constituyó, con un capital de 15 000 pesos, el primer banco de los juegos fantán y chiffá. La charada estaba formada por los 36 signos de la dinastía Ming, y la partícula «chi» aludía a los personajes antiguos de los juegos, mientras que «ffa» remitía a las flores. Las tiradas se llevaban a cabo en dos casas de la calle Lealtad, en La Habana.

En el interior de cualquiera de esas dos edificaciones se colgaba el rollo donde estaba impreso el personaje o la flor y seguidamente el local se abría al público para las apuntaciones, que llegaban a gruesas sumas de dinero. Concluidas las apuntaciones, el banco descolgaba el rollo y cantaba el símbolo premiado, que podía ser «cam» (oro), «san» (montaña), «fuk» (salud), «chión» (guerrero)...

Así lo cuenta Antonio Chuffat Latour que, en 1927, publicó en La Habana su Apunte histórico de los chinos en Cuba, curioso libro que 30 años después calzaría los reportajes que para la revista Carteles escribió el periodista Gregorio Ortega. Pero aquella charada, recordaba el chino Chuffat, fue perdiendo valor lírico y cabalístico a medida que los cubanos sustituyeron personajes y flores por «bichos»: uno, caballo; dos, mariposa; tres, marinero; cuatro, gato...

FALSO JURAMENTO

Cuenta también Chuffat en su libro citado, la desastrosa aventura de la primera Cámara de Comercio China en la capital cubana, organizada, en octubre de 1881, en los altos de un almacén de chinos en la calle Galiano.

La Cámara debía poner coto a la desenfrenada competencia de precios entre los vendedores de mercancías procedentes del país asiático. Se fijó una tarifa estricta con el precio para cada uno de los artículos importados y cuando se detectaba que algún comerciante lo había vendido más barato, se le hacía comparecer ante la Junta Directiva de la Cámara, donde debía jurar ante la imagen de Cuan Con, una divinidad taoísta, que no había quebrantado lo que estipulaba la lista de precios.

Ese juramento, algo tremendo, decía: «Yo juro por el Dios del Cielo, que me corten la cabeza si he vendido barato a mis marchantes; yo juro por el Dios del Infierno, que el día de mi muerte no tenga velas encendidas ni dinero para mi largo viaje; que me quiten todas las ofrendas de comida después de mi muerte si he vendido barato a mis marchantes, fuera de la tarifa. Yo juro que si no es verdad lo que digo, que se hunda el barco que me ha de llevar a China y que me coman los peces en alta mar».

Aun así, cada comerciante chino siguió en su establecimiento con los precios que creyó oportunos, sin importarle la competencia desleal, y la Cámara de Comercio China de La Habana, impotente para remediarlo, pese a lo truculento del juramento, se disolvió en el fracaso.

Y es que, como dijo en los años 50 un chino de la calle Zanja a Gregorio Ortega, un chino puede jurar en La Habana por todo lo posible y lo imposible, porque los diablos de China temen al mar y por tierra no pueden venir. Sin contar que están demasiado lejos.

ESCRITURA SIGNADA

Hace ya muchos años el periodista Federico Torres, del periódico habanero El Triunfo, debió entrevistar al doctor Juan José de la Masa y Artola, líder del Partido Conservador en el Senado, sobre una candente cuestión política entre conservadores y liberales. Torres puso el cuestionario en manos de su entrevistado con antelación y el día de la entrevista tomó taquigráficamente sus respuestas. Lo hizo con la mayor fidelidad, pero como las declaraciones levantaron ronchas entre los incondicionales del general Menocal, entonces en la presidencia de la República, Masa y Artola trató de desmentir al periodista y hubo hasta un conato de duelo entre ambos. La sangre no llegó al río porque un jurado de peritos taquígrafos analizó el taquigrama y dio la razón al entrevistador.

La taquigrafía entró en desuso cuando proliferaron las grabadoras manuables, que van quedando también atrás con la aparición de otros medios de reproducción más manuables aun y más prácticos, pues hasta para tomar fotos sirven. En la antigua Roma, el esclavo Marco Tulio Tirón tomó en taquigrafía las Catilinarias de su amo Cicerón. Aun así, ya era en ese tiempo un invento viejo, porque algunos aseguran que nació mucho antes en Egipto.

En la Edad Media, la taquigrafía pareció extinguirse. Resurgió en Inglaterra cuando, en 1786, Samuel Taylor, profesor de la Universidad de Oxford, ideó un sistema de escritura signada. Pasó a Italia, Suecia, Alemania... hasta que en 1800, el valenciano Francisco de Paula Martí dio a conocer el primer tratado de taquigrafía española, del que se derivaron numerosos métodos.

En Cuba se conoció la taquigrafía casi al mismo tiempo que en España. En 1804 el catalán Jaime Florit estableció en La Habana una academia para enseñarla, y tuvo entre sus discípulos nada menos que al Obispo Espada. En 1900 se creó una academia de taquigrafía y mecanografía en el Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana y se le confió al doctor Frank Betancourt, que diez años antes había introducido la mecanografía en la Isla.

BAUTIZOS

Otra crónica de Emilio Roig, publicada en El Fígaro, en 1913, y reproducida como la anterior en su libro Artículos de costumbres (2004) da cuenta de los mataperros, esos niños que pasaban el día en la calle, no asistían a la escuela, comían sabe Dios dónde y que aunque podían jugar al chorreado o al chocolongo con sus amigos, buscaban emplear el tiempo en conseguir algún dinero con que ayudar a su madre, generalmente sola.

«No son sino desgraciados niños faltos de vigilancia y cuidado. Desde sus más tiernos años, cuando los hijos de los ricos o de la burguesía apenas saben caminar, ellos son ya “hombres libres”, se ganan la vida “haciendo recados” o vendiendo periódicos. ¡Demasiado buenos resultan para el medio en que viven!», escribe Roig en su crónica. Dice más adelante:

«Eduquemos a esos niños: son nuestros hermanos. De su ignorancia nos hemos de servir más tarde, en la política, para explotarlos miserablemente, lucrando con su desgracia y triste suerte... de ellos salieron en nuestras luchas libertadoras los soldados... que nos sirvieron para hacer esta patria que hoy ellos no gozan. Démosles escuelas, asilos, parques: ellos son dóciles, generosos y les agrada como a nosotros el buen techo y la buena mesa. Miremos por ellos, porque en ellos también está el porvenir y la esperanza de la patria».

Llevar un mensaje, alcanzar un paquete, limpiar zapatos... esos eran sus trabajos. Pero su mayor encanto, su más grande anhelo, su ambición más alta, era vender periódicos. Algunos se proclamaban «periodistas» por el mero hecho de vocear la prensa. Y en realidad eran factor de no poca importancia en el periodismo de la época, cuando con sus gritos y pregones expandían las noticias por toda la ciudad. Puntualiza el cronista que un mataperros, aunque no lo parezca, tiene más obligaciones que las que tendría si desempeñara algún destino o botella del gobierno. Alegre, revoltoso y pillo como es, el mataperros solo tenía temor —nunca respeto— por el policía, el juzgado y Guanajay, que era el nombre abreviado que se daba a la Escuela Correccional.

«Cuando consigue algunos centavos, o puede “entrar de colado”, va al cine o al tío-vivo. Y en los días de recepción de algún ministro extranjero, entierro de algún militar o de algún acto público al que asiste la banda de Artillería, acompaña a los soldados, marcando el paso y hasta llevando el compás de la música».

Otra de sus diversiones favoritas son los bautizos, que les permiten también allegar algún dinero. Los mataperros corren detrás de los coches que transportan a padrinos e invitados y gritan a coro:

«Madrinita de tanto lujoTira un quilo pa’los dibujos.Madrinita de Carraguao,Tíralo, tíralo pa’los finaos.El padrino no tiró,La madrina sí tiró.Tíralo, tíralo que no tiró;Tíralo, que ya otro lo cogió.Y para la bomba del cochero, ¡hueso!»

Esa última voz era la palabra clave. Porque si hasta ese momento los padrinos no habían arrojado al paso centavos en abundancia, los mataperros, al grito de «¡Hueso!», la emprendían a pedradas contra coches y cocheros.

En los años 40 y 50 del siglo pasado se simplificaron las cosas. Se acabaron las pedradas. No había ya que memorizar ninguna estrofa ni correr detrás de los vehículos. A la puerta de las iglesias —Jesús del Monte, los Pasionistas...— acechaban los mismos niños que describía Emilio Roig en 1913. Esperaban la salida del bautizo y no más veían aproximarse a los invitados, comenzaban a dar vivas al padrino. Este debía llevar en la mano una buena provisión de moneditas de diez centavos, de plata, los llamados realitos, para lanzarlos a la muchachada. Si lo hacía garantizaba que los niños siguieran aclamándolo. Si no, ya sabía lo que le esperaba, y el grito de «¡El padrino está peludo!» lo acompañaba hasta que lograba perderse de vista.

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