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Kosovo, ¿la próxima pieza?

Autor:

Luis Luque Álvarez

Los catalanes, que lógicamente son mayoría en Cataluña, celebran en las ramblas. Saltan y se entrecruzan los chorros de espuma de cava. Festejan la decisión de un enviado de la ONU, quien ha determinado que un representante de la Unión Europea (no español, desde luego) ejercerá a partir de ahora la tutela política en el territorio.

Además, Cataluña podrá ingresar a la ONU, como cualquier otro Estado, y tendrá su propio ejército. ¿Se le puede pedir más al buen señor de la ONU, que les ha dejado la independencia a la vuelta de la esquina? «¡Gracias, muchas gracias!».

Claro, lo anterior es solo un trozo de ciencia ficción, pues España mandaría a la UE y a la ONU a cazar ballenas en el Amazonas ante semejante caso de injerencia.

Pero Serbia es otra cosa. Es un país pequeño y pobre, sindicado tradicionalmente como la oveja negra de los Balcanes, y bombardeado sin piedad durante ochenta días por la OTAN, en la primavera de 1999. Más de 12 000 muertos, 23 000 bombas, sanciones económicas, y la imposibilidad de ejercer la autoridad sobre un pedazo de su propio país: la provincia de Kosovo.

Pues bien, para esa región, el enviado especial de la ONU, el ex presidente finlandés Matti Ahtisaari, puso sobre la mesa un plan similar al que figuradamente mencionábamos para Cataluña: padrinazgo de la UE, un ejército y una Constitución propios, himno, bandera, y el ingreso a los organismos internacionales.

¿Acaso en Bruselas esperan que los serbios aplaudan?

DE TERRORISTAS A LIBERTARIOS

El desgajamiento de Kosovo sería el último capítulo de la desmembración de lo que un día fue Yugoslavia, una nación que aglutinó a varios pueblos eslavos de religión y lengua diferentes desde 1918, y que solía ser visto como la frontera de Occidente frente a los turcos y el Islam.

El país de serbios, croatas, eslovenos, macedonios y bosnios, entre otros grupos, en el que la divisa era «fraternidad y unidad», comenzó a desgajarse en varios Estados a raíz del derrumbe del socialismo europeo. Y fue precisamente la UE (entonces Comunidad Económica Europea), la que incitó a las autoridades de cada de una de las repúblicas yugoslavas a tomarse la potestad de fragmentar el territorio común sin muchos miramientos.

Las prisas de Bruselas en reconocer oficialmente a los que abandonaban la Federación —a Eslovenia y Croacia en enero de 1992, a Bosnia Herzegovina en abril de ese año, y un poco más adelante a Macedonia— provocaron los estallidos y las guerras fratricidas que ensombrecieron a la región durante la pasada década.

En el centro del odio, Serbia, que errores aparte, estaba signada como el chivo expiatorio de tanto desastre. Algo de esto hubo en 1999, cuando el ejército yugoslavo combatía contra la organización terrorista albanesa Ejército de Liberación de Kosovo (UCK), que había desatado una campaña contra objetivos civiles y militares serbios en la provincia, donde el 90 por ciento de la población es de etnia albanesa.

Para describir al UCK, bastaría decir que en 1997 fue incluido por EE.UU. en su compendio de organizaciones terroristas, y que estaba fuertemente ligado al tráfico de heroína. Sin embargo, inexplicablemente, en febrero de 1998 fue removido de la lista negra. ¿De archienemigos a aliados?

Pues bien: a partir de la acción de las fuerzas armadas de Belgrado contra esta banda, los medios comenzaron a hablar de la limpieza étnica de las tropas serbias contra la población albanesa. La OTAN anunció que actuaría, y ¡adelante la agresión!

¿El resultado? Una extraña situación, en que la provincia sigue siendo serbia (al menos nominalmente), administrada por la ONU, y ocupada militarmente por tropas de la OTAN, que no han podido —o más bien querido— frenar la violencia y los ajustes de cuentas contra la minoría serbia.

¿SOBERANÍA? ¿SOBRE QUÉ?

Conocido el plan de Ahtisaari, nadie quedó satisfecho. Los serbios lo consideraron un injustificado paso a la ilegal separación de Kosovo, para la que sí aprobarían una mayor autonomía. Los albanokosovares, en tanto, creen que no fue todo lo lejos que ellos querían —la independencia automática—, y por eso, salieron en protesta a las calles de Pristina, la capital.

Lo que sí es innegable es que a la ONU se le fue la mano, al otorgar facultades a la autoridad de la provincia, en detrimento de la autoridad del país. Ha ido incluso contra la resolución 1244 de 1999 del Consejo de Seguridad, que reafirmaba «el compromiso de todos los Estados Miembros con la soberanía y la integridad territorial de la República Federal de Yugoslavia».

¿Pero de qué «integridad territorial» hablamos, cuando se le da potestad a Kosovo de ingresar a los organismos internacionales? ¿Alguien permitiría algo así a los vascos y los catalanes en España, a los bávaros en Alemania y a los flamencos en Bélgica?

El próximo 21 de febrero, todas las partes implicadas sostendrán consultas en Viena sobre el plan de Ahtisaari, paso anterior a su presentación ante el Consejo de Seguridad, que debe darle el visto bueno. Y justamente allí, ya Rusia ha hecho saber que vetará cualquier posibilidad de «independencia» para Kosovo.

Veamos entonces cómo hilan tan difícil paño en tan pocos días.

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