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El tren de la democracia se lleva una estación

Autor:

Luis Luque Álvarez
«Quiero un referéndum», es el reclamo que aparece en esta urna gigante, en Lisboa, sobre el Tratado de Reforma de la UE. Foto: Reuters Desde el viernes pasado, Europa casi tiene su Constitución. Rectifico: su Tratado de Reforma, que no a mucha gente le gustó que se le llamara Constitución, ¡si bien el 90 por ciento de la letra y el espíritu de aquel malogrado proyecto está presente en el nuevo texto!

Empleé además el adverbio «casi» porque la última palabra no está dicha. En diciembre, los jefes de Estado o Gobierno ratificarán el documento, y en 2009 entrará en aplicación. Solo que, como diría la abuelita, de aquí a allá «se mata a un burro a pellizcos», y varias cosas pueden suceder.

A primera vista, se ha superado el impasse provocado por franceses y holandeses con su rechazo, en 2005, al proyecto de Carta Magna. Tras un tiempo de reflexión, Alemania y su sucesor al frente del Consejo de la UE, Portugal, se esforzaron por sacar al bloque del atasco. Y el viernes, los 27 miembros llegaron a acuerdos concretos.

El Tratado ya cocinado instituye la figura de un presidente del Consejo de la UE, que detentará el cargo durante dos años y medio, con lo que quedará abolida la presidencia rotativa que cada seis meses dirige un Estado miembro. De igual modo, se crea el Alto Representante para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, que resumirá en una sola persona las dos caras de la UE para más allá de sus fronteras: la del Alto Representante para Política Exterior y Seguridad Común y la del comisario de Relaciones Exteriores. Una simplificación que, a más de ahorrar burocracia, pretende «aterrizar» el afán de que Europa hable «con una sola voz» ante los fenómenos mundiales, y no como la trifulca que se armó entre la «vieja» y la «nueva», cuando el Pentágono tocó el cornetín contra Iraq.

Aun así, el Alto Representante solo estará en condiciones de pronunciarse a partir del acuerdo previo entre los 27. Y como en algunos temas suele haber agudas diferencias, pues quizá veremos cómo el hombre, en ocasiones, se quedará con ganas de decir algo.

Otras novedades: se reduce en un tercio el número de miembros de la Comisión Europea (hasta ahora eran 27 comisionados, uno por país), se obvia cualquier mención a la bandera y el himno comunitarios, y queda fuera la Carta de Derechos Fundamentales, pues al gobierno británico le provocaba escozor que tribunales europeos pudieran poner en picota sus sistemas laboral y de justicia.

Además, se adopta el esquema de votación de doble mayoría (55 por ciento de Estados, con el 65 por ciento de la población) para aprobar decisiones que no necesiten la unanimidad. Polonia —que recelaba de la capacidad de bloqueo de Alemania, pues esta la dobla en cantidad de habitantes— había pedido retrasar hasta 2017 la aplicación de este método. Pero no prosperó. Se implementará en 2014.

Ahora bien, ¿qué faltaría? Pues simplemente escuchar qué dice la gente, los ciudadanos europeos, aquellos para los que, teóricamente, se redactó el Tratado. ¡Uf!, pero eso no es algo que entusiasme a los gobiernos, máxime después del varapalo de franceses y holandeses a la Constitución. Para explicar la no necesidad de referendos, se arguye que el nuevo texto es la síntesis de los anteriores tratados europeos, por tanto, si estos ya estaban aprobados, ¿qué más necesidad hay de ir a las urnas?

Sin embargo, la República de Irlanda sí tiene previsto consultar al público, previsiblemente en el verano de 2008. Ciertos analistas predicen un voto mayoritariamente positivo, pero nunca se sabe. Y sin unanimidad, «nananina».

En adición, ¡tiembla, tierra!, también pudiera haber referendos en Holanda y Dinamarca. En este último país, una portavoz del gubernamental Partido Conservador se mostró a favor de una consulta, pues según alegó: «no tenemos nada que esconder, y sería estúpido actuar como si lo tuviéramos».

No obstante tales «buenas intenciones», no hay nada confirmado en Copenhague ni en Ámsterdam. Y en las demás capitales, ni rumor, a pesar de que, según un sondeo de Financial Times, un 60 por ciento de los encuestados en Italia, Alemania, Reino Unido, España y Francia quiere pronunciarse sobre el Tratado. Ningún político desea arriesgarse a acometer la ingrata faena de Sísifo.

No, no, mejor «todos quietos». Por si acaso, el tren de la democracia no para en todas las estaciones...

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