Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Sagrado Sancti Spíritus

Autor:

Rosa Miriam Elizalde

Sancti Spíritus es una sosegada ciudad con un río ancho y cargado de historia. No conozco otra que se le parezca, con sus callecitas hilvanadas por las piedras y los faroles coloniales, orgullosa del puente sobre el río Yayabo y de la Iglesia Mayor, la vieja dama de la villa que ha visto pasar a todas las mujeres y los hombres de este lugar, más los personajes vagos de los sueños y las pesadillas de los que crecimos por aquí.

Debo estar envejeciendo porque cada vez que regreso me reconcilio más con esta ciudad, que ha tenido la suerte de ser conservada, pero no como un decorado colonial para el turismo. La gente vive, como en La Habana Vieja, en sus casonas de puntal alto y los niños juegan a la sombra del campanario de la Iglesia, de los portales de tejas rojas y de los laureles, ceibas y flamboyanes, hijos y nietos de los árboles que encontraron los españoles cuando decidieron asentarse al pie del Yayabo.

Ciudad más hermosa, digo, no la hay. Sé que no puedo evitar la niebla emocional que envuelve a todo el que ha emigrado de las calles de su niñez, pero tengo otras razones. Junto con el privilegiado entorno arquitectónico y una historia singular, Sancti Spíritus ha tenido la bendición de la música. Es la región del país que más trovadores ha aportado a la cancionística cubana, y el dato no es eminentemente cuantitativo. Quien haya nacido en un año cualquiera del siglo XX espirituano, tiene memoria de los tríos y de las serenatas, del Coro de clave, de la «lira manigüera» y en particular, de los trovadores conocidos y desconocidos, esos fantasmas sonoros de nuestra infancia que en la distancia adquieren una melancólica majestad.

Les cuento, por ejemplo, mi caso. Estudié los primeros años de la primaria en una escuela de la calle Luz y Caballero, a media cuadra del Hotel Perla. Me bastaba asomarme a la verja de mi aula de primer grado para ver desfilar a los viejos trovadores, flaquitos y encorvados, rumbo al bar del Perla, al Parque Serafín Sánchez o a la Colonia Española, donde siempre había o se inventaba alguna fiesta. Después supe sus nombres: Hermes y Rafael Rodríguez, Miguelito Companioni (hijo) y, quizá también, Teofilito y Alfredo Varona, que murieron a principios de los años 70. Sabía que eran ellos y para donde iban porque los acompañaba su guitarra. No caminaban con ella terciada a la espalda, ni colgada al hombro, sino que la tomaban por el brazo como si de la mano llevaran a la novia. Igual que otros niños de mi pueblo, me aprendí la letra de Pensamiento antes que la del Himno Nacional, y las dos eran y siguen siendo «la patria».

He recordado todo esto en el interior de la que fuera la sede de la Colonia Española, fundada en 1900 como sociedad de instrucción y recreo para ciudadanos de origen español y sus descendientes. El edificio como tal se inauguró en 1926, joya de la arquitectura ecléctica que daba a la villa aires de nuevos tiempos. Siempre escuché decir que para los espirituanos tiene el mismo valor que el Capitolio para los habaneros.

Lo acaban de reparar, pero este lugar ya no huele a vida de vecino, sino a detergente. El edificio por el que pasaron todos los trovadores de la ciudad y donde mi hermana todavía recuerda haber visto y oído al Benny, es ahora «la mayor shopping del centro del país», con inodoros de exhibición al pie de la magnífica escalera de mármol. Falsas lámparas y todavía más falsos arbustos escoltan perchas de ropa, que oscilan en un ambiente como de acuario donde antes hubo un mar de sillones de cedro. Dos cocoteros plásticos se entrecruzan en la moldura de lo que fuera el pequeño teatro del segundo piso, el mismo donde miles de veces se escuchó Mujer perjura.

Me dicen que el Hotel Perla, en reparación desde hace años, correrá la misma suerte. «Mija, pero al menos no perderemos los edificios», comenta una señora y sobre su expresión flota la esperanza de que un día a la «shopping» —esta obscena catedral del dinero— la permuten a otro sitio menos sagrado. Si es que puede encontrarse en Sancti Spíritus, ciudad y río, un lugar que no lo sea.

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