Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Una de nuestras lealtades

Autor:

Luis Sexto
Para ser periodista hace falta una irreductible simpatía por la gente. Quizá por ello, Kapuscinski, el polaco elegido como el periodista principal del siglo XX, dijo que un cínico, una mala persona, nunca podría ser periodista. Al menos, a mi parecer, nunca podrá recibir ese diploma de los lectores, aunque lo tenga firmado por la Universidad, o posea el carné de un medio de prensa. Habrá que amar, respetar, comprender al lector.

El lector, por tanto, compone una de nuestras lealtades. Quiero decir, que cuanto escribe, cuanto investiga, cuanto piensa un periodista pasa también por la lealtad a sus lectores. ¿Y quién es el lector si no el ciudadano, esa parte más concreta y cierta del concepto de masa con que algunos justifican sus insuficiencias? Trabajo para las masas, dicen. Pero maltratas al individuo.

Estoy, por supuesto, hablando del periodismo y los periodistas revolucionarios. Tenemos que guardar lealtad a la Revolución, al Partido, a la nación, trilogía que resume nuestros ideales de justicia social e independencia política. A ellos servimos como periodistas revolucionarios. Pero como la vida es también una mezcla, la lealtad a los lectores equivale a ser leales al pueblo. ¿O no? Y sufrir con él. ¿O no? La semana pasada leí la carta de un lector que, habiéndose ganado unos días en un hotel por sus méritos ciudadanos, acompañado de su esposa y su nieta de nueve años, el gerente no le permitió hospedarse porque entre el número de identidad de la tarjeta de la menor y el de la reservación había un número equivocado. Un dígito... ¡un humilde dígito!

Aquel cuadro debe de haber quedado muy satisfecho de su apego a la ley. «Soy un abanderado de la legalidad», habrá dicho. Mas los periodistas que leímos la carta y publicamos la carta aún experimentamos desazón, inquietud, pena por la familia, en particular por la niña, y vergüenza por el gerente. Extendiendo mi análisis, no solo los periodistas les debemos lealtad al lector y a los ciudadanos. ¿Se puede ser revolucionario creyendo que la gente no merece respeto? ¿Se puede ganar la confianza de la gente demostrando más respeto por un número, es decir, por las apariencias, que haciendo un sencillo gesto de comprensión ante cualquier familia que vaya a disfrutar de un premio por sus valores ciudadanos?

Nadie puede impedir que yo crea que para representar a la Revolución no basta con tener una especialidad y una experiencia, aprobar un test político o contar con amigos que confíen en uno. Hace falta también no ser insensible, injusto, incapaz de valorar una situación nunca prevista por las reglas y obrar no solo como dicta el «deber», sino la justicia y la bondad. Un cínico, una mala persona tampoco puede representar los intereses del país. Porque a veces tendrá más apego a la letra que al espíritu, a su tranquilidad que a la de sus compatriotas; servirá con rigidez a las normas y se despreocupará de hacer el bien...

Hemos de aceptar que ciertos actos, ciertas medidas, que pudieran estar dictadas por la más convencida justicia, pueden ser asumidas por lo que no son. ¿Entenderá esa familia por qué aquel gerente actuó según le ordena una ley tan estrecha que no tuvo en cuenta la naturaleza solidaria del conflicto, la visible concurrencia de una errata? ¿Entenderá por qué aquel cuadro no se molestó en confirmar, llamar por teléfono al sitio donde se aprobó la reservación de estímulo y solucionar humanamente el problema? ¿Entenderá que algunos practiquen la regla de que todo el mundo es ladrón, estafador, culpable, hasta tanto no pueda demostrar lo contrario? Desde luego, si esa familia lo asumió todo como una injusticia, como un acto abusivo, tenía al menos ese derecho. Y cualquier revolucionario verdadero posiblemente lo entienda de esa manera. En la conducta de la Revolución se ha evidenciado más de una vez que, en ciertas situaciones, entre un acto aparentemente legal y un acto generoso, es preferible votar por la generosidad.

Puede parecer que me ensaño con un hecho aislado. ¿Aislado? Las estadísticas no lo reproducen, pero la percepción inmediata, la pegada al suelo y a la vida común lo reconoce como muy común. Ojalá que nunca sea verdad entre nosotros aquel verso de Bertolt Brecht. Sería como un lamentable reproche: «Ay, nosotros/ Que quisimos poner los cimientos de la bondad/ No supimos ser también bondadosos».

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