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La Europa sin corazón

Autor:

Juventud Rebelde
En estos días feroces y tristes me avergüenzo de ser europea y me alegro de no haber participado hace tres años en el referéndum para la aprobación del Tratado de Ámsterdam. En ese entonces se intuía como sombra lo que hoy se revela como atroz realidad: la Europa que se está construyendo no es una Europa de valores, de fe y esperanza en la Humanidad, sino una Europa sin corazón, llena de alambradas y cárceles, que distingue entre ciudadanos de primera, de segunda y hasta infra-clases; una Europa sin fronteras y con libertad de circulación solo para el dinero, un territorio diseñado a la medida de las empresas; una Europa gris de retrocesos sociales y laborales.

Asisto asombrada al debate, en el que participan nuestros bien alimentados representantes, de una Directiva sobre Retorno de inmigrantes sin papeles, que permitirá detener año y medio en centros de internamiento a personas cuyo único delito es tener hambre o intentar buscar una existencia mejor lejos de su país de origen, en muchos casos arriesgando su propia vida. Asisto indignada a las deliberaciones de los gobernantes de los 27 países que conforman la UE con el mismo o parecido asombro al que probablemente sobrecogió a los alemanes que no comulgaban en los años 40 con la ideología nazi, cuando se tomaban las primeras medidas contra los judíos europeos, los homosexuales, los comunistas o las personas con discapacidad que, gradualmente, les fueron despojando de todos sus derechos hasta llegar a su exterminio en las cámaras de gas.

Todo fue paulatino, ordenado y perfectamente legitimado y amparado por leyes, normas y decretos, que seguramente aparecían publicados en boletines, impresos y notificaciones, igual que se pretende ahora. Fueron sucesivas decisiones administrativas las que les fueron desvistiendo de sus derechos ciudadanos y garantías jurídicas delante de las narices de sus vecinos; deshuesando su existencia de dignidad, progresiva y lentamente. No fue de un día para otro que los trasladaron a campos de exterminio, ante la indiferencia del grueso de la población, esa mayoría silenciosa que no se siente nunca amenazada en su mezquina guarida hasta que un buen día le toca a ella, y no —como casi siempre— al otro.

En el caso de los judíos, primero les obligaron a desprenderse de sus propiedades y empresas, luego llegaron las medidas de racionamiento de alimentos, el acoso y el hostigamiento constantes, el toque de queda, la obligatoriedad de ir identificados con un brazalete con la estrella de David, la imposibilidad de entrar en algunos locales, o la necesidad de contar con permisos de trabajo para transitar por determinadas zonas de ciudades de Polonia, Austria o Alemania. Luego, fue su hacinamiento en barrios enteros convertidos en guetos tapiados y, finalmente, su traslado a la muerte en trenes de transporte para animales, que se dirigían hacia los campos de trabajo de Auschwitz o Bergen-Belsen; porque, así llamaban los nazis a los campos de concentración, del mismo modo que nosotros —los europeos con pedigrí— llamamos centros de retención a las cárceles donde se encierra a los inmigrantes.

A partir de 1990, la política europea en materia de inmigración y de asilo ha venido reduciendo las garantías y protecciones fundamentales de las personas. Europa se ha ido transformando gradualmente en una fortaleza que quiere impedir el acceso a su territorio y expulsar a los extranjeros sin papeles. La política migratoria de la UE es sencillamente «sucia», según la define el filósofo Sami Nair, porque «se basa únicamente en medidas policiacas, una política indigna de los valores de la UE».

La Directiva que se discute ahora propone un paso regresivo más, un claro recorte de derechos en toda Europa, al permitir el encarcelamiento administrativo —y no solo por decisión judicial— de un gran número de seres humanos, permitiendo además la detención de menores no acompañados. Abre la vía a la generalización de prácticas que privan de libertad a los emigrantes, incluso mientras se examinan sus solicitudes de asilo o permisos de residencia. Al mismo tiempo, prohíbe a los extranjeros repatriados acceder al territorio europeo por cinco años, alejando por un período de tiempo muy largo a personas que pueden tener toda su vida en Europa, a los que sumerge en la clandestinidad. Supone, en definitiva, una criminalización institucionalizada de los extranjeros, su estigmatización total, al consagrar la segregación entre nacionales y foráneos (ciudadanos y esclavos), estableciendo los centros de internamiento y el alejamiento forzoso como fórmulas sistemáticas para tratar un fenómeno global inevitable, medidas que se oponen frontalmente al humanismo y a los valores que permitieron la construcción de Europa después de la Segunda Guerra Mundial.

En este debate es descorazonador el papel del Gobierno español, que habla de extender derechos sociales en nuestro país, mientras apoya una medida incompatible con el Estado de Derecho: el encierro de personas que no han cometido ningún delito durante un año y medio. Su postura resalta como un garbanzo negro entre las posiciones de los socialistas de Italia o Francia que consideran esta directiva una degradación jurídica, y una reducción de las garantías legales respecto a la propuesta de la Comisión presentada en 2005.

Esta semana prosiguen las reuniones de nuestros ilustres representantes para pactar la que ya se conoce como Directiva de la vergüenza. Luego, la decisión estará en manos del Parlamento Europeo. ¡Qué indignidad! Quieren encerrar a los pobres y convertir el continente en una cárcel. Y nosotros entre tanto asistimos, convidados de piedra, al atroz debate; cómplices silenciosos de los que, como diría José Luis Sanpedro, quieren «alzar murallas y cerrar las puertas». (Tomado de Rebelión)

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