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Y después del Lebensborn, ¿qué?

Autor:

Luis Luque Álvarez
Oficiales nazis efectúan un ritual iniciático con un niño Lebensborn. Foto: Der Spiegel Cuando se menciona la palabra «fascismo», una de las primeras y más tristes realidades que suele evocarse es el Holocausto de seis millones de judíos a manos de los fanáticos seguidores de Hitler, convencidos por la maquinaria ideológica del III Reich de que los hebreos eran un estorbo hacia la consecución de su más ambicioso proyecto: la expansión de la «raza aria», formada por individuos rubios, de ojos azules, con un supuestamente mayor coeficiente de inteligencia y elevadas capacidades físicas.

Para conseguirlo, los nazis no se limitaron exclusivamente a eliminar a los «no arios», sino que ingeniaron una estrategia para engendrar niños con tales características. Fue así que en 1935 surgió el Programa Lebensborn (Fuente de Vida, en alemán), auspiciado e impulsado por quien fue la mano derecha de Hitler: Heinrich Himmler, jefe de los selectos Escuadrones de Seguridad, las conocidas SS.

Bajo Lebensborn, el régimen incitaba a los alemanes que poseían un certificado de «pureza racial», y en especial a los miembros de las SS, a tener más y más hijos (al menos cuatro) con mujeres también dotadas de un aspecto físico «ario», bien dentro del matrimonio, bien fuera de este. Para tal fin se crearon diez hogares de maternidad especiales, donde nacieron entre 8 000 y 12 000 infantes, algunos de los cuales se quedaron con sus madres, pero muchísimos fueron adoptados por familias de los oficiales de las SS.

Sin embargo, para los planes de Himmler, los Lebensborn en Alemania no eran suficientes, y fue así que surgieron otros en los países ocupados. De estos, fue Noruega la que albergó el mayor número de tales instalaciones (nueve, y había planes de fundar otras seis), pues precisamente en ese país fue donde los nazis pensaron encontrar la cepa germánica más pura, ¡en la tierra de los vikingos!

Recientemente JR pudo contactar con uno de aquellos otrora pequeños, hijo de un policía alemán y una mujer noruega. Se trata del periodista Bjorn Lengfelder, actual secretario de prensa de la Unión de Niños Lebensborn Noruegos. Hoy con 66 años (nació en 1942), este colega recuerda su número en el programa nazi de bebés «arios»: el 1025; y nos habla acerca de cuál fue el destino de los casi 13 000 menores noruegos de padres nazis. Porque si los nacidos y criados en los Lebensborn de Alemania simplemente se integraron en la sociedad de la posguerra, con los de Noruega pasó exactamente lo contrario. «Lo que nos sucedió desde 1945, y cómo hemos sido tratados, es algo sobre lo que podemos hablar, pero no es precisamente una historia agradable», me advierte.

«¡Pequeños monstruos nazis!»

Gerd Fleischer y Bjorn Lengfelder estuvieron entre los que reclamaron justicia ante la Corte Europea de Derechos Humanos. Foto: AFP La historia personal de Lengfelder no es, ni mucho menos, de las terribles. Desde los dos años, su madre lo entregó a una familia de granjeros que lo trataron muy bien. Para llegar a donde aquellos vivían, «fui acompañado por mi abuela en un viaje en tren durante 14 horas. Había numerosas paradas debido a los vuelos de combate; no importaba que fueran aviones ingleses o alemanes, nadie podía decirlo. Pero de hecho recuerdo la atmósfera de silencio y las ventanas cerradas. Si las luces del tren hubieran sido vistas por los aviones, hubiéramos estado en problemas. Y me acuerdo de que fui colocado en uno de los estantes de equipaje para que me durmiera».

Sin embargo, tras la guerra, lo que pasó con la inmensa mayoría de los casi 13 000 niños Lebensborn noruegos fue más que un susto en una noche de viaje furtivo. Así lo cuenta Lengfelder, en extractos de un texto que nos envía:

«Éramos los hijos del enemigo, lo cual era una vergüenza. Y todavía lo es, a los ojos de muchos. Nuestras madres habían recibido ayuda del Lebensborn, pues estaban en esos hogares hasta el momento del parto o incluso mucho después. A veces las ayudaban a encontrar un lugar para vivir, y recibían dinero para el alquiler, la ropa y los alimentos; razones añadidas para odiarlas a ellas y a nosotros.

«Cuando acabó la guerra —el día de la liberación fue el 8 de mayo de 1945— las mujeres que habían tenido relaciones con soldados alemanes fueron detenidas y llevadas en camiones, por ejemplo, a la iglesia local. Allí les cortaban el pelo, “¡para que todo el mundo vea que esta es una ramera alemana!”. Y el acoso continuó durante años.

«El 22 de junio de 1945, el doctor Johan Riis escribió lo siguiente en el periódico Stavangeren: “La mezcla de prostitutas noruego-germanas y soldados alemanes resultará, en muchos casos, y posiblemente en la mayoría, en criaturas de pequeño valor. Las leyes de la herencia son muy estrictas cuando se trata de defectos de inteligencia innatos. En adición, hay otros daños mentales que deben asumirse como hereditarios, pues otra arista del asunto es que el padre —el militar alemán— también carga con genes inadecuados (...). Con toda probabilidad, estos niños defectuosos nos costarán cifras considerables en cuanto a su cuidado en varias formas, su encarcelamiento, etcétera. Nadie puede ser obligado a creer que estos menores defectuosos, a través de un buen cuidado, pueden llegar a convertirse en ciudadanos valiosos”».

Llama la atención el carácter evidentemente racista de estas afirmaciones. El mismo punto de vista criminal de los alemanes fue reproducido, ¡pero al revés!, y aplicado por los liberados... Desafortunadamente, apunta Lengfelder, «los argumentos y opiniones de este doctor son representativos de cómo pensaba y sentía mucha gente en ese tiempo».

Algunas historias, como la de un muchacho nacido en 1941, cuyo nombre no nos dice, ilustran cómo estos graves prejuicios atizaron el odio contra los inocentes. «Él vivió en una guardería establecida por los alemanes. Después de la guerra, cuando estaba en un hogar para niños, él y otra muchachita fueron encerrados una vez en un corral de puercos durante todo un día, porque, según les dijeron, ambos apestaban. El sitio estaba demasiado caliente, y cuando los soltaron por la noche, estaban casi inconscientes. Fueron arrastrados hacia adentro de la casa, metidos en una bañera con agua hirviente y sulfurosa, y cepillados hasta que dejaron la piel. Mientras les hacían eso, les gritaban: ”¡Pequeños monstruos nazis, les tenemos que quitar ese olor alemán!”.

«Como era un niño de la guerra, fue acosado tanto en la escuela como en su ambiente inmediato, sin que nadie tratara de detener aquello. Cuando cumplió nueve años, fue golpeado por otros niños mayores del colegio, con la aprobación de su maestro. Los profesores eran también activos en el hostigamiento y el abuso, al decirle: “Tú, engendro alemán, eres demasiado estúpido para aprender nada; ¡ve, siéntate al final del aula, y cállate! Hay varios ejemplos de maestros y otros individuos, quienes supuestamente estaban para cuidar de los niños, que ponían en fila a los “pequeños monstruos nazis” y orinaban sobre ellos».

Semejantes a la historia de este muchacho, ¡hay cientos! Paul Hansen solo tenía cuatro años en 1946, cuando, sin previo diagnóstico, un doctor ordenó que tanto él como otros 20 niños Lebensborn fueran recluidos en un hogar para menores con retraso mental, donde igualmente sufrían segregación y maltratos físicos. Kikki Skjermo, nacida en 1945, y actual presidenta de la Unión de Niños Lebensborn Noruegos, fue violada a los diez años por un hombre que les profesaba un odio muy intenso a los alemanes, «y el sabía que yo era una niña alemana». Y a Gerd Fleischer, cuya madre se casó después con un ex miembro de la resistencia noruega, las palizas y el acoso por parte de su padrastro la obligaron a escapar de casa a los 13 años.

Como se ha visto, las represalias no faltaron. Y no las aplicaron solo personas particulares. El gobierno noruego pretendió muy pronto deshacerse de estos menores «indeseables», y pensó deportarlos hacia Alemania, en ruinas en ese momento, e incluso ¡hacia la lejana Australia!, pese a que habían nacido en Noruega y no tenían a nadie en aquellos países. Solo la intervención de Gran Bretaña, como potencia vencedora de la guerra, logró frenar este plan.

Pero las autoridades nórdicas no se privaron de ejercer la injusticia: «Fuimos desprovistos de nuestra ciudadanía noruega —narra Lengfelder—; después de 1950 se nos dio la “posibilidad” de solicitar esta cuando tuviéramos 18 años. Y se decidió que no recibiéramos pensión alimenticia por parte del Estado, ni apoyo de nuestros padres».

¿Demanda a destiempo?

La participación o aprobación del gobierno de Noruega en estos atropellos contra niños inocentes, por el simple hecho de haber sido engendrados por padres alemanes, mereció en 1999, en vísperas de Año Nuevo, unas palabras de arrepentimiento por parte del entonces primer ministro de ese país, Kjell Magne Bondevik: «No podemos dejar pasar el advenimiento del nuevo siglo sin tener un pensamiento hacia los males que sufrieron muchos niños de la guerra en los años posteriores al conflicto. En nombre del Estado noruego, quiero lamentar la discriminación y la injusticia a la que ellos estuvieron expuestos».

Sin embargo, las disculpas no han sido acompañadas de una indemnización decorosa, como la que merecerían las vidas destrozadas de muchos de aquellos niños. Según Lengfelder, «se nos han ofrecido hasta 3 300 dólares, pero la suma dependerá del grado de abuso o acoso al que hayamos estado sometidos, lo que debemos documentar preferentemente, y el gobierno quiere incluso los nombres de los atacantes. ¡Más de 60 años después! Esto es otro abuso, pues según nuestro abogado, 3 300 dólares son apenas la más baja compensación que se ofrece a niños de la guerra, incluso internacionalmente, toda vez que el límite ordinario para el pago de este tipo de indemnizaciones es de 33 300 dólares».

Por otra parte, los buenos deseos del ex primer ministro Bondevik no encontraron mucho eco en las cortes noruegas. «Años atrás —explica—, 158 de estos niños fueron a los tribunales en Noruega para obtener redención y compensación por el maltrato, la falta de adecuada educación escolar, los abusos sexuales, etcétera. Sus reclamos fueron desatendidos a todos los niveles del sistema judicial, bajo el pretexto de que estaban “fuera de tiempo, obsoletos”, y que los hechos nunca fueron investigados, aunque la corte creía las historias, pero la ley es la ley».

Ante estos obstáculos, los Lebensborn noruegos presentaron su queja en la Corte Europea de Derechos Humanos, en Estrasburgo, pero el 12 de junio de 2007 recibieron respuesta de esa alta instancia: la demanda —les dijeron— había sido hecha a destiempo, por lo tanto, no podían admitirla a trámite.

Es paradójico. Criminales de guerra nazis, como Klaus Barbie («el verdugo de Lyon») y Adolf Eichmann (el ideólogo de la macabra «solución final» para el pueblo judío), fueron descubiertos y juzgados no pocos años después de que cometieran sus desmanes. Sin embargo, el anhelo de desagravio de miles de personas que sufrieron la indiferencia y la humillación por parte de un Estado democrático, se percibe como «atrasado», como «fuera de lugar».

¿Qué habrá después de esta decisión de Estrasburgo?, pregunto a Lengfelder. Y me responde escuetamente: «Estamos trabajando en un bien articulado proyecto, pero no puedo divulgar ninguno de sus detalles hasta ahora. Lo lamento».

«Lo que sí puedo decir —añade—, es que estamos contribuyendo con el establecimiento de una organización internacional de niños de la guerra, que tendrá lugar en Berlín en octubre próximo».

Valgan este y otros esfuerzos para que nunca más los prejuicios absurdos destrocen la existencia de niños indefensos. Y estemos atentos al próximo paso de quienes aún tienen hambre y sed de justicia...

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