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¿Se extinguen los buenos días?

Autor:

Juventud Rebelde

El hombre llegó caminando por los aires. Y en vez de saludar a las personas aglomeradas cerca de su oficina reverenció a un gato que jugueteaba por los contornos: «Misu, misu»... y pasó de largo, puertas adentro. No soltó un «buenos días» para sus circundantes, ni un guiño, ni tan siquiera un «¡ey!».

La historia, contada hace varios meses por el excelente comentarista Luis Luque («¡Misu, misu!», 6 de agosto de 2006), tenía como protagonista a un intelectual, de esos que poseen innumerables pergaminos en sus vitrinas y de los que derraman ¿cultura? por los cuatro costados.

El periodista subrayó entonces con alarma la enorme paradoja que encerraba la escena: un sujeto con demasiada instrucción, con innumerables lecturas a cuestas, no era capaz de mostrar un ápice de educación o de respetar una de las más elementales normas de cortesía.

Hoy entiendo mucho mejor a mi colega. No porque desconociera que tipos así, con esas ínfulas, flotan por dondequiera; para ellos siempre guardo como escudo la frase del filósofo alemán Friedrich Nietzsche, que he empleado en otros trabajos periodísticos: «No te hinches/ten en cuenta/ que al que se hincha/ si alguien lo pincha/ lo revienta».

Hoy entiendo mejor a Luque porque he comprobado inequívocamente que los «buenos días» se han ido extinguiendo poco a poco y no solo en aquellos que, como el hombre del principio, se creen cosas.

Incontables personas, de distintas profesiones u oficios, llegan a la recepción, al lobby, a las congregaciones bajo techo (o al aire libre) y no saludan ni a los mismísimos gatos escondidos en las esquinas. Es como si tuvieran colocadas unas orejeras que les impiden mirar más allá de las suelas de los zapatos o de las telarañas del techo. Es como si fueran pelotas rodantes, indetenibles, por el césped, por la zona foul.

También, con frecuencia, sucede lo contrario; lo he vivido. Uno entra a una institución de cualquier tipo, dice «buenas»... y nada. Se percata entonces de que la mano de Miguel Ángel, el escultor romano, está detrás de esas figuras.

Sí, porque esos a quienes saludamos y no contestan no son seres humanos capaces de escucharnos; son esculturas tan bien talladas por el artista que parecen personas de carne y hueso. A veces, hasta pueden moverse, hablar y contarse pasajes de la telenovela de turno.

¿Hay que formar una «atmósfera» por eso de que se estén extinguiendo los saludos tradicionales? Tal vez no. Pero sucede que no solo los «buenos días» o «buenas tardes» se agotan; también los «gracias», «por favor», «usted primero», «con permiso», «hasta luego». Eso, sin hablar de la disminución de otros modales ligados a la caballerosidad o al urbanismo, algo que merece más de una meditación y de un texto periodístico.

Tampoco puede mirarse el hecho como el simple apagón de ciertos ademanes cívicos. ¿Adónde van a parar nuestros esfuerzos por fomentar la verdadera cultura entre los nuevos y los viejos? ¿Dónde caen tantas teleclases, lecciones educativas y programas por la búsqueda de la virtud?

En el examen de estas preguntas chocamos con las costumbres de otros tiempos, de personas iletradas, del campo profundo, que —sin embargo— jamás dejaban de mostrarse cordiales, ni aun en las malas. Esa gente sin aparente cultura tenía mucha mejor educación que el intelectual con mil títulos, saludaban al gato, al perro y a la chiva, pero primero que todo a los seres humanos.

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