Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

ConversArte

Autor:

Jesús Arencibia Lorenzo

Con su imponente figura, la profesora Gladys Goizueta nos fue pasando uno a uno por el «paredón» que significaba aquel minuto improvisando frente al grupo. Eran solo 60 segundos, pensamos ingenuamente; además, no estábamos en un estudio de radio o televisión real, sino en un aula de Periodismo. Pero a medida que avanzaba la clase y más compañeros eran «fusilados» por su fardo de muletillas, sus silencios sin argumento, sus caras de «estoy en blanco»… más nos acercábamos a comprender lo que sería rotunda conclusión de la Goizueta: —«Ustedes no saben cuánta bobería se puede hablar en un minuto. La locución y la conducción son un arte».

Desde entonces, jamás he podido mirar los medios audiovisuales con simple y bondadosa candidez. Se han acentuado en mí dos profundas sensaciones: la admiración por quienes manejan los recursos para conducir con sobriedad, tacto y elegancia; y la pena frente a los que se pavonean con el micrófono en la mano, exhibiendo una dañina chapucería.

Lo más doloroso, en mi inexperto juicio, es que este segundo grupo se extiende como una plaga y no se observa a menudo a los que integran la avanzada de buenos conductores y locutores, esos que prestigian el programa que representan solo con el imán de su simpatía y su cultura.

Claro que el asunto es complejísimo, y no basta haber estudiado una carrera universitaria, haber cursado diplomados de Locución o acumular montañas de conocimientos. Es necesario todo esto y más. Un plus de carisma y vocación para darse a los otros, que puede venir en el genoma o ser adquirido, pero que en cualquier caso requiere pulimento diario.

No conozco con certeza los mecanismos por los cuales alguien asciende hasta ser el rostro o la voz de un espacio. Imagino existan filtros, parámetros, comisiones… para determinar si está apto o no para ese ejercicio. Sin embargo, cuando me encuentro en un horario y día estelares a cierto personaje —pudiera ser una sensual actriz o un estentóreo comentarista— repitiendo frases melosas, desplegando una «encicloferia» de lugares comunes, atropellando vocablos, interrumpiendo con preguntas obvias o remachacando consignas apologéticas, no puedo menos que pensar que la selección falló.

Y más allá de la irritación momentánea, me preocupa lo que esos malos conductores dejan como trazo cultural, como «técnica» de la palabra, a quienes los ven o escuchan. Porque si un médico trata a decenas de pacientes en un día, y un maestro instruye a 50 o 60 alumnos cada jornada, en una sola emisión los presentadores audiovisuales podrían llegar, potencialmente, a cientos de miles, quizá a millones de personas. Y ya sabemos la fuerza de esos referentes mediáticos, máxime en una época donde se compran muchos libros, pero se lee poco.

Conversar para multitudes —nos enseñaron los Pinelli, Consuelito, los Goizueta— es una profesión y un oficio bajo la brújula perenne del rigor. Quien no lo sepa, por favor, conduzca solo en la ducha.

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