Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Las madres envejecen de querernos

Autor:

Melissa Cordero Novo

«Las madres envejecen de querernos,/ de intuir el peligro en las esquinas,/ de

zurcir sus ojeras para vernos…».

Alexis Díaz-Pimienta

Ella tiene nombre de santa profana, de «virgen del pecado» y la piel curtida por alguna anécdota de esclavos. Vino de África. Sobre un barco gigante cruzó el Atlántico. O quizá no. Tal vez llegó desde China con una familia que jamás conocí, con deseos de prosperar en estas tierras. O quién sabe si la trajo alguna cigüeña que naufragó entre nubes de los cielos de Cuba.

No recuerdo con exactitud el día en que nos presentaron. Dicen que yo aún tenía los ojos cerrados y un tamaño minúsculo. Dicen que no fui muy educada, que grité sin muchas pausas mientras me ponía roja, y que solo atiné a irle encima del pecho, sin importar nada más. Dicen que fue en un hospital, cuando yo aún no tenía nombre.

Lo supe después por las fotos. Aparecía yo regordeta y ella china, africana, con historias saltándole entre el torso y las manos. Llevo mucho de ella. Lo sé porque me he descubierto frente al espejo con facciones que no son las mías, con muecas que la retratan al movimiento, con palabras que luego me parece ya haber escuchado. Lo sé por esa manía que, años después, nos ha llevado a reñir por la autenticidad de los gestos, de las ideas.

Dicen que, en las noches, ella se desprendía migas del cuerpo: de entre las uñas, algún cabello que parecía extraviado e incluso pedacitos de la columna vertebral. Por eso es que, con el tiempo, la he visto decrecer un tanto. Juntaba todas las piezas y las pegaba en mí mientras dormía. Dicen que, por eso, también nos parecemos bastante.

Luego sobrevinieron épocas raras, difíciles, y ella fue cambiando los gustos. De repente, frente a la mesa, dejó de comer las cosas de siempre y entonces las soltaba encima de mi plato como si jamás las hubiera degustado. Igual sucedió con el jabón, con los dulces, con la ropa y los juguetes, que también disminuyeron.

Por aquellas estaciones desapareció el Hada de los dientes; fue como si alguien estuviera apresando, a propósito, a todos los personajes que antes trajeron regalos. Ella cargó con la culpa, en silencio, y me lo dijo una tarde. Dicen que no pudo conciliar el sueño aquella vez. Vaya a saber por qué.

Crecí en momentos de insomnios y ella perdió tamaño, tal como lo hizo antes con mi hermana. Pero nadie lo notó nunca. Y nosotras estirándonos con su piel, con sus trocitos de espina dorsal, con la savia de las uñas. Dicen que ella no hizo más que sonreír y mirar los álbumes donde había fotos suyas, fotos de antes, tocando los cúmulos.

Los años pasan rápido, como si nadie les prestara demasiada atención. Entonces se ponen a saltar por el calendario, se comen los días con una celeridad de terror. Al final, siempre está ella, siempre lo ha estado, ahora con unas arrugas de más.

Algunas fotografías se pusieron amarillas. Y yo grande. Y yo pensando en las noches que le he robado, en la paciencia que le extirpé del cuerpo sin permisos, en todos los años en que no durmió por mi culpa. Y yo sin palabras, sin disculpas que sirvan como bálsamos para después de las peleas, sin razones para enfrentar sus razones.

María Magdalena. Ella con trajes e historias de otros continentes y luces que jamás se han estrellado en otro sitio que no sea su frente. Yo desnuda al tiempo, con miedo, con un miedo terrible a que no pueda devolverle, cuando los necesite, los fragmentos que le pertenecen y que llevo conmigo.

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