Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Los Matías de Buenos Aires

Autor:

Ana María Domínguez Cruz

BUENOS AIRES.— «¿Cómo te llamás?», le pregunté con el deseo de no ser descubierta. «Para qué me preguntás, si vos sos extranjera» —me respondió, convencido de que mi acento había sido fingido—. «Mejor compráme uno de estos», y enseñó una tira de paquetes de chicles... «Son diez pesos», insistió. «Justo ahora no tengo», le dije. De inmediato se levantó de mi lado con su caja en la mano y comenzó a recorrer el vagón. «Me llamo Matías y eso no te sirvió de nada», protestó y retomó en silencio su rutina de venta.

El chico tendría poco menos de 12 años, a juzgar por su tamaño y su rostro, que mostraba rasgos de dureza. Llevaba pantalón oscuro, un abrigo de tonos carmelitas y tenis grises. Como otros niños que he visto, este se dedicaba a vender chicles y caramelos en el Subte, la red del transporte subterráneo en la capital argentina, compuesta por seis líneas (A, B, C, D, E y H) que entrelazan 49 kilómetros de urbe.

Matías camina por los vagones colocando los pequeños paquetes en las piernas de los que viajan sentados. «Si no vas a comprarle, no los toques», me explicaron. «Luego regresará y recogerá los paquetes o el dinero, en caso de que le compren». «Y si llego a la estación en la que debo apearme, ¿qué hago?», inquirí. «Los dejas en el asiento; él los recogerá». Así vi que hicieron los enamorados que iban sentados frente a mí. En efecto, minutos después Matías recogió sus paquetes y continuó con su venta en otros vagones. «Así sucede siempre en el Subte», me aclararon.

El suceso me estremeció, y días después, cuando viajé en la Línea A y no en la B, donde conocí a Matías, pude constatar que esa es una forma de subsistencia generalizada que tienen algunos infantes en esta ciudad. «Cuando vengas a Buenos Aires tienes que endurecer un poco tu alma», me había advertido un amigo. «Hay muchas cosas aquí que en Cuba jamás has visto».

Me costaba creerle. Llegué de noche a la París de Sudamérica y desde el día siguiente no había dejado de asombrarme. Había leído que Buenos Aires tiene magia, y es cierto. Caminas por sus calles y todo te llama la atención, y no me refiero a los grandes centros comerciales al estilo estadounidense, que abundan, ni a los lumínicos gigantes que propagandizan cientos de productos desde lo alto de un edificio.

Son sus colores, sin duda… Te seduce la vista de sus aceras de cuadros, el verdor que encuentras en parques y plazas y también en los balcones de los edificios y en las esquinas, donde abundan ramos de flores multicolores y de raras especies. En invierno, como ahora, Buenos Aires se colma de tonalidades, pues todos llevan abrigos, bufandas, medias y zapatos que no necesariamente combinan entre sí, pues lo necesario es sentir el cuerpo caliente.

El olor a café recién hecho que sale de los múltiples establecimientos que inundan sus barrios, la gran cantidad de alfajores y otros dulces que se venden en los quioscos (de chocolate, de dulce de leche, de fresa y de cuanto sabor imaginable conozcamos) y los vendedores de periódicos y revistas te llenan los ojos mientras caminas por la urbe en cuyos anuncios se asegura que «en todo estás vos».

Sin embargo, la imagen de Matías no me abandona. Sé que no puedo preguntarle por materias escolares o por el último dibujo que hizo o sobre el día en el que, tal vez, jugó en la playa. Él tiene que pensar en otras cosas, más urgentes. «Aspiramos, con optimismo, que con el Gobierno de Cristina —me dicen— se eliminen las trazas de un sistema que no tiene el bienestar de sus niños y adolescentes como una de las primerísimas prioridades de sus políticas».

Y algo se ha hecho ya, he indagado, pues este Gobierno le ofrece una ayuda económica a las familias de mayores carencias con la única condición de que sus chicos asistan a la escuela. Sin embargo, muchos no la tienen en cuenta. Prefieren trabajar y ganar ese dinero para el sustento de sus hermanos más pequeños o, en el más triste de los casos, dárselo a su «dueño» o «dueña», hombres o señoronas que se pueden ver en alguna estación del Subte, fumando o tomando, a la espera de que «sus pibes» les traigan lo recaudado y, de eso, solo les den un porcentaje mínimo.

La experiencia no deja de ser contradictoria, pues cuando bajamos las escaleras de cada estación del Subte nos embriagan los acordes de una guitarra o las notas musicales salidas del saxofón de algún joven que regala su arte a cambio de unas monedas, y los mosaicos en el piso de obras pictóricas reconocidas. Así corremos el riesgo de ignorar que el ruido del tren que llega no solo anuncia la eficiencia y puntualidad de un sistema de transportación que permite aprovechar al máximo el espacio subterráneo de esta ciudad y que se desplacen más de dos millones de personas al día, sino también la posibilidad de ver a Matías y a otros que, sin pensar en los colores, tienen en el impresionante Subte de Buenos Aires su lugar de trabajo.

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