Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Out por regla

Autor:

José Aurelio Paz

Sufro una enfermedad incurable, el despiste. No soy una mata, como algunos piensan, sino todo un bosque. Soy capaz de confundir a un coterráneo con un extranjero y a un artista con el guardaparques. ¿Será el Alzhéimer o una condición genética que profesión como esta agudiza al convertirme en persona pública?

Pero lo más terrible suele sucederme cuando, lejos del terruño, por ejemplo en la capital, alguien que fue mi compañero de aula en la Primaria o esa persona con la que no he tenido una relación constante, me lanza la bola del abrazo y yo no logro hacerle siguiera el más mínimo swing. Mientras comienza su pitcheo de palabras, trato de descubrir de quién se trata, en tanto sonrío y asiento con la cabeza, como vaca perdida en campo de lechuga. No sé si mis ojos delatan mi pánico, pero la jugada perfecta, para poncharme, es que mi interlocutor me espete: «No, pero… ¿a que tú no sabes quién soy yo?».

Es el momento exacto en el que, secretamente, convoco a las 11 000 vírgenes y al cuerpo de babalawos, a Mandraque el Mago y a Clavelito, aquel popular adivinador de los pasados años 50 que, desde la radio, pidiendo que usted colocara un simple vaso de agua sobre el aparato, le prometía predecir su futuro. Incapaz de haber hecho yo un toque de bola inicial con la simple pregunta de «Chico, perdóname, pero ¿quién tú eres?» (por aquello de que me crean con la arrogancia propia de cierto mánager cubano de béisbol), me voy escurriendo hasta esconderme, si es posible, bajo el propio césped del terreno, al no haber logrado pisar base.

Digo esto porque lo sucedido en estos días rompe todo average en mi historia personal. Llegaba yo a visitar al dueño de una famosa paladar moronense, jonronera en olores y sabores como la de Don Papa, cuando pasé a su lado sin saludarle dado que conversaba con una persona. Al recriminarme, jocosamente, por lo que entendía como un acto de descortesía y lo veía yo de educación, al no interrumpir una conversación cuando en estos tiempos nadie respeta un diálogo ajeno e irrumpe estrepitosamente, su interlocutor, que sí es todo un personaje y una gloria de Cuba, estrechó mi mano y me dijo: «¿Tú no me conoces? Porque yo te conozco muy bien a ti. Incluso, no hace mucho me entrevistaste. A ver, ¿quién yo soy?».

Volví a sudar, un vez más, como pelotero cogido fuera de base. Mis ojos comenzaron a girar cual ventanitas de un tragamonedas, en las que uno hala la palanca pidiéndole a Dios hacer coincidir tres manzanitas, tres campanas o tres signos de peso rojos para que el premio salga, con júbilo ruidoso, por la canalita de metal.

«¡Compadre, tu rostro me es muy familiar! —casi susurré—. ¡Eres lo más que yo conozco! —agregué cual súplica para que no fuera sacado del juego—. ¡Pero estoy que no me acuerdo ni de lo que anoche comí! —me justifiqué queriendo que el árbitro de la cordura no me sonara el silbato—. ¡Te lo juro!».

Su batazo final, entonces, me hizo cerrar los ojos, como cuando el contrario te mete un flay que se lleva la cerca y sientes que la bola, a pesar de estar lejos, se te ha clavado en el centro del pecho: «¡Chico, yo soy Roger Machado!».

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