Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El componedor

Autor:

Yoelvis Lázaro Moreno Fernández

Hace varias semanas, mientras organizaba algunos regueros y trataba de darles salida a unos bultos de periódicos que, angustiosamente, han comenzado a sobrar en la estrechez de mi cuarto, divisé por debajo de la tonga grandísima de libros y papeles amontonados, la punta de un trozo de cartón rectangular, con un forro azul que, aunque medio arrugado, todavía permitía leer las tres letras iniciales de mi nombre.

«¿Yoe? No puede ser, qué va», me dije con la sorpresa medio atragantada. Y metí la mano por uno de los extremos del armario, corrí hacia un lado aquella pila de libracos, tumbé la mitad de lo que ya había recogido, uní periódicos viejos con los de hace una semana, junté las revistas Bohemia de una década atrás con unas Sputnik que ni yo mismo sabía que las tenía guardadas y, por azar, volví a ver textos de la carrera que ya daba por perdidos.

Acabé en un minuto con la quinta y con los mangos, pero lo alcancé. «¡Al fin lo tengo, caramba!», asentí con un suspiro hondo para consolarme, mientras me cercioraba de que, en efecto, era mi viejo componedor de Primaria, esa reliquia de alineaciones consonánticas, el mejor de los instrumentos para mis antojos como profesor del abuelo. Y no importaba que ahora lo hubiese encontrado medio ajado, algo mustio en lo último de un escaparatico. El material ya no estaba igual, pero las historias tejidas a su alrededor no se habían estrujado ni un poquito. Vino a mi mente entonces aquello que, quizá hasta por pena o por descuido, jamás había contado.

Resulta que mi abuelo materno era analfabeto, y no le gustaba mucho que se lo mentaran, aunque, a decir verdad, me superaba en casi todo, por más que unos certificados den fe ahora de mi tránsito afectuoso por la academia. No supo nunca qué era ser máster o licenciado; tampoco consiguió comprender el significado de técnico medio o graduado. La miseria del campo en aquellos difíciles años de la seudorrepública, en las décadas del 30 y del 40 del pasado siglo, le bastó para que solo se instruyera en la labranza de la tierra desde que era muy niño. Y ya después, con la Campaña de Alfabetización, no sé a ciencia cierta qué fue lo que pasó, pero no pudo, no lo logró.

Abuelo no era como yo, que rezongo y resabio hasta por gusto, para acabar al final casi siempre riendo. Abuelo podía desternillarse a carcajadas, pero cuando se ponía serio, era serio. Dominaba su hogar y extendía su mandato a los hijos, se interesaba por los nietos mayores y velaba con celo por los que, como este servidor, habían nacido en su propia casa, lo que explicaba su permanente proximidad a mí con un cariño especialísimo.

Cuando empecé la escuela, en más de una ocasión, al llegar al aula, me dije con inocencia para mis adentros: ¿por qué será que abuelo, tan grande, no sabe leer, y yo tan chiquito ya estoy aprendiendo?  Eso fue hasta el día en que averigüé con mis padres y me volvieron a advertir: «Eso a él no le gusta que se lo mienten mucho, y menos con lo viejo que está».

Pero no había manera de que yo disipara mi capricho de muchacho «rebijío» de cinco años. Yo quería enseñarle más allá de contar dinero, y que identificara las consonantes y las vocales, que supiera firmar con su nombre y no verse obligado a dejar las huellas con el dedo.

Recuerdo la tarde cuando, algo escéptico, me pidió que le mostrara para qué servía aquello que yo llamaba componedor. Fue entonces cuando se me ocurrió poner en marcha «mi plan maestro». Me acostaba con él por los mediodías y formaba las palabras que primero me venían a la cabeza y hacía que las repitiera detrás de mí. Se lo indicaba una y otra vez, lo ponía a que él mismo fuera escogiendo las letras. Y ya cuando lo veía riéndose, como quien dice «¿Habrase visto cosa igual?», salía yo con la pregunta que más disfrutaba: «¿Vas entendiendo, abuelo?». Él nunca contestaba, solo me miraba de reojo y espetaba una carcajada a sus anchas.

No digo yo si no voy a colar la mano hasta el fondo para salvar de las polillas ese pedazo de cartón que embarga todavía mis nostalgias. Y lo triste, a esta hora, es que ya nada es igual: ni yo soy el niño del capricho y del componedor recién estrenado, ni nadie se entusiasmará tanto con aquella inocente interrogante.

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