Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Soliloquio de un personaje ficticio

Autor:

Susana Gómes Bugallo

Siempre he sido grande. Y no por el tamaño (quien me ha visto, lo sabe), sino porque me gusta asumir que no debo darles problemas a quienes conviven conmigo y que tengo el sagrado deber de resolverlo todo sola. Casi nunca lo logro, por supuesto. Pero me demoro bastante antes de gritar.

Mi mamá se lo ha creído. Trata de respetar mi personaje. Solo a veces, como niña que le da vueltas a un cake de chocolate, me mira con el ánimo de que «me afloje» y suelta: «Sé que tienes algo, pero como te gusta encargarte de eso, ni te presiono». Y yo continúo con el disfraz de «fortachona». Ella trata de averiguar mediante mil marañas hasta que… me desplomo (caso raro) o le doy la buena noticia de que ya estoy bien, aunque no sea tan cierto.

Siempre he sido grande. No me gusta llorar delante de ella con tal de no generarle un problema (¡y eso que puedo ser ñoña!). Prefiero aguantar «como una mujercita». Me hago la de los consejos, la de la terapia en sentido inverso (de hija a madre), y ya me he ganado ante ella el cartelito de madura. Puedo tener el corazón estrujado y decirle con una sonrisa: «¡No te pongas así, todo va a mejorar!» Y ella me cree más que yo a mí misma.

Así han pasado estos años. Incluso he debido hacer oídos sordos a su constante anhelo de que le escriba algo. Porque sé que si lo hago no podré evitar la confesión. Hace unos meses hasta le dediqué la crónica que un periodista camagüeyano de infinita sensibilidad escribió para su mamá (Mi madre al teléfono, Enrique Milanés León). Ofendida, me dijo que no había visto mi nombre en ninguna página del periódico, y que si ella no era capaz de inspirarme nada, pues que no le regalara lo de otros. No pude responderle. Era tan larga la explicación. Y yo no iba a «entregarme» tan fácil después de siglos de enmascaramiento.

Siempre he sido grande (ya he dicho que aparentemente). Pero hace unos días se me está desdibujando más de lo normal el fantasmal maquillaje. Porque el tiempo y la distancia terminan «pasándonos la cuenta». Sigo esforzándome. Pero ya no es lo mismo. Casi se me han escapado los «te extraño» y los «te necesito». Si bien logro controlarme, cada vez se me dificulta más mantener el personaje invulnerable dentro de esta vida de «adulta».

Aunque es sabido que la famosa «ley de la vida» dicta que con el tiempo cada cual tome su camino y comience otra etapa, no siempre se acatan las consecuencias de estas normas a las que ya deberíamos estar adaptados desde el momento mismo en que nacemos. Incluso me atrevería a afirmar que, ante la verdadera independencia, ante el monólogo irremediable que no da cabida a la presencia de nuestros progenitores, es cuando más se nos «suben a la cabeza» las debilidades, los llantos, las necesidades. Por suerte están los amigos. Por suerte también se puede «aguantar en solitario».

Lo admito. He llorado las distancias. No me adapto. No puedo. De una vez y por todas he comenzado a renunciar a la máscara de la fortaleza. Aunque intento no pensar, aunque trato de no desparramarme en nostalgias, aunque sé que ahora verdaderamente estoy creciendo y debo procurarme el suficiente sustento espiritual… algún fallito se me escapa. No soy la misma. O peor aun: soy la misma.

Sin embargo, ahora ocurre que los años y el ansia de otras aspiraciones me han condenado a dejar para luego algunos sentimientos que acaban «saliéndose» en el momento menos indicado. Y estoy perdiendo mi máscara, se me están olvidando los parlamentos que estudié para mi personaje, casi estoy fuera de la obra.

En el momento menos pensado tendré que abrazarla, darle las felicidades de este año, decirle que la quiero y seguro se me escapará que estoy triste, que no me gusta tanto ser grande, que necesito que me mimen, que no soy ni un tilín de lo fuerte que ella cree, que todo era parte de un personaje. Pero ya me conozco. Siempre he sido grande. Enseguida recapacitaré, recogeré la máscara del piso y volveré a sonreír. «Ha sido una escenita», le diré. Y tal vez mi mamá nunca sospeche que fue la más real de todas las representaciones de mi obra.

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