Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Seroirresponsables

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

El asunto del sida llegó a mis oídos en 1986 a raíz de los primeros casos detectados en Cuba, pero pasó una década antes de conocer directamente a personas en esa situación y me resultó impactante porque se trataba de jóvenes que habían cometido delitos u otras faltas, así que su aislamiento social tenía un doble motivo.

De visita en el sanatorio donde habitaban comprendí que la vida no era corta, como suele decir mi madre, sino frágil: cada persona puede elegir a conciencia si se pertrecha de recursos para prolongarla con calidad y sentido, o si la lleva al abismo en actos disfrazados de libertad y placer.

Fue muy difícil escuchar sus historias, y peor aún la de sus amigos fallecidos, cuyos rostros me mostraban en documentales de unos meses atrás. Pero había ido a aprender y eso hice. Urgido de la necesidad de trascender en una situación que por entonces era una clara «condena» a muerte prematura, aquel grupo aprovechó la visita para darnos herramientas con que organizar la labor de prevención en la Universidad del territorio.

Me llevé folletos, anécdotas, condones… El recurso más valioso, el que perdura hasta hoy, es la certeza de que cualquiera puede caer en ese limbo porque la vía sexual es la más expedita para infectarse y en ese aspecto solemos ser muy vulnerables, tal vez porque dejamos decidir al corazón o las hormonas, y estos tienen la manía de escuchar más al sur que al norte de nuestro ombligo.

La manera en que la epidemia ha progresado en Cuba es dolorosa porque es absurda. La tasa de incidencia sigue siendo baja en comparación con la región caribeña y en los gráficos las cifras totales parecen mantenerse en una suave pendiente ondulatoria, pero la estadística tiene siempre un sesgo de irrealidad.

Con certeza podemos hablar de miles de personas diagnosticadas en casi tres décadas y de millones de pruebas que tranquilizaron —en ese minuto— a quienes las solicitaron voluntariamente o debieron hacerlas, por requisitos de su empleo o para recibir algún servicio de salud.

¿Serán datos suficientes para sentirse a salvo? Aunque pocos, en Cuba hay individuos que saben su condición de portadores del VIH y se niegan a recibir ayuda, para no aparecer en registros de su comunidad. Es su derecho, pero si en su balanza emocional pesa más la privacidad que la vida, ¿puede confiarse en que traten con responsabilidad a sus parejas potenciales? ¿Puede esperarse acaso que lo hagan el resto de los pacientes controlados, quienes reciben atención médica, dieta nutricional, consejería…?

Pensemos que sí. Tengo magníficos ejemplos de personas que decidieron hacer de su condición no deseada un sentido de vida y apuestan cada mañana porque su ejemplo sirva de referente a los demás. Confiemos incluso en quienes establecen nuevas parejas con individuos seronegativos y toman todos los cuidados posibles para protegerles y mejorarse a sí mismos, con la esperanza puesta en otra cura, además del amor.

El mayor peligro, a mi ver, está en la gente serodesconocida: la que nunca se ha hecho una prueba porque desprecia su importancia o por miedo a escuchar una verdad que no le gustaría enfrentar. La que pinchó su dedo una vez y ya se cree inmune. La que prefiere confiar en la cara bonita y la palabra ajena porque si insiste mucho puede perder su gran conquista.

La mayor epidemia es la ignorancia voluntaria, que se ceba en todos los niveles académicos, estratos sociales, edades y géneros; se refugia en nuevos hábitos de liberalidad sexual y vulnera hogares mediante una doble infidelidad, cometida por quien falta al compromiso de exclusividad sexual sin tomar medidas de barrera y también por su pareja, que sabe, pero no exige protección porque eso sería «autorizar más traiciones».

Después de aquella visita al sanatorio he conocido al menos un centenar de personas con VIH. Algunas me quedaban lejos emocionalmente, fueron encuentros casuales o de trabajo que me ayudaron a entender mejor la situación. Otras resultaron muy cercanas a mi cariño, y tras el susto inicial no me canso de pedirles cordura, autocuidado y contención.

Pero hay que abrir los ojos: por cada seropositivo hay miles de serodesconocidos a nuestro alrededor, y buena parte se merece también el cartelito de seroirresponsables: no solo por huir al pinchazo revelador, sino porque se lanzan una y otra vez al desafuero sin importarles si resultan transmisores o receptores del virus, y hasta ambas cosas a la vez.

Sin embargo, prefieren no pensar en eso porque en su ecuación vital pesa más una hora de sexo que media vida de angustias y medicamentos difíciles de combinar.

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