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Brochas rojas manchan la puerta de Europa

Autor:

Enrique Milanés León

Como se esperaba, como se temía, este martes el Parlamento danés aprobó, con 81 votos a favor y 27 en contra, una ley que permite confiscar dinero y objetos de valor a los refugiados y limita la reagrupación familiar en el país. Desde noviembre, la reforma de la ley de extranjería saca chispas sobre el hielo a los diálogos en Dinamarca, porque incluye unas 30 medidas que —parodiando el conocido refrán que avisa estar midiendo y no para ropa— no son para abrigo.

Aparentemente, la disposición solo pretende incautarles a estos migrantes, que alguien tomó por ricos, los bienes que rebasen los 1 340 euros. En realidad, el fin es disuadirlos del salto y lograr que, en su desesperado deambular por Europa, jamás se les ocurra asomarse a sus fronteras.

Tras encendidos borradores, a la postre la «ley de las joyas» permite conservar objetos de valor afectivo, pero según esbozos anteriores los arribantes no lograrían salvar ni sus anillos de compromiso.

Como Dinamarca, Alemania (es increíble ver a la locomotora continental arrebatar, para su avance, «tornillitos» a ciudadanos tercermundistas) también confiscará pertenencias a los refugiados, dizque para pagar sus ayudas. La ley alemana contiene esa prevención que ya aplican los estados federados de Baviera y Baden-Württenberg.

Sin mucho rubor, el mismísimo ministro del Interior de Baviera, Joachim Herrmann, reconoció al diario Bild que los solicitantes de asilo son registrados en los centros de acogida, donde les decomisan las cifras que excedan los 750 euros. En tanto, el Ministerio de Integración de Baden-Württenberg admite confiscaciones concretas, aunque niega que se ejecuten registros sistemáticos.

Con todo y que haya que reconocerle a Angela Merkel —a contrapelo de la reacción y la xenofobia que hoy sacan más uñas— una disposición a acoger extranjeros superior a sus vecinos, la ley de asilo alemana sostiene que los solicitantes solo recibirán ayuda estatal cuando carezcan de ingresos, por lo cual los aspirantes deberán gastarlos hasta ajustar su «solvencia» a los límites permitidos.

El embrollo conduce a anécdotas de puro realismo mágico europeo, como que algunos interesados en regresar a sus países —cansados de esperar en el Berlín sin muro el milagro que no les llega— prácticamente truequen, ante avispados mercaderes, las prendas por boletos de vuelta a sus terruños.

También en Suiza, el país de la exactitud, puede que alguien pierda su reloj «a las menos cuarto». Desde hace más de 20 años, Berna toma medidas de ese tenor. Allí, quienes buscan asilo deben entregar los bienes que superen los 900 euros —los recuperarán si deciden dar media vuelta antes de los siete meses— y, en caso de que consigan trabajo, les será retenido el diez por ciento del salario hasta que acumulen 15 000 francos, la moneda del país.

No importa que instancias de la ONU, políticos opositores y las ONG de diverso signo cuestionen tales medidas. Con todo y la polémica, hace solo días una impasible Noruega mandó de regreso a la frontera rusa a un grupo de refugiados, mientras el Ártico tiritaba unos -30 grados Celsius. ¿Alguien puede dudar de que fue una ruleta rusa facturada por Oslo?

En medio de una avalancha humana que ciertamente ha tensado las sociedades primermundistas —que en buena parte ha sido causada por las políticas de desestabilización ejecutadas de continuo por las viejas metrópolis—, el cuadro del rechazo al extranjero se dibuja con disímiles tonos.

Acaba de «explotar» en las narices del mundo una historia de Middlesbrough, el pueblo inglés donde la empresa Jomast —subcontratista de la multinacional ¡de seguridad! G4S—, encargada de acondicionar viviendas para los pretendientes de asilo, tuvo a mal, porque a bien no fue, pintar todas sus puertas de rojo, con lo que ajustaron la puntería de cuanto xenófobo quiso atacar a los inquilinos. Un ex diputado comparó la práctica con las estrellas amarillas con que los nazis identificaban a los judíos, y se dice que, tras dos años de quejas, ahora, a instancias del Ministerio del Interior, aparecerá al fin otro color de pintura.

En Cardiff, la capital de Gales, que también integra el Reino Unido, se obligó a personas en igual condición a convertirse en diana étnica identificándose con una pulsera plástica roja.

Las anécdotas cambian —alambradas, perros, gases, zancadillas…—; sin embargo, la semilla del mal, esa que muchos ubican solo en el patio de seres barbados y de acento peculiar, parece bastante común. Aunque está claro que el manejo de esta crisis migratoria es harto complejo para todos, también es evidente que poderosas brochas manchan el portón de Europa con los tintes de la vergüenza.

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