Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El Fidel de cada quien

Autor:

José Alejandro Rodríguez

Fidel es patrimonio popular. Anda repartido entre tantos peregrinos que, silenciosos y conmovidos, blandiendo recuerdos, vienen a tributarle homenaje en filas interminables. Fidel, el Atlas que se echó la patria y el mundo sobre los hombros, imanta amorosamente múltiples destinos y alimenta sueños futuros. Cada quien esgrime su Fidel. Y la única condición a cambio es que siga acompañándonos con su vista preclara, en los complejos y sutiles desafíos que se arremolinan ante la nación.

Confesora Rosabal avanza con dificultad. Su rostro, roturado de surcos peleones por la vida. Sus ojos, dos luciérnagas de tristeza. Perdió a su esposo en los combates de Playa Girón, y pudo criar a sus dos hijos gracias a Fidel y a Celia, que tanto la ayudaron. «Él no ha muerto, porque vivió para los pobres, para los humildes. Su gente son los de abajo», musita y hace una declaración de fe: «En lo que yo pueda, en lo que esté en mis manos, no lo dejaré irse».

La fila sigue incesante: todos los pigmentos y edades. Muchos niños con sus padres. Llorosos y contenidos. En las afueras de la base del Monumento al inmenso, el inspirador de Fidel, la gente deposita flores, carteles y pequeños papeles con caligrafías nerviosas de gratitud, dibujos de niños pletóricos de soles y barcos. Predominan en ellos los vocablos: gracias, te queremos, vives...

¿Qué nos vamos a hacer sin Fidel? Ante la pregunta del periodista, Cosinel del Peso, oficial retirado, fundador de la Escuela de Artillería Base Granma, le señala la multitud silenciosa que viene atrás y dispara como ráfaga: «Olvídese de eso. Lo que él sembró en este pueblo va a ser perdurable».

Miguel Enrique Montero se apoya sobre su bastón. Es proyectista, y un accidente del trabajo lo conminó a jubilarse en 1995. «Siempre lo querré. Lo que más me conmueve de su grandeza es la honestidad y la valentía», confiesa.

Vestido de blanco, con sus collares de la regla de Ocha, Juan Carlos Candó Reyes trae un cartel de cartón que dice: «Fidel, te recordaré por siempre… Mi madre te ama. Gracias, Comandante». Lo deposita entre las flores de la entrada y me cuenta que él nació en 1959 en Contramaestre. Su vieja, Adela Reyes Ramírez, tiene 89 años, y por poco se le va... Le pusieron un marcapasos.

«Ese hombre es muy grande. Es el cimiento, la base de este país. Le di la mano dos veces en Santiago de Cuba, y ya con eso me basta».

Unos periodistas buscan rostros notorios, otros perseguimos seres comunes. Pero si Elián González irrumpe, se complacen los dos grupos. En la efervescencia de la juventud, Elián conserva el rostro tierno de aquel niño que conmovió al mundo, vindicado por el coraje de su padre y la determinación de Fidel, en una de las batallas más difíciles y sentimentales de la Revolución Cubana.

De su relación con Fidel, remarca que «fueron momentos inolvidables que siempre estarán en mi corazón. Pero hay dos muy particulares: el momento en que me llamó su amigo en acto público. Después entendí que no era el amigo de Elián, sino de todos los niños...

«Y un segundo momento fue la última oportunidad que tuve para verlo. Yo estaba en camino de decidir mi futuro, qué profesión estudiar. Y por mucho que traté de que me ayudara a elegir, no lo hizo. Esa fue su mayor educación. Es que Fidel nos prepara, nos da los medios, pero no está ahí para decidir por nosotros. Él nos deja que seamos los protagonistas de nuestra vida, que seamos lo que soñamos...

Alguien, en el enjambre de periodistas, le pregunta cómo imagina los próximos años sin Fidel. Y Elián profesa su fe en los cubanos, porque «él nos preparó para este día, nos enseñó, nos llevó de la mano hasta este momento y ahora nos soltó la mano. Ahora somos millones de cubanos que vamos a alzar nuestra voz y vamos a seguir esas ideas».

Discapacitados físicos, personas en sillas de ruedas o con muletas y ciegos se entreveran con frecuencia en la larga fila. Es la gratitud de muchos seres salvados para la utilidad y la virtud.

Entre varios ciegos, Raúl Martínez, con 60 años, me revela que vio hasta los 18, pero recuerda el rostro de Fidel nítidamente. En un recorrido por obras en construcción en 2002, el Comandante le pasó por el lado y lo vio trabajar. Cuando Raúl le pidió saludarlo y hablar con él, fue que se enteró que aquel trabajador era invidente. Y Fidel no salía de su asombro. «Él nos trajo la luz a muchos ciegos», sentencia Geraldina González.

Tin Cremata avanza por la fila con todos los niños-abeja de La Colmenita. Y me confiesa que siempre ha asociado a Fidel con su padre, a quien perdió en la voladura del avión de Barbados. Recuerda como algo extraordinario en su humanismo, el día en que un coro de niños sordomudos le regaló una interpretación de una canción en lenguaje de señas. Tim evoca que vio muy de cerca dos lágrimas en el rostro de Fidel.

Y Danna Barcia, una «abejita» de cinco años, junto a Tin, le reveló a una reportera que traía pintado en la frente el nombre de Fidel, porque no puede abrirse el corazón para guardarlo allí.

Hay hombres así, que se reparten entre millones y perduran. A partir de ahora, Fidel inicia su largo viaje a la eternidad, sin abandonar a sus hijos. Pedro Morales, un señor grueso de mirada ceñuda, advierte que al igual que el Gigante vaticinara aquel 8 de enero de 1959, lo que viene será más difícil.

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