Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Mi abuela Enma

Autor:

Mario Cremata Ferrán

A sus dichosos 80 años un infarto negligente y demoledor ha puesto fin a la vida de mi abuela. Ninguno de sus descendientes alcanzó a intuirlo, pero a juzgar por las señales que nos arroja su conducta en las horas previas, más que presentimiento, Enma Fernández Arner tuvo la certeza de que moriría. Ante mis ojos, tan dramática coyuntura no es más que otra prueba de su proverbial lucidez, de esa luz larga que es patrimonio de unos pocos elegidos.

Todavía no me resigno a hablar de ella en pasado, y tal vez no lo logre. No fui nieto preferido, aunque sí el primogénito y el único de los nueve que, al menos hasta el sol de hoy, siguió su propia senda humanista con dos grandes bifurcaciones en paralelo: el periodismo y la docencia.

Inspirado en su ejemplo intelectual y en el de mi abuelo, desde muy jovencito comprendí cuál sería mi destino, y debía luchar por él. En la hora crucial, solo ella y los más cercanos supieron de mis tribulaciones para lograr que se respetasen nuestras autonomías respectivas. Primero durante mi etapa estudiantil, cuando, celosa guardiana de una honestidad y rigor inmanentes, se apartó de la docencia en pregrado para evitar tenerme en su clase. A contrapelo de tamaña sutileza, para bien y para mal, no me libraría de arrastrar el fardo de la herencia, con la consabida estela de simpatías y antipatías.

¡Cuán difícil continuaba siéndome interactuar en el mismo espacio profesional, no por cuidado de lo que pudieran pensar los demás, sino por respeto a ella y por mi propio prurito! Seguro a mi abuela le sucedía algo parecido. Lo curioso es que no platicamos sobre esto, como si rigiese entre ambos un pacto de silencio previo. En definitiva, cada uno hacía, deshacía y defendía o negaba lo suyo, sin interferencia del otro.

Con este repentino desenlace, muchas cosas quedaron por decirse entre nosotros, y sobre todo por explicarse. En época aún reciente, la rebeldía y ciertos impulsos radicales de mis 30 pasaron la cuenta a la reciedumbre imperturbable de sus 80, «la edad de la impertinencia», como solía apuntar. Aunque a veces me laceró y lacera su franqueza, hoy agradezco la lección con la cual concluyó de forma lapidaria nuestra más importante y franca conversación: «Te entiendo, pero no olvides que esa es tu verdad, y yo te pido que consideres la mía».

Sin embargo, al meditar sobre su ausencia física me tranquiliza que jamás falté a su autoridad, desoí sus consejos o dejé de encomiar, así fuere en silencio, su sapiencia enciclopédica, su extraordinaria capacidad para conjugar los más altos deberes profesionales con la resolución de los más insospechados quehaceres de la vida cotidiana, cuestión en la cual ninguno de sus cinco hijos —ni siquiera mi mamá, que constituye preciado emblema— pudo emularla.

Me consuela que no padeció los dolores e infortunios que el cáncer reservó a mi abuelo; que se mantuviera activa, ofrendando su magisterio hasta el último día en su Universidad de La Habana, en el disfrute del contacto directo con los jóvenes que tanto la colmaron y hoy la lloran. Me complace que, si hubiese sido el caso, no le tocara asistir a la indiferencia y el olvido a que son relegados muchos maestros tan pronto se acogen a la jubilación. Por fortuna, su carácter, su férrea disciplina y constancia le ahorraron esos sinsabores. Sin contar que la asfixiante rutina hogareña, el no sentirse pilar actuante en su escenario natural —cual sostén de una obra que contribuyó a levantar y consolidar—, la habría sacrificado en vida.

Parece mentira que un infarto pudiera derribarla, a ella, tan fuerte, tan plena, tan mesurada y segura de sí... Después de perder hace apenas cuatro años a mi bisabuela, su madre, quien era uno de mis cariños vitales, no sospechaba que esta muerte dolería tanto. Palabras con las cuales definirla, no las hallo, pero se trata de una sensación que supera al desamparo y la indefensión, ya que ella nunca se permitió engendrar bonsáis.

Ahora caigo en cuenta de que nunca le dije a mi abuela Enma cuánto la quería, y tampoco ella lo hizo conmigo. En circunstancias puntuales y distintos niveles, ambos apelamos a otras maneras en el afán de expresarlo. No ignoro que los grados de afecto ni se eligen ni se miden con una lienza. Pero los sentimientos, cuando parten de nuestras entrañas, prevalecen incluso más allá de la ausencia física del ser amado.

Ya dije que no fui su nieto preferido, pero trataré de guardar fidelidad a su legado, por más que me abrume la evidencia de que parte de mi historia fue cercenada de modo abrupto y terminante.

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