Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Yo también soy mamífero

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

Cuando parí, en julio de 1998, una vecina vaticinó que no tendría suficiente leche para contentar a «ese tragoncito de siete libras y media». Apretó mis pechos, arrugó el ceño y conminó a mi madre a hervir biberones y comprar sucedáneos en el mercado en divisa.

La de la «mala leche» era ella, pero ya la doctora Maday me había inmunizado contra esos parásitos culturales que rondan a las madres primerizas: «Ustedes son mamíferos. Ninguna vaca puede dar un alimento mejor para algo que les nació de adentro. No se dejen amedrentar e insistan».

Así hablaba aquella pediatra fabulosa, que acompañó a Lisette, la dulce sicóloga, en los albores de un hermoso proyecto, luego generalizado en todo el país con mucha fuerza: el curso de Maternidad y Paternidad conscientes.

Con gusto fui cada semana al Centro Comunitario de Salud Mental de Regla para aprender a meditar y relajarme durante el parto, controlar el peso, hacer ejercicios útiles para el suelo pélvico y aplicar métodos de estimulación temprana a mi bebé... Todo aquello lo cumplí y vivo orgullosa de sus resultados, pero lo más placentero fue graduarme de «cabecidura» frente a las vecinas y dar la teta a mi hijo por dos años en cualquier sitio, a libre demanda y con feliz complicidad de mi familia (sobre todo a la hora de la novela, porque el nene sonaba más alto que el televisor).

¿Que si me dolieron los pezones? Tanto que a los 13 días se los comió —literalmente— y pasé una semana manando leche rosada. Pero se la daba así mismo, con una cucharita… Gracias a Misleydis, una joven cuyo hijo cumplía un año pronto, mi nene no perdió el hábito de succionar, imprescindible para estimular el desarrollo del cerebro... así que de cierto modo nos debe a ambas su matrícula en Física Nuclear.

Eso de que los varones son más recios al chupar es un mito. En mi caso, y en el de muchas que he visto después, lo que daña las mamas es el exceso de higiene y pudor. Al verme sangrando, Maday me puso el mejor tratamiento: «Déjalas al aire todo el tiempo que puedas, lávalas con la propia leche, vigila que coja toda la areola y dáselas cuando las pida, que él sabe lo que le conviene».

Luego confirmé que la leche varía su consistencia no solo con el tiempo, sino también con las necesidades del bebé: más densa si tiene hambre, más aguada si tiene sed, muy poca si lo que quiere es juego y apapuche… Nuestras glándulas reconocen el tipo de llanto y responden «por instinto» a esa caprichosa demanda. ¡Ni la wifi más lujosa tiene una señal tan eficiente y rápida!

Lo curioso es que esa respuesta se activa incluso con bebés ajenos, y me consta porque meses después de cortarle el suministro a mi hijo pude amamantar a otros críos. Daba gusto verlos caer rendidos con la pancita llena, y sobre todo me animaba la cara de alivio de sus madres, que renovaban con mi testimonio la confianza en sí mismas.

En marzo de 2000 daba clases en una secundaria básica de mi pueblo y llevaba conmigo a mi hijo tras el rato de adaptación para el círculo. Un día pasó una visita «de arriba» y al parecer esos colegas se escandalizaron cuando me vieron lactar delante del alumnado.

Luego supe que en el debate en la dirección la voz más alta en mi defensa fue la de mis alumnas. Años más tarde, muchas de ellas me saludan en la calle y me cuentan orgullosas que ellas también amamantaron más de un año, con lactancia exclusiva los primeros seis meses, porque nunca se les olvidó esa imagen de la profe-mamá.

Por eso aquel curso para barrigonas tiene un lugar de honor en mi curriculum vitae, ¡y ay de quien trate de restarle «catiguria» frente a otros títulos o eventos académicos!

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