Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Cuba en infinitud de abrazos

Autor:

Alina Perera Robbio

He vivido la saga de la sinceridad, la gratitud y el cariño. Eso han sido las visitas oficiales del Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros de la República de Cuba, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, a Rusia, a la República Democrática Popular de Corea, a China, Vietnam y Laos. Así lo sentí tras haber visto de primera mano cada encuentro.

¿En qué patria donde fue posible ayudar no estuvimos?, pensaba esta reportera mientras transitaba por culturas tan diferentes de la nuestra y, sin embargo, tan cálidas en cada recibimiento, siempre recordándonos al gran artífice de la solidaridad y el hermanamiento que hemos tenido y de quien las naciones visitadas, sin excepción, hablaron: Fidel.

Tras haber pasado en calidad de tránsito por un París donde anfitriones del Gobierno y sedes como la de la Unesco nos abrieron las puertas, llegamos a Rusia. Allí Cuba se sintió como en la casa de la infancia, donde habitan luminosos recuerdos. La delegación de la Isla celebró en Moscú el día de la votación en Naciones Unidas contra el bloqueo que pretende asfixiarnos. Los resultados —victoria aplastante a favor de la Revolución— emocionaron, como decía Díaz-Canel, justamente en el seno del pueblo que fue el primero en tendernos la mano cuando el imperialismo pretendió reducirnos al desespero.

Rusia ha sido siempre meridiana en defendernos y acompañarnos en la arena internacional. Se trata de una amistad hermosísima, que pasa incluso por emociones de recuerdos vividos, de costumbres que se intercambiaron a pesar de que ambos pueblos estaban tan lejanos geográficamente —una matrioska bella y pequeña, esperando como obsequio junto a una nota de bienvenida en la habitación del hotel, levantó toda la hojarasca de la memoria: volvían los sonidos de excelentes tocadiscos rusos, la perdurabilidad de tantos objetos hechos en CCCP, las clases de idioma ruso, el cual llegaba hasta los programas universitarios, o el orgullo por tener a un cosmonauta nuestro en la expedición del país de los soviets.

Vladimir Putin habló en términos de alianza estratégica, con naturalidad y entusiasmo. Muchos episodios tocaban el corazón: la visita al Mausoleo de Lenin, en la Plaza Roja; ver una urbe modernísima a través de un corredor de paredes transparentes que está ubicado en el centro de la capital; ir a museos, especialmente al de la Gran Guerra Patria; y ver allí miles de lágrimas de cristal colgadas del techo, en evocación de los caídos. Tantas imágenes en homenaje a quienes salvaron al mundo del holocausto del fascismo.

Luego llegó el momento de ver al pueblo norcoreano: un universo cuyos recibimiento y despedida estuvieron preñados de efusividad y de flores a pesar de un invierno glacial. Allí nos regalaron la música virtuosa, la danza y los aplausos incansables, el respeto por hombres como Fidel y Raúl y, sobre todo, el entendimiento por nuestra resistencia a pesar del cerco imperial —nadie mejor que ellos, levantándose desde un aislamiento absoluto, bloqueados, para reverenciar nuestra vida a pesar de que en 60 años los mandamases del mundo nos han negado la sal y el agua.

Después China, amiga y milenaria, modernísima desde su Shanghái, elegante desde su Beijing, majestuosa desde sus plazas para rendir tributo a los héroes, y casi indescifrable desde su sabiduría sedimentada en lugares como la Ciudad Prohibida. Más adelante Vietnam, cuyos hijos son tan nobles y risueños: primero llegar a Hanoi, una ciudad que no parece ser aquella devastada por la guerra; y después la Ciudad Ho Chi Minh, allí donde están los túneles guerrilleros de Cu Chí —donde los hermanos vietnamitas orquestaron la resistencia más inteligente que el mundo pueda conocer. Y luego Laos, con su elegancia y mundo de maderas preciosas, pero sobre todo con su gratitud por el apoyo que la Isla ofreció en momentos cruciales de liberación.

De vuelta a la Patria, en visita de tránsito por Londres, que se convirtió en visita de trabajo por una agenda llena de encuentros con firmes amigos, llegar hasta la tumba de Marx parecía ser la mejor metáfora de un recorrido en el cual Cuba fue acogida en abrazos y se prodigó en ellos. El Moro, el gran aguafiestas (como se decía a sí mismo el filósofo alemán), quien había abrazado la certeza de que no basta con interpretar al mundo, pues lo importante es cambiarlo, nos hacía evocar su idea, tan vívida en estas horas de viaje al centro de las causas comunes, de que «la felicidad está en la lucha».

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