Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Días en blanco

Autor:

Luis Sexto

Voy a escribir una crónica… ¿Puede el periodista proponérselo? Maestros de mi oficio aseguran que ese género brota: lo inspira la emoción que sorprende al periodista. ¿Será cierto? Y qué conjuros recité yo cuando, apegado a mi turno semanal, escribí en Juventud Rebelde durante tres años aquellas crónicas en primera persona. Nunca falté a mi compromiso. Durante los días previos, pensaba, pensaba, y esperaba, como pescador que ha tirado el anzuelo.

Ahora entrecierro los ojos, y me tienta la nostalgia por aquellos años de intensa prospección en las encrucijadas y laberintos de mi patria. Deseo hoy travestirme como periodista en vivo. Y desandar alguna zona montañosa para volver a nutrirme de vivencias y paisajes. ¿En oriente? Sí. En la Sierra Cristal. ¿O en la de Guamuhaya, en el centro sur del país? Sí, también. Aparte del aire puro y la paz del silencio, extraño el sibilino lenguaje del monte: la rama que se estremece, el pájaro que vuela entre hojas que se deshacen y caen.

De pronto, por allá, los cencerros del arria de Leovilde Mora quiebran ceremoniosamente el zumbido de la manigua. Los mulos suben cargados. El arriero se detiene. Le pregunto por su trabajo. Y se confiesa sentirse orgulloso de subir y bajar, a punto de desbarrancarse, para abastecer de alguna felicidad a la gente de la serranía.

Los mulos ramonean entre los arbustos. ¿Los quiere? Como hijos o hermanos. Y si se le muriera uno… Lo lloro. Y dos lágrimas se le enmascaran entre el azul como cristal de arriba y el verde plural que nos rodea. Uno en fin se conforma. Como con un familiar. Y el periodista apuntó en Bohemia el descubrimiento de aquel personaje sin ínfulas, hermano y padre de las bestias que, con sus cencerros, anunciaban la dicha en los trillos de las alturas orientales: Din, don.

¡Ah!, días de reportero andador. El periodista no sufría entonces de calambres en el ánimo. Hoy por el lomerío. Mañana en Guanahacabibes, donde detrás de cada tronco o por cualquier trillo había historias vacantes como para escribir un libro. (Y lo escribí.) A la semana siguiente, marinero entre pescadores. O historiador junto con historiadores en aquel llano donde el mambisado descabezó una fuerza española.

Todos esos recuerdos sobrevienen cuando ya la brújula de mi vocación no podrá oscilar entre multitud de rutas en la búsqueda de gente amable y humilde. Gente tan modesta que no se percataba de sus valores. Me acuerdo de Lorenza Zambrano. Residía en Santa Cruz del Sur. Ojalá —aunque tal vez sea solo un deseo— siga acompañando a su esposo a bordo del bote donde pasaban meses pescando, entre cayos y mosquitos, en los Jardines del Rey.

La localicé para entrevistarla. ¿Aquí, en casa? En el barco, señora, en el barco. Zarpamos de Santa Cruz del Sur a la mañana siguiente. Entre peje y peje, le pregunto si era tan celosa como para desconfiar de alguna sirena cuando su marido alistaba los avíos. Sonríe casi en secreto. Lorenza aborda el barquichuelo, porque en la casa se aburre.

El cronista jubilado intenta hoy no aburrirse. Cierto: escribo. Pero mis documentos tardan en alcanzar a algún lector con la provocación demorada de un libro. Y caigo en slump. Me pregunto cómo trascenderlo. Un pelotero te diría: Con práctica y confianza en tu tacto. Pero, ahora me percato de que he de proceder como antes de estar jubilado: invoca las ideas, y empieza a poblar la primera cuartilla confiando en que unas palabras llamen a otras para que las demás aparezcan como si el periódico las esperara…

De improviso, el timbre del teléfono. Y la voz de Agnerys Rodríguez Gavilán me reclama: Profe, qué pasa con esa crónica… Ya acabo; enseguida te la envío, mi’ja…

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