Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

¡Abre, que viene el tren!

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

Por fin nos montamos en el nuevo tren. Fue una experiencia que guardaba sus expectativas, lo confesamos, sobre todo por los comentarios que uno escuchaba en la calle y con los amigos. Por la reservación, no viajamos (porque ya no había pasajes) en un coche refrigerado, en el que (algunos friolentos lo aseguran) se debe ir vestido como si fuéramos al Polo Norte. Algo que, por el lado de acá, no se ve mal.

En nuestro caso la ubicación fue en un coche con ventiladores, que tampoco están mal: echan buen fresco y por estos días las temperaturas son agradables. Los asientos —muy importante— tampoco andan mal. Son amplios, uno puede estirarse, voltearse, reclinarse, repantingarse… En otras palabras: el viajante no pasa un curso de sardina enlatada, al menos en ese tren.

A lo anterior se le añade —como se pone en los informes— la correcta limpieza; aunque se debe insistir: el público debe cuidar por lo que tanto se soñó: los papelitos, los «nailitos», por favor, no se echan al piso, en los asientos nadie debe ponerse de rodillas ni nadie tiene que ponerse bravo sino avergonzarse cuando hacen el llamado de atención.

La merienda no estaba mal (un buen pan con jamón y queso, acompañado de un refresco enlatado y frío), la música no era mala (volumen adecuado y nada de esas tonadillas de «Mami, tú eres una loca y deja que te coja porque yo sí…», etcétera).

La inquietud en el viaje (por lo que se pudo ver entre pestañazos) ocurrió después de anunciar, con mucha amabilidad, que llegaríamos pronto a La Habana y que Ferrocarriles de Cuba agradecía a los viajeros haber preferido su servicio. Unos minutos después al pomo le pusieron la tapa porque se sintió un temblor de hierros y el tren se detuvo. La misma voz apareció de nuevo. Pidió que nos mantuviéramos sentaditos y tranquilitos (sic) porque la locomotora se había roto en el kilómetro (adivinen) número 13.

La máquina volvió a funcionar en un tiempo razonable. Pero entre el anuncio y el reinicio del viaje transcurrió un tiempo donde no se dijo nada más, y la angustia, en todas sus manifestaciones, apareció en unas cuantas personas. Y la ansiedad, no lo olvidemos, implica sufrimiento, un percance que en este caso se pudo evitar con la información adecuada. Una mujer graficó la molestia casi con un grito: «¡Ay, ¿por qué no dicen nada?!».

Si nos preguntaran —desde la posición de un simple ciudadano— qué se debe hacer para mejorar el servicio (al menos el de los nuevos coches), diríamos algo aparentemente sencillo: atender los detalles y pensar siempre en el público.

Nuestras terminales piden su actualización a gritos. No se puede brindar una correcta atención al público en un local estrecho donde las trabajadoras del Ferrocarril deben hacer las reservaciones en condiciones de hacinamiento, como sucede en la terminal de Ciego de Ávila u otras que pudieran existir con ese mismo estilo a lo largo del país. Tampoco nadie puede sentirse a gusto si no hay una adecuada oficina de información, ausencia que obliga a someterse a la cola de reservaciones.

Para seguir, mucho menos se entiende que un pasajero deba estar tres interminables horas en la terminal para rectificar su pasaje. Si a esa espera se añade el hacinamiento de las terminales pequeñas, las condiciones estarán dadas para que el acceso al tren sea, literalmente, un abordaje que dejaría chiquito al más rudo de los Piratas del Caribe.

A lo anterior, súmele otra perla. Si usted lleva cuatro horas a la espera de reservar y llegan las 4:30 o 5:00 p.m. … mire: cuelgue los guantes. A esa hora se cierra el sistema informático desde algún lugar —dicen que de La Habana— y se acabó lo que se daba, aun cuando las operadoras quieran brindar el servicio. Así, pues, recoja sus «chelis» y prepárese para la cola del día siguiente con las consiguientes ausencias al trabajo.

El ferrocarril cubano, felizmente, da señales de una anhelada recuperación. Pero las perlas mencionadas aquí, que en ocasiones se convierten en verdaderas piedras en el zapato, deberían apartarse para que los pitazos de la locomotora —y con estos el aviso de abrir las puertas porque viene el tren— sean de verdad un sentido, real y siempre recordado mensaje de felicidad. Como debe ser.

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