Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El eco de los aplausos

Autor:

Enrique Milanés León

Ahora que los cubanos nos aprestamos a transitar nuevas fases en nuestra larga revolución por la vida —que es, en definitiva, el objetivo central de la otra y única Revolución—, desde el Gobierno hasta el hogar más distante la gran pregunta en familia es con qué quedarse y qué cambiar en una ignota normalidad que,  aun sin llegar, ha adquirido aquí y allá disímiles apellidos: nueva, diferente, inédita… incluso se le pudiera considerar «anormalidad» a tenor de algunas prácticas que las muy sabias sociedades modernas estaban simplemente practicando mal.

Resulta que tenemos en las manos el mejor instrumento para esa determinación: los aplausos, porque lo más necesario para los nuevos tiempos que la pandemia nos deja es la claridad de ponderar qué merece el premio de la gente y qué debe desecharse para siempre en la papelera de reciclaje del país con anclaje humano que construimos.

No, esos aplausos que en La Habana acallan cada noche los decibeles del hasta ahora invicto cañonazo de las nueve no deben «desescalarse». Aunque ellos cesaran en apariencia, necesitamos fortalecer como nunca el reconocimiento sostenido a la virtud y a la entrega, ambas salidas con altas notas de su prueba de varios meses y llamadas —como hace todo examen verdadero— a mejorar el panorama cotidiano a partir de la única fórmula infalible de este mundo: con todos y para el bien de todos.

Es muy hermosa esta práctica que no nació en Cuba pero que a mano limpia aplatanamos, bajo menguante y otras lunas, en el surco fértil de nuestra solidaridad. A resultas, pocos renunciaríamos a adjudicarle «paternidad» nacional. «Es cubana —diría cualquiera— porque aquí aplaudimos con alas de tocororos».

En cambio no debe perderse de vista la otra cara del asunto: un aplauso es siempre una elección; no se le da a todo el mundo. Frente al panorama que viene, de perenne vigilancia sanitaria, requerido de disciplina constante y masiva, frente al paisaje económico de contracción de los mercados internacionales y de la intensificación de un bloqueo que, a la vista de nuestros retos, se está afilando los dientes, no queda otra que consolidar también, a las nueve de la noche y a toda hora, el premio al limpio hacer junto con la afinada rechifla a la desidia, el delito, la vagancia y la maldad… perdónenme la redundancia.

La terquísima realidad nos dijo de nuevo que donde hallamos problemas en la contienda colectiva de este enfrentamiento —indisciplinas, robos, desacatos, civismo fallido, insolidaridad, «inapetencia» informativa mientras el mundo se tambalea…— estamos ante casos en que faltan o trastabillan esos valores de los que ya apenas se discute pese a que siguen siendo la eterna «llave de paso» del gran proyecto cubano.

Tenemos un fuerte punto débil —esa sensibilidad ya apuntada— que a cada rato nos saca las lágrimas a la vista de mil gestos altruistas, mas no podemos olvidar que también al interior del archipiélago la batalla es intensa. No se puede soslayar que unos cuantos «han metido», en los bienes del pueblo, esas mismas manos que el grueso usamos para dar palmas, y que con las suyas un criminal sacó de la vida a un policía que nos cuidaba.

El corazón sabe lo que aplaude. Y lo que no. Aunque comenzáramos dentro de poco a pasar en silencio el breve puente del noticiero a la novela, debe quedar intacta la necesidad de sacar del alma, cual volcánica erupción, el agasajo moral a los compatriotas que en cualquier sector, con bata o con botas, sin ocuparse del crédito, se entregan en serio por el bien de sus hermanos. La apertura a los buenos de esa «muralla» guilleniana debe seguir acompañada del firme cerrojo contra quienes quieren imponernos, para su lucro, la ley de la trampa.

Tal deslinde es factible justamente porque somos pueblo activo y creador y no las ovejas dóciles referidas sin cansancio por una contrarrevolución que, escondida al Norte bajo la naranja moña del amo, nos azuza a una batalla entre hermanos que ella no se atreve a dar. La crítica, como el amor a la tierra que pisan nuestras plantas, sigue viva en nosotros.

Más de una vez no aplaudí. Cuando vi que, en ciertos puntos, la ingenuidad o la ligereza llevaron a unos cuantos al sonar de latas, al chiflido, el pito y la «gozancia» contaminando de ruidos el mismo homenaje que pretendían dar, entendí que los guerreros contra la COVID-19 valorarían más mis respetos a capella. Definitivamente, me despediré de la pandemia con la certeza de que algunos no entendieron ni de lejos la esencia de este homenaje: porque hay vidas en juego, toca la poesía ante el gesto; la emoción de la ópera y no la explosión beisbolera.

Como se esperaba, las autoridades elaboraron un plan de «renormalización» amplio y factible, cauto y audaz, pero no estaría completo si no «diera positivo» en los pulmones de aliento, en el cerebro y sobre todo en el corazón de los cubanos.

Frente al espejo, tenemos la misión de tornar socialmente productivos esos aplausos que sacan chispas de luz en nuestro camino como pueblo, porque, contrario a lo que ocurre en un teatro «normal», en este escenario la ovación no hace más que preludiar la obra grande. A mí, en particular, me trajeron especiales sensaciones las palmadas sin mancha de los niños, que en adelante, de tanto ver los índices de sus padres apuntar a buenos ejemplos, regresarán a la escuela y a la vida plena con diez brotes verdes, de esperanza, en sus táctiles yemitas.

¿Y cuando no haya pandemia? Sencillamente tendremos que hacerlo todo mejor. De lo contrario, volvería la COVID-19 o algún pariente siniestro y tendríamos, en medio de otra batalla, que barrer de las calles millones de aplausos perdidos cuales flores secas.

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