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¿Un paraíso bajo las estrellas?

El objeto más grande y más caro jamás puesto en órbita en el espacio, la Estación Espacial Internacional, cumplió 20 años recientemente

 

 

Autor:

Iris Oropesa Mecías

Era ese momento en que los personajes se ponen a divagar en ensoñaciones y el narrador se entusiasma. Soñaban con poner a la Tierra una embajada espacial. Sería, decían, «un guardián que la custodiara de todo cuanto pasaba en sus alrededores» y que de paso fuera el portal hacia el exterior más lejano. Unos dibujaban en sus quimeras que fuera la obra de ingeniería más grandiosa del siglo, y remataban la frase con un gesto grandilocuente, acariciándose las barbas y mirando hacia lo alto. La más grande de la Historia, mejor. El objeto más grande puesto en órbita por seres humanos, proponía otro, llevado de la euforia.

Las piezas serían muy grandes, de toneladas, pero se podrían enviar de una en una y ensamblarlas en el propio espacio. En este punto del ensueño no hay límites. Y una vez lograda la armazón, el planeta tendría una enorme vigilante custodiando sus fronteras en medio del cosmos. 

Lo bueno de todo el asunto es que en realidad no se trataba de personajes de Julio Verne o Isaac Asimov, sino de ingenieros astrónomos de carne y hueso que formaban parte, hace 20 años este noviembre, de la increíble obra humana que fue el lanzamiento múltiple de la Estación Espacial Internacional (EEI).

Múltiple y espectacular

No una, sino 27 veces se envió al espacio alguna pieza metálica gigantesca, con pesos descomunales. Entre ella lo que sería el núcleo de la estación, el módulo ruso Zarya, que viajó por medio de un cohete Protón. Pero una vez terminados los viajes del transbordador apenas comenzaba el sueño, llegaban 12 largos y dedicados años para lograr armar el rompecabezas lejos de casa y con precisión de orfebre.

Estados Unidos y la antigua URSS, las dos potencias en rivalidad histórica por ganar la carrera espacial, enviaban partes de lo que sería la estación, anhelando secreta y a veces no tan sutilmente llevarse la parte más enjundiosa en la obra.

Para 2007 y 2008 llegarían componentes de más naciones, que proclamaban una «democracia» de acceso al espacio: el Columbus —la contribución europea— y un módulo japonés además de varios brazos robóticos canadienses que habían jugado un papel clave en el ensamblado de los distintos elementos. Iba tomando la forma actual la que sería una verdadera casa multinacional de los terrestres más allá de la última frontera.

Una última pieza faltaba en el dibujo conformado, pero el peso era una barrera enorme. Sus cuatro toneladas obligaron a sesiones del Senado y la Cámara de Representantes a lo largo de más de tres años para lograr decidir el lanzamiento de un último transbordador, sobre todo después de que el Challenger, aunque no estaba relacionado con la misión de la EEI, explotara en pleno despegue dejando mal parados a estos vehículos espaciales.

Pero finalmente el espectrómetro capaz de medir la presencia de partículas de antimateria en la radiación cósmica llegaba junto al resto de las piezas ya ensambladas a finales de 1998, para poner la guinda al pastel.

Ya estaba en órbita, a unos 408 km de altura aproximadamente de la superficie de la Tierra, un hogar de mil metros cúbicos habitables, con dos baños, un gimnasio y un ventanal de 360 grados pensado especialmente para las vistas más increíbles, un observatorio a la Tierra y más allá capaz de girar en torno a todo el planeta en apenas unos 92 minutos a 27 743 km/h.

Ahora era necesario una segunda etapa no menos riesgosa: el envío de tripulantes que asumirían la observación científica en rotaciones sistemáticas. Para ello, las Soyuz y las naves Progress rusas transportarían, con tres personas cada vez, a astronautas e investigadores de las cinco agencias del espacio participantes: la Agencia Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio (NASA), la Agencia Espacial Federal Rusa (FKA), la Agencia Japonesa de Exploración Espacial (JAXA), la Agencia Espacial Canadiense (CSA) y la Agencia Espacial Europea (ESA).

Gracias a tal hazaña, desde el año 2000 siempre han habitado al menos dos personas nuestra base de vigilancia y estudio espacial. Pero como todo cuento feliz, los costos no son nada sencillos, ni los resultados escapan de las polémicas.

Problemas en el paraíso espacial

Al menos unas 16 naciones colaboran realmente en el proyecto millonario que es la EEI, incluida la latinoamericana Brasil. La mayoría de las fuentes estiman que a pesar de ello, los costos generales de la estación han superado los 150 000 millones de dólares, calificándola como el objeto individual más caro jamás creado por el ser humano.

No son pocos los que ya han considerado que, a pesar de los estudios científicos que posibilita, el costo astronómico (literalmente) de la estación ha sido un lujo más cercano a la ensoñación y el deseo que a los resultados reales.

Uno de esos críticos, según BBC, es el profesor Lord Rees, prestigioso cosmólogo y astrofísico británico, director desde 1995 del Observatorio Real de Greenwich, en Londres.

«Nadie consideraría la ciencia a bordo de la estación espacial como algo que podría justificar ni siquiera una fracción de su costo total», ha afirmado categóricamente Rees. «Así que tenemos que preguntarnos si la gente estaría dispuesta a pagar por experimentos en la EEI si se tuvieran que financiar en competición con otras investigaciones en el terreno», declaró.

En efecto, una de las principales áreas de investigación de la EEI es la de ver cómo los materiales y los sistemas biológicos se comportan en la microgravedad del espacio. Pero las propuestas de proyectos de experimentación no alcanzaron el nivel entusiasta que se proyectaba en sus inicios.

En 2011 un informe del Consejo Nacional para la Investigación de Estados Unidos destacó que la dedicación de la NASA a mantener su programa de vuelos tripulados al espacio había significado cierta desatención en otros tipos de investigaciones.

A pesar de ello, en el presente la EEI ha dado importantes resultados en el tema de las bacterias, por ejemplo. Pero lo cierto es que los enormes costos de la transportación de tripulantes permanentes han obligado a crear alternativas bastante engorrosas y parecen amenazar los recursos de útiles estudios desde la Tierra.

Para 2001 se creaba la organización independiente y sin ánimo de lucro, el Centro para el Avance de la Ciencia en el Espacio (Casis, por sus siglas en inglés), cuyo objetivo era atraer proyectos de investigación de la comunidad científica estadounidense. Y en años recientes se ha desarrollado la que tal vez sea la salida más criticada de todas: enviar turismo espacial a la EEI.

Los millonarios turistas que han visitado la estación han abierto un debate capaz de dividir a la comunidad astronómica en cuanto a la banalización de la ciencia del espacio y el peligro de desencadenar una tendencia dañina para el ambiente científico en la estación.

Sin embargo, los viajes turísticos han paliado los enormes gastos del proyecto, con viajantes que pagan de su propio bolsillo unos 20 millones de dólares a cambio de un asiento en una Soyuz.

En 2010, el espacio necesario para transportar a los científicos y astronautas obligó a suspender el turismo espacial, pero no se duda que pueda ser nuevamente retomado.

Mientras, los terrestres podemos seguir disfrutando al menos hasta 2030 de las excelentes fotos tomadas desde el mejor portal del mundo, de los resultados de proyectos con un campo de estudio sin igual. Y podremos también seguir mirando al cielo para descubrir que el tercer objeto más brillante en lo oscuro de nuestro cenit, después de Venus y Marte, es una espectacularísima obra de ingeniería creada por el hombre.

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