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Wendy salió volando de esta casa

El cuento que hoy les proponemos en El Tintero forma parte del libro Relojes con miedo al agua, Premio Luis Rogelio Nogueras, 2015, a manos de la autora Sheyla Valladares Quevedo 

Autor:

Juventud Rebelde

Sheyla Valladares Quevedo (Unión de Reyes, 1982) Licenciada en Periodismo. Poeta, narradora y editora. Egresada del Centro Onelio Jorge Cardoso. Tiene publicados los poemarios Lo que se me olvida y La intensidad de las cosas cotidianas, también el libro de relatos Relojes con miedo al agua; de investigación, Confluencias de letras en el éter. Análisis sobre el guion de la radionovela en Cuba; y Dicen los escritores de la Generación 00 ¿Nueva promoción de escritores cubanos?, en coautoría con Yunier Riquenes

Wendy salió volando de esta casa

Esta mañana es la cincuenta y dos que mi madre me repite en la puerta antes de salir de la casa: «Sé feliz». Llevo la cuenta para comprobar estadísticamente cuánto persiste en tentar a la felicidad, en traerla a regañadientes, si es posible, hasta donde vivimos. Mi madre es obstinada, ya lo sé, solo que quiero comprobar cuánto más va a demorar en rendirse.

Yo le sonrío todas las mañanas (es casi una máscara), cuando le devuelvo el beso con el que me despide, y durante los tres pasos siguientes, lo recuerdo: «sé feliz, sé feliz, sé feliz», pero ya al cuarto paso me olvido y sigo a otra cosa porque me agota estar pendiente de un estado tan esquivo.

Quizá logro ser feliz en algún momento del día, pero no me doy cuenta hasta que en la noche, si tengo tiempo antes de dormirme, paso balance a la jornada para poder apuntarlo en mi libreta: día trismuy o conmuy, número tal. Me he dado cuenta de que el trismuy le lleva una pequeña ventaja al conmuy. Debo hacer un trabajo voluntario para tratar de invertir la situación.

En la mañana, antes de asearnos y desayunar, hemos oído uno de los himnos imprescindibles para tener buenas experiencias, según el veredicto de mi madre: «Hoy puede ser un gran día, plantéatelo así, dale el día libre a la experiencia…» y así sigue la cantante española Ana Belén, una de las preferidas de mamá. De tanto escucharla, he terminado por aprenderla, la acompaño a voz en cuello mientras bailamos en la sala tomadas de las manos y nos reímos como dos locas.

Después de este exorcismo puedo comerme el mundo, ponerlo a mis pies, seducirlo. «Nada puede detenerme», dice mi madre. La dejo pronosticando el mejor de los días mientras camino hacia la escuela.

Si fuera tan sencillo poner en orden la vida, mi cuenta de trismuy y conmuy no estaría tan desbalanceada; pero eso ella no lo sabe, y yo la dejo soñar una vida tranquila y blanca para mí.

Mi madre ha sido feliz en dosis pequeñas e intermitentes. La felicidad nunca le ha durado más allá del tiempo en que ha descubierto que lo es. La mitad de su vida la ha consumido intentándolo, sobre todo después del día en que me tuvo en sus brazos. Yo, «su tabla de salvación», como ella dice.

Hace poco encontró mi diario y, por supuesto, lo leyó. Creo que impelida por la advertencia escrita por mí al inicio de la libreta: «Si alguien encuentra esta libreta por favor lea sin pena y devuélvala a su dueña, según consta en los datos posteriores. Se aceptan quejas y sugerencias».

No sucedió nada escandaloso como en las películas en que las adolescentes se acaloran y gritan horrores a las madres por haber invadido su privacidad. Únicamente se angustió un poco al descubrir que no me conocía totalmente. El diario la ayudó a comprobar que yo era más fuerte de lo que suponía, y que puede lanzarme al mundo, aunque yo no pueda comérmelo o seducirlo. Ha descubierto que puedo batirme con lo que vaya saliendo al paso, aunque no pueda vencer siempre.

El diario, a partir de ese día, lo mantengo en la mesita de noche, a la vista de todos. Ya pasó la iniciación. No podía decirle a mi madre desde el principio que tenía uno, pues no hubiera tenido chiste. Llevar un diario supone cumplir una serie de reglas. Número uno: encontrar una libreta bonita; número dos: llenarla de dibujos, recortes de revistas, frases importantes, poemas y canciones; número tres: escribir una buena cantidad de experiencias truculentas y trascendentales de las adolescentes, sean inventadas o no; y número cuatro (la más importante): esconderlo por un tiempo de los ojos de los adultos, pero siempre dando las pistas de su existencia, para que un día lo encuentren sorpresivamente, mientras intentan poner orden en tu cuarto, y pueda ser leído, porque de lo que se trata es de cumplir con este código de las adolescentes. O tienes un diario que es descubierto o no eres auténtica. Al menos eso pensamos mis amigas y yo.

Mi madre adora a mis amigas. Son dos solamente, pero para ella son un ejército y para mí
también. Las invita a la casa y nos pasamos la tarde conversando. Ella las hace reír y sufre una metamorfosis impresionante, pues parece de nuestra edad, y ellas cuentan sus historias y le piden consejos entre risas y rubores. Yo me quedo mirándolas y no tardo en preguntarme dónde se ocultará luego esa explosión de alegría que circula de los pies a la cabeza de mi madre en ese momento.

En esas conversaciones siempre acabamos hablando de cuán enamoradas estamos. Mi madre dice que le complace que tengamos tan buena disposición para amar. Y para llevarnos la mayoría de las veces los desencantos más grandes, diría yo.

Los muchachos y yo no hemos tenido éxito en nuestras confrontaciones, es un territorio hostil del que salgo muchas veces maltrecha y agotada. Por eso me tomo un tiempo en plantearme la siguiente incursión. En cambio, mi madre ha amado mucho. Lo sé porque me lo ha contado y yo la he visto enamorada, si bien hace tiempo no lo está.

Cuando yo era pequeña y vivíamos con mi padre, principalmente los domingos, nos acostábamos a dormir juntas el mediodía. A esa hora yo no duermo mucho, nunca he podido, ni cuando era pequeña y estaba en el
círculo infantil y en cuanto los niños se dormían yo paraba la cabeza y me la pasaba dando vueltas en el catrecito, mirando todo el salón, sobre todo las caras de los durmientes, tratando de descubrir los posibles sueños a partir de los gestos que hacían.

Esos domingos me despertaba primero que mi madre y me entretenía buscando figuras entre las huellas de humedad y lo que quedaba de la cal del techo, hasta aburrirme; después permanecía quieta escuchando los latidos de mi corazón, pero me aburría nuevamente. Era un tiempo feliz.

Pasado un rato, empezaba a preocuparme y le buscaba la respiración a mi madre. Le ponía la mano delante de la boca para comprobar que continuaba viva porque ella siempre ha soltado un silbidito mientras duerme. Pero lo que más me gustaba era poner mi cabeza sobre su corazón, sentir su sonido acompasado, escucharla viva, saber que estaba conmigo aunque estuviera dormida.

Ya no lo hago. Ya no dormimos juntas los domingos ni ningún otro día. Ella duerme sola y yo he crecido. Creo.

 

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