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Amor de novelas

Las bibliotecas se nutren de millones de relatos y poemas que ensalzan a esos amantes obsesivos, quienes toman posesión de la persona amada para vivir entre la depresión del celo y el frenesí de la lujuria

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

El amor es un niño con un arma en las manos.

Carlo Fabretti

Hay algo muy personal en la manera de amar de cada individuo. Algo que se mantiene a lo largo de la vida, aunque la experiencia reclame cordura y el conocimiento te adiestre para identificar situaciones embarazosas.

Sin respetar propósitos o aprensiones, el más universal de los sentimientos se va nutriendo de señales esperanzadoras hasta que desborda la mirada, los gestos o las atenciones hacia el sujeto amado y se hace difícil ocultarlo.

Entonces cada canción y cada hecho especial te recuerda lo bien que te sientes amándole —aunque no lo sepa aún o no lo crea—, y renueva las ganas de verle y de borrar cualquier malentendido provocado por timidez, inseguridad o por ese miedo al futuro que nos dejan ciertos fracasos previos.

Enamorarse implica renunciar en parte a la libertad que se construye en soltería, o a la comodidad de una relación que ya no late, pero sostiene la cotidiana esencia de la vida en pareja. Y renunciar siempre es difícil.

Por eso, como dice el rockero argentino Fito Páez, echarle leña al fuego del amor a veces resulta, y a veces no. El único modo de saberlo es arriesgarse, pero el precio de ese método de ensayo-error suele ser muy alto para las personas involucradas, y hasta para terceras inocentes.

Es aquí donde esa marca personal, ese ADN amatorio que tiene tanto de herencia como de construcción social, toma el mando de la situación y desencadena respuestas a preguntas que a veces ni nos formulamos conscientemente.

No renunciar a nosotros mismos

Decoro, decencia, sentido común… Esperanza, curiosidad, arrebato… Los componentes de ese estado idílico al que cerebro y corazón nos llevan se van trenzando a lo largo de la vida para enseñarnos a reaccionar dentro de un cauce que puede ser justo, enriquecedor, equilibrado… O no.

Algunas personas aman sin estridencias. Pasada la fase inicial de apasionamiento dan pruebas de su sentir con acciones tranquilas y tiernos reclamos, si hace falta. Así logran un nido de seguridad y confianza donde ambos crecen espiritualmente sin angustias, como recomienda la doctora Patricia Arés, experta cubana en temas de familia. Si el amor acaba un día, parten también así, calladamente, y el sufrimiento cede sin dejar cicatrices, abriendo el camino incluso para la amistad posterior.

Desde fuera, puede que no parezca «amor del bueno» porque su fuerza no es tan visible ni vive de actos desgarradores. Y también porque son pocas las historias en la literatura universal que reverencian esos amores equilibrados.

En cambio, las bibliotecas se nutren de millones de relatos y poemas que ensalzan a esos amantes obsesivos, quienes toman posesión de la persona amada para vivir entre la depresión del celo y el frenesí de la lujuria. Amores que nacen fulminantes y mueren entre alaridos, para envidia y placer de sus atónitos espectadores.

Esas historias clásicas bellamente contadas encierran códigos de sumisión patriarcal, de secuestro voluntario y dependencia emocional, sin definir por qué ni cómo una persona adquiere tanto poder en nombre de un sentimiento que, vanagloriándose de sumar, divide o resta.

Ese tipo de amor, cuando escapa al control de la cordura y a los límites del respeto mutuo, degenera en una fuerza nociva que lacera el espíritu de ambos, crea situaciones humillantes y termina ahogándose en su propia manía de excluir vivencias del pasado o prefijar el futuro.

En las terapias de pareja se alerta sobre este modo de amar desde el «sacrificio», que exige dar todo sin esperar nada a cambio y reproduce el mito del príncipe azul o la mujer perfecta como únicos candidatos para una felicidad pensada —¡por supuesto!— solo en el espacio conyugal, al decir del sexólogo español Paco Cabello.

Donde hay dolor no hay amor, y esto es válido tanto para el amante callado como para el más expresivo. El buen amor implica equilibrio, tal como afirma en su libro Las mujeres que aman demasiado, la psicóloga estadounidense Robin Norwood, convencida de que una pasión obsesiva es síntoma de una infancia donde faltó ese afecto conque luego se pretende atiborrar a la persona elegida.

El llamado es entonces a velar por las necesidades de ambos, controlar los diablillos de la desconfianza y desterrar ese aprendizaje que nos coloca por encima o por debajo de la persona amada. Convertirla en nuestro centro o pretender ese lugar en su vida es cariño enfermizo que genera violencia y a la larga se paga con la soledad.

En una relación se crece cuando incorporar al otro no implica renunciar a nosotros mismos. Por mucha afinidad que exista, hay decisiones personales que no se comparten, aunque se consulten: un adulto maduro toma las suyas y estimula a su pareja a hacer lo mismo.

Parece difícil, pero a la larga ahorra frustraciones y reproches, casi siempre fundados. Una independencia respetuosa es mejor almohada para la conciencia, mientras que la obsesión cava su propia tumba… y arrastra con ella al amor de las novelas.

Encuentros

Una romántica desconocida lanzó en nuestra página digital un SOS de admiración a uno de los lectores más asiduos de esta sección. Él escribe muy lindo, pero es obvio que ella sabe «leer» más allá de sus letras. Solo la lluvia y el amor tienen esas maneras tan suaves e imprevistas de llegar, casi sin ruido, a lo que sienten que es su meta en la vida. Me alegro por ambos, y por quienes se inspiren en esta historia para decir lo que no han dicho aún a esa persona que hace un tiempo no sale de su corazón.

La amistad también es puente para vivir ternuras, así que escriban a Laura Elena, lpexpósito@ca.ss.rimed.cu; Geisha, japerez10@est.ucp.pr.rimed.cu; wilmer.rodriguez@umcc.cu; yasser77@ymail.com; Idailis, irodriguezm@ucp.ij.rimed.cu y Malvy —así, sin apellidos—: calle 28 número 1305 entre 15 y Final. Tapaste, San José de las Lajas. Mayabeque.

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