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Expiación

El pasado 30 de abril Alejandro Conde Blanco traspasó las rejas del penal Kilo 9, de Camagüey, abrazó a su pequeño hijo, y lloró de alegría por dentro, muy adentro en esa zona donde se resguardan las emociones capitulares. Afuera tendría que rearmar el rompecabezas de su vida, en busca del tiempo perdido.

«Soy libre de alma, expié mis culpas y estoy de nuevo en la sociedad», me confiesa ahora en su tercera carta a esta columna. Una carta que me había prometido para el día supremo de la libertad condicional. Una carta de caligrafía presurosa.

Sí, porque Alejandro irrumpió aquí por primera vez el 14 de febrero de 2007. No dijo el motivo ni la gravedad de la pena que cumplía por sus propios yerros y torceduras en el camino zigzagueante de la vida. Tampoco me preocupaban como interlocutor, porque siempre miro hacia adelante y tiendo puentes. Porque no creo en la aberración de un ser perfecto, y desprecio las etiquetas, barreras y prejuicios que los humanos interponen muchas veces hacia sus erráticos semejantes, desde cómodas y lineales existencias.

«Lo importante es levantarse», sentenciaba entonces Alejandro con la sabiduría de un filósofo que ya viene de regreso de todos los purgatorios posibles. Transido de un raro optimismo que empequeñecía las cotidianas vicisitudes de cualquier hombre libre «en la calle», el joven narraba sus adelantos en los Estudios Socioculturales en el penal, y elogiaba a sus profesores. Aquilataba muy hondo el empeño de disipar las sombras de las cárceles, con la luz de la enseñanza. Escuelas para la vida, factorías de la regeneración humana.

El 13 de marzo de 2007, aparecía una nueva epístola de Alejandro. Agradecía la revelación de sus líneas en esta sección, por el bien espiritual que le habían proporcionado a él y a muchos otros reclusos. Y porque le permitía «guardarle a su hijo de tres años una especie de legado de cómo su padre se creció para expiar sus culpas y seguir adelante en la vida», como señalara este cronista.

Entonces, contrasté la fe y la voluntad de aquel recluso, con la inercia y abulia de muchas personas que nunca han transgredido una norma ni se han excedido en la vida, pero son incapaces de levantarse por sobre sus propias rutinas, cruzados y mediocres como andan de brazos por el mundo. Esta columna bien sabe de ellos.

La tercera carta, ya en la euforia de la libertad, la escribe Alejandro desde su hogar en Calixto García 40, entre A. Arango y Agramonte, en la ciudad camagüeyana de Nuevitas, bajo el influjo y la degustación de tantas pequeñas y cotidianas alegrías que se aprenden a sopesar más en esa destilería de honduras y grandezas que puede ser el cautiverio.

Me cuenta que al día siguiente de su excarcelación, lo primero que hizo fue desfilar el Primero de Mayo en Nuevitas. Ahora su propósito es laborar como albañil y continuar su segundo año de Estudios Socioculturales.

Hombre agradecido al fin, Alejandro nunca olvidará al teniente coronel Francisco Morales Reina, quien como jefe allí en el penal siempre lo estimuló a abrir su vida a los estudios y a formarse en ese noble oficio de albañil que tanto tiene que ver con erigir y crear, esa otra argamasa de la vida.

Sin personas como Morales y como sus reeducadores Carlos y Cecilia, «no hubiera sido posible darme aliento y confianza en que un futuro nuevo para mí podría ser posible», asegura. Y su agradecimiento supremo es para el Comandante en Jefe Fidel Castro, porque con su noble empeño de convertir las cárceles en escuelas para la vida, le dio la oportunidad de enderezar su destino y ser útil a la sociedad.

No fue Alejandro el primero ni será el último cubano que, aun cuando sus propios errores y excesos lo hayan llevado a prisión, encuentre en este país la comprensión y el afecto, la mano solidaria para darle un noble apoyo.

Habrá siempre cautelosos, insensibles y prejuiciados; no faltarán zancadillas, etiquetas y cartelitos. Más, para decirlo con Silvio, a diario se armarán expediciones por la salvación humana. Solo se necesitan la fe y el corazón como cartas náuticas.

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