Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Un crimen sin nombre

El crimen conmovió a la opinión pública. Lo condenaron los cubanos de a pie y las llamadas clases vivas y, sin exclusión, todos los sectores políticos, desde la oposición hasta el gobierno. Figuras de tendencias tan diversas como Blas Roca, Eduardo Chibás, Ramón Vasconcelos, Carlos Saladrigas y Jorge Mañach se mostraron unánimes en su repudio y también los Veteranos de la Independencia en la voz del general Enrique Loynaz del Castillo. «Este crimen debe ser la culminación de la serie de asesinatos que no debió iniciarse nunca», declaró el doctor Rafael Trejo, fiscal general de la República, y el mismo presidente Grau se reprochaba su tolerancia con los elementos díscolos que abusaban de ella. Hasta los integrantes de los grupos de acción, los caballeros del gatillo alegre, se ofrecieron para esclarecer el suceso. «No segamos vidas inocentes», decía a la prensa Orlando León Lemus, El Colorado, uno de los pandilleros más célebres, mientras hombres y mujeres de todos los credos y posiciones afluían por miles a la funeraria.

El 6 de septiembre de 1946, a las nueve de la noche, el automóvil oficial del doctor Joaquín Martínez Sáenz, senador de la República y ministro sin cartera, se deslizaba sin prisa por la Quinta Avenida del reparto Miramar, cuando se le encimó otro vehículo y tuvo lugar el atentado número 48 desde la llegada al poder del gobierno grausista, el 10 de octubre de 1944. La víctima, sin embargo, no fue el discutido político, sino su hijo, un joven de 16 años que regresaba a su casa luego de pasar el día en la playa y recoger donde un amigo el smoking con que esa noche acudiría a una fiesta. Balas de grueso calibre atravesaron la cabeza del adolescente Luis Joaquín Martínez Fernández, que fallecía una hora después en el Hospital Militar de Columbia.

Móviles

¿Buscaba aquel atentado la eliminación de Martínez Sáenz? ¿Fue la muerte de su hijo una confusión o se procedió así para golpearlo por donde menos lo esperaba? ¿Qué podía impulsar un acto de esa naturaleza contra una figura que no concitaba el odio de sector político alguno? El senador Chibás era el primero en reconocerlo. Afirmó: La actuación pública de Martínez Sáenz no muestra puntos oscuros que lo liguen a negocios turbios con los abastecimientos de víveres, su acaparamiento y especulación ni a otra clase de actividades deshonestas... Como entre Martínez Sáenz y José Manuel Alemán hubo poco antes un conato de duelo, circuló en los primeros momentos el rumor de que empleados de la confianza del ministro de Educación pudieran estar involucrados en el crimen, más cuando se sabía que numerosos pandilleros aparecían insertados en la nómina de su departamento. Pero Alemán fue categórico en su conversación, en la funeraria, con el padre de la víctima.

—Quiero que sepas que lo que se dice de mí en relación con la muerte de tu hijo es una vil calumnia, y que estoy dispuesto, en caso de que alguno de mis amigos haya participado en este asesinato, a ejecutarlo con mi propia mano.

Mientras el ministro de Educación se mostraba dispuesto a aplicar la ley del Talión (ojo por ojo y diente por diente), el presidente Grau, nervioso, preocupado y estremecido por la indignación, se percataba de la necesidad de poner coto de manera drástica a la ola de atentados y, en presencia del ministro de Gobernación (Interior) convocaba a su despacho al mayor general Genovevo Pérez Dámera, jefe del Ejército, y al general de brigada Abelardo Gómez Gómez. Atribuyó los crímenes a la ineptitud reiterada de los sucesivos regentes policiales (cuatro hasta esa fecha) y luego de recalcar la necesidad de situar al frente de dicho cuerpo armado a un jefe implacable y diligente, capaz de poner en práctica medios excepcionales para la represión de tales hechos, se dirigió a Gómez Gómez.

—General, usted asumirá enseguida la jefatura de la Policía Nacional, con plenos poderes...

A esa hora, el mandatario, los rectores policiales, los políticos de uno y otro bando y los pistoleros continuaban pasando por alto un hecho ocurrido también en el reparto Miramar, un mes antes. El 9 de agosto el automóvil del doctor Antonio Valdés Rodríguez, jefe de Comercio Exterior del Ministerio de Estado (Relaciones Exteriores) había sido acribillado con disparos de escopetas recortadas, y por puro milagro su ocupante resultaba ileso. Era el atentado 43 desde el inicio del gobierno de la Cubanidad y, nadie lo sospechaba, tenía una conexión siniestra con la muerte del hijo de Martínez Sáenz. Había, sin embargo, un hombre que sabía demasiado y no demoró en decirlo.

El hacendado y su esposa

¿Qué conectaba ambos atentados? ¿Qué relación había entre estos?

El millonario Enrique Sánchez del Monte se enamoró y contrajo matrimonio con la mujer equivocada, Cruz de los Ángeles Betancourt Horstman. La familia de Enrique, propietaria de los centrales azucareros Santa Lucía y Báguano, en Oriente, desconfiaba de los parientes de la muchacha. El padre de esta fue asesinado por un hermano en Camagüey y el homicida resultó muerto misteriosamente a balazos en Cienfuegos. Otro hermano también había sido asesinado. Además, no existía en la pareja compatibilidad de temperamentos y aficiones. Ella amaba las fiestas y la vida social; él pasaba el tiempo en la atención y el cuidado de sus fincas ganaderas... Se añadía otro inconveniente. Cruz de los Ángeles derrochaba a manos llenas el dinero del marido. Pero esas disensiones, escribía Enrique de la Osa en Bohemia, parecían insignificantes ante la devoción del opulento hacendado por su esposa y sus dos hijas, Dagmar y Pilar. No obstante ser tildado de avaro, Sánchez del Monte accedía invariablemente a cualquier pedido de dinero que ella le hiciera.

A la larga Cruz logró inducir a Enrique a la vida de salón. Las fiestas y recepciones que organizaban en su residencia llegaron a ser muy concurridas y en estas eran habituales Valdés Rodríguez y Martínez Sáenz con sus esposas y se hizo íntima la relación de Martínez Sáenz con el matrimonio.

Cruz se envanecía con los éxitos que le reportaba su belleza y Enrique rabiaba por los celos. De la agresión verbal pasó él a la violencia física y en una de esas querellas le propinó una lesión en la cara que requirió de atención estomatológica especializada. Fue así que ella decidió plantearle el divorcio y Martínez Sáenz y Valdés Rodríguez, socios de bufete, se ocuparon del caso.

Obsesión

Como consecuencia, Enrique Sánchez del Monte debió entregar a su ex esposa unos $400 000 por concepto de bienes gananciales y una pensión mensual de 600, y se vio privado de la guardia y custodia de las niñas. El hacendado se sintió doblemente dolido. Por haber perdido a su esposa y a sus hijas, a las que adoraba, y tener que ceder casi la mitad de su fortuna. Su perturbación alcanzó tal punto que se impuso internarlo en una casa de salud. Una idea fija, obsesiva, se anidó en su mente: los abogados lo habían traicionado, pese a la amistad que decían profesarle, y en combinación con Cruz fraguaron la trama de su ruina.

Tenía 43 años de edad entonces y podía haber rehecho su vida, pero derrumbado moralmente, y presa del desaliento, acarició la idea de renunciar al mundo y terminar sus días en un convento. Añoraba además salir de Cuba, escenario de sus frustraciones, y escribió a varias congregaciones religiosas norteamericanas en procura de informes sobre su posible ingreso en un monasterio, pese a que no era remiso a confesar que no tenía vocación monástica. Como no lo admitieron en ninguno, trató de reconciliarse con Cruz. Sus gestiones en ese sentido también fueron inútiles, aun cuando buscó el apoyo del cardenal Manuel Arteaga, a quien llegó a decir que ella había sustraído joyas que fueron de su madre. Su desesperación se acrecentó cuando las niñas empezaron a rechazarlo. Así, se entregó a la bebida, abrumaba a sus amistades con el relato de sus desventuras y, sin otro camino, incubó la idea de la venganza.

Pero Sánchez del Monte, decía el periodista Enrique de la Osa, carecía de valor para tomarse la justicia por su mano. Y como vivía en un medio social donde el atentado se había hecho costumbre, donde individuos calificados de pistoleros eran retribuidos en la nómina oficial y tenían domicilio público, estimó que algunos de ellos accederían también a la retribución particular.

Final

Buscó intermediarios. Rogelio Herrera, un policía retirado que trabajaba en el buró de investigaciones privadas del ex capitán Arturo Nespereira, lo puso en contacto con Abelardo Fernández, El Manquito, teniente de la Policía del Ministerio de Educación cuando el robo del brillante del Capitolio, y este, a su vez, lo conectó con Román López, un sujeto conocido como El Oriental.

Los muertos serían Martínez Sáenz y Valdés Rodríguez y también Cruz de los Ángeles Betancourt Horstman. Acordaron las tarifas. El Manquito pidió seis mil pesos por la muerte de la mujer. Tres mil por la de Valdés Rodríguez y cinco mil por la de Martínez Sáenz. La muerte del joven Luis Joaquín no se contempló en el negocio. Fue una equivocación.

—Yo traté de evitar el crimen a última hora, pero El Oriental me dijo que me fuera —dijo Sánchez del Monte una vez detenido.

Y El Oriental confesó:

—Fui yo el que disparé contra [el hijo de] Martínez Sáenz. Soy amigo de El Manco, pero Abelardo no tiene nada que ver con esto. Conocí hace tiempo a Enrique Sánchez del Monte y el tipo me hablaba de su problema y de lo que le hizo Martínez Sáenz. Yo me presté a matarlo...

Pero Sánchez del Monte no comentó sus intenciones solo con El Manquito y El Oriental. Lo hizo también con José del Cueto, un amigo de la infancia y compañero de colegio que ocupaba entonces la dirección de la Aduana. Cueto no creyó que Enrique se atrevería a tanto, pero al enterarse de la muerte del hijo de Martínez Sáenz relató toda la historia al presidente Grau, no sin advertirle que ya la conocía el comandante Mario Salabarría, jefe del Servicio de Investigaciones e Informaciones Extraordinarias, que pedía la exclusiva para actuar en el asunto.

Hombres de Salabarría detuvieron a Sánchez del Monte en la puerta del edificio de Galiano 153, donde ocupaba el apartamento 74. No fue una detención; fue un secuestro, pues no lo condujeron a ninguna dependencia policial, sino a una finca donde, durante cinco días y a golpes... de razonamiento, le arrancaron la confesión, que después debió repetir ante el juez instructor. Los otros implicados, incluso el ex policía Herrera, fueron detenidos.

A muchos años de encierro fue condenado Enrique Sánchez del Monte. Cuando salió de la cárcel, mucho después de 1959, volvió a instalarse en su apartamento, y en la entrada de aquel edificio que fue de su propiedad situó un pequeño torno donde hacía pipas y boquillas para tabaco y cigarro que ofertaba por un módico precio.

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