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En tranvía

Varias personas se me han acercado para sugerirme que vuelva sobre los tranvías. En específico quieren saber cómo se operaban esos equipos movidos por tracción eléctrica y que se desplazaban por carriles que no sobresalían de la calle, lo que permitía la circulación de otros vehículos.

Intentaré la respuesta a partir de lo que he leído y me contaron. No soy tan viejo para conocer de primera mano cómo se operaban, aunque vi y utilicé esos vehículos y mi padre, para que tuviera el recuerdo, me hizo fotografiar delante de uno de ellos cuando, a comienzos de la década de los años 50 del pasado siglo, se anunció que dejarían de funcionar. Yo no había cumplido entonces los cuatro años de edad.

Una lenta agonía precedió a su desaparición. El poeta Nicolás Guillén, en una de sus crónicas, aludió a la «parálisis progresiva del tranvía», porque los carros y la infraestructura se fueron deteriorando sin que la Havana Electric Railway Co. acometiera las inversiones imprescindibles para salvarlos. Todo obedecía a un turbio negocio, que enriqueció a los grandes propietarios de la compañía y arruinó a los pequeños accionistas, encaminado a dar entrada a la empresa de los Autobuses Modernos, que trajo aquellos ómnibus de fabricación inglesa, remanentes de la II Guerra Mundial y pintados de blanco, a los que el pueblo no demoró en bautizar como «las enfermeras».

Hubo tiempos en que coexistieron guaguas y tranvías. Las primeras, decía Jorge Mañach en una de sus Estampas de San Cristóbal (1926), por el hecho de no ir sobre rieles, sino atenidas al arbitrio del chofer, daban, pese a lo preestablecido y fijo de su itinerario, cierta impresión de volubilidad y desconfianza, mientras que el tranvía tenía la garantía de sus carriles de rutina. De ahí que este tipo de transporte, decía el escritor, atrajera más a la gente subalterna y de espíritu conservador, que gustan de ir siempre sobre rieles, y las guaguas gozaran de la preferencia de los individualistas a ultranza, de los que gustaban moverse por su cuenta y como les parecía más conveniente.

En los años 30 y 40 del siglo pasado la prensa cubana se inundaba de anuncios como este: «Mande a sus hijos a la escuela en tranvía; llegarán seguros». Y a decir verdad, ese medio de transporte garantizaba entonces un viaje cómodo y feliz. Era el tranvía, decía Guillén en la crónica aludida, el vehículo ideal para el trasiego de gente mesurada, honesta, paciente y sin prisa: el paralítico, el escribiente, el pensionado civil, el jugador de ajedrez... Precisaba el autor de Sóngoro cosongo, que fue uno de nuestros grandes periodistas: «Situábase usted en una esquina y todo consistía en esperar. La calceta, la lectura de Jorge Mañach o la simple divagación sobre temas no urgidos de resolución inmediata... Cuarenta minutos más tarde era usted sorprendido por un timbreteo inconfundible. ¡Ahí estaba el tranvía! Se instalaba usted en su lenta carroza, en su coche democrático, y ya podía dormir seguro de llegar sano y salvo a su destino».

Esa tranquilidad y confianza, sin embargo, desaparecieron con el fluir del tiempo, y el mismo Nicolás escribía en 1950:

«Ahora, amigos míos —precisa reconocerlo con punzante melancolía— las cosas ocurren de modo bien distinto. El tendido de alambres para los trollies ha cedido bajo la acción demoledora de los años y ya no hay viaje sin accidente. Los cables caen a diario, enroscados sobre la calle como finas serpientes, y durante horas y horas permanece el tránsito paralizado en medio de las cuchufletas e ironías de quienes ante el humillante espectáculo aún se muestran con ánimo de reír.

«A esto añádase el peligro mortal que tal contingencia entraña. Si los dos cables se unen y así los pisa el transeúnte, dícese que la catástrofe es fatal, y lo mismo si en esa forma caen sobre la distraída cabeza del viandante. De donde resulta que un medio de locomoción antaño tan sólido, tan constitucional, tan protector del sistema nervioso, se ha convertido en una permanente invitación a la muerte».

El servicio tranviario empezó a paralizarse progresivamente, más en el orden de la eficacia que en el de las utilidades, pues si en 1942, con 521 carros, la empresa que lo operaba recaudó algo más de dos millones de pesos; en 1944, con 420 coches, obtuvo ingresos por más de cuatro millones y medio, y tres años después, con solo 400 vehículos en uso, la recaudación sobrepasó los siete millones.

¿Qué sucedía? Más que de muerte natural, el tranvía moría asesinado en Cuba. Afirmaba la revista Bohemia: «Congestionados hasta el máximo, los arcaicos vehículos dejaban de ser elemento de utilidad pública para transformarse en instrumentos de tortura urbana».

Motoristas

Hace ya muchos años, José María Chacón y Calvo, director de la Academia Cubana de la Lengua y una de las grandes figuras de la crítica erudita cubana, me confesó que había aprovechado los viajes en tranvía entre su casa de la calle I entre 15 y 17, en el Vedado, y el Havana Yacht Club, en la playa de Marianao, y viceversa, para leerse las prosas completas de Francisco de Quevedo, que en los dos tomos de la edición de Aguilar suman casi 3 500 páginas. Hecho que nunca comprendí, porque el sexto y último Conde de Casa Bayona tenía automóvil propio con chofer. En cambio, alguien tan dinámico y vital como Raúl Roa no era remiso a expresar que prefirió siempre la guagua al tranvía y la pelambre descubierta al sombrero.

Esa carroza lenta, constitucional y democrática, era operada por dos motoristas. Uno de ellos, el maquinista propiamente dicho, ocupaba su lugar en la plataforma delantera del vehículo, en tanto que la plataforma del fondo era el feudo del conductor, que es como siempre se ha llamado en Cuba a los que cobran el pasaje. En esa plataforma viajaban asimismo los que tomaban el tranvía para distancias cortas y los que no habían podido hacerse de un asiento. En la plataforma delantera se trasladaban gratuitamente los carteros con las grandes bolsas de cuero en la que transportaban la correspondencia y los policías siempre que estuviesen de servicio, lo que se evidenciaba por el uso de club o tolete.

Entre una plataforma y otra, y a cada lado de un pasillo, corría un cuerpo de asientos dobles, de mimbre, refugio no pocas veces de chinches y otros insectos. Como los asientos estaban dispuestos sobre el motor y los juegos de ruedas, el pasajero quedaba alto con relación a la calle. Esto no era obstáculo a la hora de abordar o descender del tranvía porque entre el fin de los asientos y las plataformas había un peldaño y otro más entre las plataformas y la acera que facilitaban al viajero las maniobras de subida y bajada.

La velocidad no se medía por kilómetros ni millas, sino mediante una escala que iba del uno, velocidad mínima, al nueve, que era la máxima. De ahí que cuando alguien andaba de prisa o mostraba afán por concluir una tarea, se le decía que estaba con los nueve puntos.

El dispositivo que permitía dar velocidad al tranvía, o reducírsela, se hallaba a la izquierda del maquinista, que en caso de urgencia podía también accionarlo a «contracorriente», con lo que hacía que las ruedas se movieran en sentido contrario. El freno, de retranca, se operaba haciendo girar una manivela. Había un pedal frente a su pie derecho. El maquinista lo pisaba cuando debía regar arena sobre los rieles a fin de evitar que el tranvía patinara a causa de la lluvia o por el jabón que, en sus protestas o novatadas, colocaban los estudiantes entre los carriles. Mediante una soga hacía sonar la campana del tranvía.

El maquinista estaba provisto de una palanca de acero con la que movía las agujas que cambiaban la dirección de los rieles. El conductor se ocupaba de los troles, que suministraban electricidad al vehículo, cada vez que perdían contacto con los cables o cuando se cambiaban las agujas.

Paraderos

Una parrilla sobresalía de la parte baja de la careta del tranvía; evitaba que llegasen a las ruedas los objetos que hubiesen podido acumularse en la vía. Al doblar en las estrechas calles de La Habana Vieja, el motorista debía recogerla.

Además de las ventanillas laterales, que lo ventilaban —todos coinciden en afirmar que era muy fresco—, el tranvía tenía otras tres ventanas en su plataforma delantera. Encima de estas y hacia la derecha aparecía una letra, que era la de la terminal o paradero, seguida por un número que indicaba la ruta o línea, y a su lado, en la parte central, otro número que era el de serie del vehículo. Debajo de las ventanas y encima de la parrilla una banderola, con sus colores correspondientes, precisaba el recorrido. Por ejemplo. Ruta L-4. Recorrido Lawton-Parque Central, aunque una vez allí se internaba en La Habana Vieja. Los colores ayudaban a los analfabetos, que eran muchos, a orientarse sobre el tranvía que necesitaban tomar.

Llegaron a circular más de 30 líneas de tranvías en La Habana y sus barrios. Las "V" salían del paradero del Vedado; las "P", del de Príncipe, y las "C", del Cerro, en tanto que las "S" lo hacían de Santos Suárez, y las "M", de Jesús del Monte. Había otras líneas que salían de esas terminales, pero se identificaban con letras diferentes, como las I y las F, que tenían su base en el paradero del Vedado, y la L, que correspondía también a Jesús del Monte. El L-4, Lawton-Parque Central, digamos, comenzaba viaje en San Francisco y 10 de Octubre y, en bajada, llegaba por San Francisco a la Avenida de Acosta, seguía por Concepción, 16, B, Octava, Concepción, 10 de Octubre, Calzada de Monte, San Joaquín, Infanta, San Rafael, Consulado, San Miguel, Neptuno y Monserrate. Y subía por Empedrado, Aguiar, Chacón, Monserrate y Neptuno. Después, Infanta y 10 de Octubre hasta San Francisco.

La terminal de Jesús del Monte se ubicaba en lo que más tarde fue el paradero de La Víbora, y estuvo antes en 10 de Octubre esquina a Madrid. El del Cerro, en la calzada de ese nombre esquina a Primelles. El de Príncipe se hallaba al pie de la loma donde se construyó esa fortaleza, sede de la Cárcel de La Habana durante años...

Todas esas estaciones generaban a su alrededor un gran movimiento de personas y daban vida a muchos comercios. La de la Víbora tenía a su derecha el restaurante-cafetería El Asia; a su izquierda, el café El Recreo, y, enfrente, el café Central, inaugurado en 1906, y por no faltar, además de una sala cinematográfica, El Gran Cinema, y de una tienda de ropa, La Casa Brito, había un almacén de víveres, una panadería y una farmacia, todos con el nombre de San Ramón. Algunos de esos establecimientos existen todavía y se les sigue conociendo por sus nombres originales.

Por cierto, en los altos de un comercio situado frente al paradero, los dueños del Diario de la Marina inauguraron, con ínfulas de gran lugar, un restaurante al que pusieron por nombre Las Terrazas de la Víbora. Enrique Fontanills, cronista social de ese periódico, aquel de los sonoros y costosos «¡Asistiré!» con que solía rematar sus apuntes, le hizo una publicidad fenomenal a fin de imponerlo en la preferencia de los sectores adinerados de la época. Pero el gran mundo le hizo el feo a esa casa de comidas, quizá porque pensó, decía Eduardo Robreño, que era demasiado plebeyo pasar de Belascoaín para comer fuera.

El viajero podía pagar el uso del tranvía en efectivo o con fichas o tickets que adquiría previamente. Los tranvías de Santiago de Cuba, me dicen, disponían de dos contadores, uno para cada forma de pago. En esa ciudad algunas rutas, como la de Vista Alegre-Cementerio, tenían solo una vía y en las cabeceras se movían los respaldos de los asientos y el maquinista cambiaba de plataforma. En los tranvías de Matanzas, me dicen también, los conductores eran mujeres.

En La Habana, donde el primer tranvía eléctrico circuló en 1901, el maquinista podía ser cubano si era blanco, pero la de conductor era plaza reservada a españoles. Privilegio este que erradicó el decreto llamado de la nacionalización del trabajo, promulgado por el presidente Ramón Grau San Martín en noviembre de 1933, que obligó a las empresas establecidas en el país a que fuese cubana la mitad de su empleomanía. Aun así, no fue hasta bien avanzada la década de los años 40 cuando entró el primer negro a laborar en los tranvías.

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