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Mujeres en el Congreso

En Cuba las mujeres llegaron a la Cámara de Representantes en 1936, y al Senado en 1940. El primer proyecto de ley presentado por una mujer al Congreso fue una suerte de reforma agraria que contemplaba el reparto de las tierras rústicas del Estado. Correspondió hacerlo a la villareña Consuelo Vázquez Bello. Hasta 1958 solo en una ocasión se concedió a una mujer la oportunidad de hacer el panegírico de Antonio Maceo en la Cámara, y también hasta esa fecha solo una mujer presidió ese cuerpo, la oriental María Caro Mas. En seis años como senadora, María Teresa Zayas jamás pronunció una sola palabra en el hemiciclo del Senado. Antes de ocupar su curul en la Cámara, Alicia Hernández de la Barca fue delegada a la convención que elaboró la Constitución de 1940, donde solo hubo tres mujeres. Como en esa época estaba recién parida, no era raro que concurriera a aquella magna asamblea con el niño en brazos. Años después, un poco en broma, pero con orgullo, diría a su hijo:

—Eres el único cubano que tomó el pecho en el Capitolio.

El 6 de abril de 1936, al abrirse el período legislativo, seis mujeres hicieron valer en la Cámara sus actas como parlamentarias electas. Fueron Rosa Anders Causse, María Gómez Carbonell, María Quintana Herrera, Balbina Remedios y las ya citadas María Caro Mas y Consuelo Vázquez Bello. Desde esa fecha y hasta 1952 nunca pasaron de seis las mujeres que tuvieron escaños en ese cuerpo durante una etapa congresional.

Entre 1940 y 1952 hubo solo dos senadoras, una de ellas la periodista Mariblanca Sabas Alomá, también embajadora y ministra sin cartera. En 1954 solo una mujer, María Gómez Carbonell, llegó al Senado, y otras dos, ambas por Oriente, accedieron a la Cámara. En las elecciones espurias de 1958 solamente una dama resultó electa al Senado, la ya mencionada Alicia Hernández de la Barca, y tres llegaron a la Cámara de Representantes.

Yo soy la mayor

Un día faltó a la sesión correspondiente el Presidente de la Cámara y también el vice. Tales ausencias las suplía el representante de más edad. María Caro asumió sin prejuicios sus años y dijo: «Yo soy la mayor». Subió al estrado para declarar abierta una sesión que no llegaría a celebrarse por falta de quórum. Ella impulsó una ley sobre la propiedad intelectual que no progresó y en 1938 echó en cara al presidente Federico Laredo Bru el incumplimiento de su promesa de contribuir con 25 000 pesos al sostenimiento de la Escuela del Hogar, de Oriente.

Tampoco se aprobó el proyecto de ley sobre el reparto de tierras estatales de Consuelo Vázquez Bello, hermana de Clemente, presidente del Senado en tiempos de Machado y que en septiembre de 1932 fue víctima de un atentado que le costó la vida. Se dice que la habanera María Antonia Quintana, muy hábil en el debate político, daba colorido a las sesiones de la Cámara por su belleza y elegancia y por su actuación despejada y decidida, y que Rosa Anders Causse, de Camagüey, elocuentísima, fue una de las figuras femeninas más relevantes del Congreso. Esperanza Sánchez Mastrapa, que concurrió como delegada a la Asamblea Constituyente de 1940, llegó después a la Cámara de manos de los comunistas, con los que, una vez allí, no tardó en discrepar. Tanto en la Constituyente como en el Parlamento, Alicia Hernández de la Barca trabajó en favor del niño, la escuela, el maestro y la mujer. En la Cámara propuso una ley que disponía la reforma integral de la enseñanza y otra sobre la creación del servicio social y la orientación vocacional en las escuelas públicas.

Muchos años después diría Alicia Hernández de la Barca: «Me llevan a la Constituyente justamente como representante de la mujer… fui la encargada de redactar la sección sobre el Estado y la familia… Cuando nos reunimos allá en el Capitolio, Grau, que era mi jefe político, me pide que tome partido en ese tema, y como a mí siempre me habían interesado los derechos civiles de la mujer, los sexuales, la igualdad racial, en fin, con todo eso en mente asumí el proyecto… Abordé asuntos muy delicados, desde la educación, la familia; la polémica mayor la suscitó el tema racial y la cuestión de los hijos bastardos».

Poco o nada dirán esos nombres a los lectores de hoy. Aunque a la Hernández de la Barca me referiré más adelante, aludiré ahora, por lo curioso de sus casos, a otras dos legisladoras, la pintora Loló Soldevilla y la ya mencionada María Teresa Zayas.

Renunciantes

A esa última, hija del ex presidente Alfredo Zayas, la eligieron al Senado en dos ocasiones. La segunda vez desempeñó su mandato de principio a fin entre 1944 y 1948, pero la primera lo renunció, en 1942, cuando llevaba dos años en el cargo. Lo ocupó entonces Eugenio Rodríguez Cartas, su suplente, y todo quedó en familia porque era además su esposo.

Ella conoció al que sería su marido en una visita al Castillo del Príncipe, donde Rodríguez Cartas cumplía sanción por el asesinato, en 1917, de Florencio Guerra, alcalde provisional de Cienfuegos. No era ese ciertamente su primer crimen, pues en 1911 y también por asesinato, lo condenó la Audiencia de Santa Clara. Tampoco sería el último: en 1950 cosería literalmente a balazos, en el edificio América, de la calle Galiano, al representante a la Cámara Rafael Frayle Goldarás, hecho que quedó impune, y apenas un año después fue parte principal en el secuestro en La Habana del líder obrero dominicano Mauricio Báez, sacado de Cuba en secreto y servido en bandeja de plata al sátrapa Rafael Leónidas Trujillo sin que nunca se precisara su destino, que es de suponer. Pero esa es otra historia.

El caso es que en aquella visita al Castillo del Príncipe, María Teresa Zayas se enamoró de Rodríguez Cartas y consiguió que su padre, a la sazón en la Presidencia de la República, lo amnistiara. Alguien podría preguntarse cómo un asesino convicto y confeso se las arreglaba para llegar al Congreso de la nación. Así eran las cosas. Las amnistías limpiaban los antecedentes penales y lo demás era cuestión de mover influencias y dinero suficientes. Un acta de representante a la Cámara por el Partido Auténtico en 1950 costaba no menos de 100 000 pesos, cifra nada difícil de recuperar si se salía electo.

Loló Soldevilla fue, parece, una legisladora fecunda, pero se cansó pronto de su labor en el Congreso y renunció a su escaño, que conquistó por La Habana aunque era pinareña de nacimiento.

Se alejó así de la política activa para dedicarse por entero a las que eran sus dos vocaciones: la pintura y el cultivo de las letras. Estaba casada con Eusebio Mujal, el auténtico y luego batistiano líder de la CTC. En tiempos de Batista, y separada ya de su esposo, se desempeñó como agregada cultural en la embajada de Cuba en París. Más tarde —31 de octubre de 1957— ya con otros amores, abrió en 5ta. avenida esquina a 84, en Miramar, la galería Color-Luz. Después del triunfo de la Revolución se quedó en Cuba y publicó un par de libros. Quien esto escribe recuerda, de mediados de los años 60, los paseos de Loló Soldevilla por la calle Obispo, con una vestimenta un tanto estrafalaria y rodeada siempre de un séquito de muchachos de ambos sexos que la trataban casi como a una diosa.

La novia auténtica

También se quedó en Cuba Alicia Hernández de la Barca y desplegó una valiosa tarea en el sector de la educación, en particular en la Dirección Nacional de los Círculos Infantiles. Siendo estudiante universitaria conoció a muchos de los que después serían figuras significativas en el Partido Auténtico, en el que también militó ella. Fue amiga de Ramón Grau San Martín que, a su llegada al poder, en 1944, la nombró subsecretaria (viceministra) de Educación, y desde ese departamento, donde permaneció hasta 1946, fue la colaboradora más eficaz del ministro Luis Pérez Espinós en su campaña de Todo por el Niño. En 1950 Alicia fue una de las gestoras de la ley por la equiparación de la mujer y del matrimonio. Murió en La Habana, con más de 90 años de edad.

En un momento la llamaron La Novia del Autenticismo. Por esa organización política llegó a la Cámara en 1946 y volvió en 1950, mandato este que no pudo concluir porque el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 interrumpió el ritmo institucional de la nación.

Muy joven accedió, como profesora de Matemáticas, al claustro de la Escuela Normal para Maestros de La Habana. La había designado su padrino, el general José Braulio Alemán, secretario (ministro) de Educación del presidente Machado. A la Doctora Carolina Poncet, toda una institución en la Normal, le molestó la juventud de la nueva colega. Comentó entonces la estudiosa del romancero cubano y de la obra de José Jacinto Milanés y Joaquín Lorenzo Luaces, que Cuba era un país de sorpresas y añadió enseguida que no entendía cómo una muchachita tan joven fuera ya catedrática de una escuela como aquella. Alicia respondió que no la nombraron por su edad, sino por sus títulos.

—¿Cuántos títulos universitarios tiene usted?, preguntó Alicia a la Poncet.

—Dos, respondió la aludida.

—Pues yo tengo cuatro.

Era, en efecto, Doctora en Farmacia, en Pedagogía, en Ciencias Físico-Matemáticas y en Ciencias Naturales.

Pese a sus discrepancias con el presidente Carlos Prío, Alicia Hernández de la Barca fue la única mujer que en las horas que siguieron al golpe de Estado batistiano se hizo presente en Palacio para manifestar su apoyo y colaboración al mandatario depuesto. Lo instó a resistir y cuando se convenció de que no lo haría, sugirió, sin éxito, que los parlamentarios se hicieran fuertes en el Capitolio. Al despedirse de Prío y virarle la espalda para siempre, le echó en cara su falta de arrojo con una frase lapidaria.

Le dijo:

—Recuerda que tu madre fue mambisa.

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