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Pregones

Vuelve el pregón a apoderarse del panorama sonoro de la ciudad. Aunque nunca desapareció del todo, perdió presencia a lo largo de las últimas décadas, al punto de que en 1978 un eminente estudioso lo conceptuaba ya como «una reliquia folklórica».

La venta ambulante parecía centrarse entonces sobre todo en las flores. Hoy, a partir de los cambios que se operan en la nación, desde las seis de la mañana hasta más allá de las ocho de la noche, vendedores de todo tipo andan y desandan las calles: heladeros, tamaleros y escoberos con una variada oferta de haraganes, trapeadores, percheros, palitos de tendedera y destupidores de inodoro, sin que falten los que ofrecen panes, mantequilla, queso crema y galletas, turrones de maní, raspadura del trapiche de Guayos, en Cabaiguán, y cremitas de leche, traídas de Camagüey, vocea el vendedor, lo que tal vez no sea verdad. Los floreros aparecen mayormente los domingos. Hay quienes, entre otras propuestas, reparan cocinas de gas y de keroseno, los que ponen fondo a un mueble desvencijado y los que aseguran que echan a andar un ventilador aunque sea de palo. Diligentes, andan también las calles los compradores de botellas, frascos vacíos de perfume, relojes rusos rotos, lavadoras Aurika, refrigeradores chinos, anden o no anden…

Todas las tardes, en el Lawton de mi infancia, pasaba un hombre ya muy entrado en años que vendía torticas de Morón. Todavía lo recuerdo. Decía: «¡Ay, qué ricas las torticas de Morón! ¡A quilo son! ¡Ay, qué ricas las torticas de Morón! ¡Son tentación!». Transportaba las torticas y otros dulces en una caja rectangular cuyos cristales, muy limpios, dejaban ver y hacían más apetitosa la mercancía. Era una vitrina portátil que llevaba en la cabeza y que en el momento de la venta apoyaba en unas patas que se abrían y que llevaba enganchadas en uno de sus brazos.

Hoy, temprano en la mañana y otra vez a la caída de la tarde, pasa el panadero. «El pan de flauta, pan, pan, ¡panadero!». Baja o alza la voz, la hace más aguda o grave, con impulsos y silencios, el galletero de por las tardes: «¡El paquete de galletas!, con sabor a mantequilla… ¡Y el turrón de maní!». Repite satisfecho al haber encontrado el tono deseado para su reclamo, y que a veces es coreado por un grupo de niños.

Aparecen a media mañana los vianderos: habichuelas, aguacates, plátanos burros y machos, malanga, calabaza, frijoles negros y blancos. Trabajan en pareja, uno por una acera, y otro, por la otra, y entablan de lado a lado un diálogo inarmónico y descompasado que, cuando escasea el cliente, lleva a pensar que uno vende y el otro vendedor compra.

Viene el tamalero: «¡Buen sabor! ¡Buen tamaño los tamales!». Llega otro con su «¡Bicarbonato, que me voy!». Y un día sí y otro también, con puntualidad absoluta, el vendedor de cloro. Es la suya una fidelidad tal que el escribidor ha llegado a preguntarse para qué se necesita tanto cloro en el reparto. Pregona el sujeto: «¡Cloro, cloro, cloro! Lo limpia todo, ¡hasta la conciencia!».

Reclamo milenario

El pregón es el anuncio a viva voz de la mercancía que se quiere vender o del servicio que se aspira a prestar. Escribe al respecto Miguel Barnet: «Con el calificativo de pregón denominamos aquellas voces o gritos que expresándose de formas y estilos muy diversos, sirven para anunciar una mercancía o una habilidad manual. Cada mercancía, por ejemplo, puede tener su pregón propio, así como cada vendedor, de acuerdo con su imaginación y su musicalidad puede improvisar pregones de mayor o menor virtuosismo».

En opinión de Cristóbal Díaz Ayala, autor de una monumental historia del pregón musical latinoamericano, ese reclamo pudo haber surgido hace miles de años en el puerto griego del Pireo, en un mercado de Pekín o en la Babilonia de los asirios. «Es más probable que haya ocurrido independientemente en cada gran ciudad de cada gran civilización como producto de una necesidad básica de la urbe; necesidad que deben haber sentido los incas entre las vetustas piedras del Cuzco, al igual que los aztecas en las plazas de Tenochtitlán».

Los primeros pregoneros ponderaron su mercancía e instaron al cliente a adquirirla en la puerta de sus propios establecimientos o entre los productos que en ellos se apilaban. Dieron origen así al pregón comercial. El siguiente paso fue el pregón comercial ambulante, emparentado con el pregón oficial, del que se valían las autoridades para dar a conocer edictos y órdenes, y que se hacía acompañar de un clarín o redoblante para asegurarse la atención del transeúnte.

«Mientras el comerciante in situ de la plaza pública puede o no usar el pregón, el vendedor ambulante depende de él casi exclusivamente», expresa Díaz Ayala. Desde que el hombre tuvo la idea de cargar con un saco de aceitunas para venderlo en las calles de una aldea, ese día nacieron la plusvalía y la publicidad, expone Alejo Carpentier. Y Barnet puntualiza que también en ese momento nació el pregón.

Dice Díaz Ayala: «Verdadero antecesor del logotipo publicitario, de la publicidad organizada, el pregón identifica al vendedor callejero y le distingue y separa de sus competidores. Era la marca de fábrica que identificaba a veces el producto elaborado por el propio vendedor y su familia, sobre todo en el caso de golosinas y dulces, o el producto cultivado en su tierra, como en el caso del agricultor».

Viajeros

Viajeros que en los siglos XVIII y XIX dejaron testimonio de su paso por La Habana, aluden con frecuencia a los vendedores ambulantes y sus pregones.

El colombiano Nicolás Tanco y Armero, quien estuvo en la Isla hacia 1854, elogia un mercado como el de la Plaza del Vapor, que a su juicio es el mejor de la capital, pero apunta enseguida que no es necesario acudir a establecimientos como esos para proveerse de cuanto se necesita en una casa, pues «desde que amanece empieza a recorrer las calles una multitud de vendedores llevando caballos cargados de todo cuanto se puede necesitar; jamás tocan a las puertas, pero van sin cesar gritando de voz en cuello cuanto llevan… Cada vendedor adopta un modo de gritar particular, y se necesita mucha práctica para poder adivinar algunas veces lo que quieren».

Diez años después llega a La Habana la estadounidense Eliza Mc Hatton Ripley, una esclavista sureña que huye de la guerra civil en su país y de la ocupación de su propiedad por las tropas federadas. Adquiere un ingenio azucarero, en Matanzas, y renta una casa en la barriada habanera del Cerro. Hasta allí llegan los vendedores ambulantes; el lechero antes que ninguno, que lleva consigo una pobre vaquita y un rezagado y amordazado ternero, y se hace anunciar con un agudo grito de «leche». Llegan después los vendedores de hortalizas, frutas y aves, con diversos cascabeles, gritos y silbatos discordantes.

Había unos célebres vendedores de percheros que todas las mañanas descendían por la calle Consulado y pregonaban su mercancía con tal fuerza que su grito se escuchaba a casi un kilómetro de distancia. Corrían los años 20-30 del siglo pasado, y por las calles habaneras discurrían floreros —casi siempre gallegos—, dulceros, heladeros, billeteros, organilleros españoles con instrumentos que les traían de Madrid y que alquilaban a tanto por día y en los que hacían sonar pasodobles y zarzuelas.

Refiere un artículo publicado en la revista habanera El Almendares que el pregón constituía una tradición entre algunos vendedores populares como los baratilleros españoles, «que arrastraban la “o” en tono menor recordándonos los melismas del canto llano».

Añade Barnet: «Los baratilleros llegaron a tener un sitio especialmente dedicado a ensayar sus pregones. Era una plaza chica y polvorosa llamada de San Lázaro, donde un entrenador de voces, viejo “gordo y majadero” que había sido baratillero, lograba reunirlos con el fin de enseñarles a decir aretes, sortijas, dedales, hilos de coser, cintas de ribetear, seda de colores…».

No siempre los vendedores ambulantes lo tuvieron todo consigo. Miguel Tacón, gobernador general de la Isla (1834-1838), prohibió los pregones.

A pie

El pregonero, por lo general, hace lo suyo a pie. Esa desventaja se convierte en una ventaja. No puede el sujeto ir más allá de su resistencia física y por lógica se mueve en determinadas zonas de la ciudad. Eso, si bien limita su radio de acción, lo hace habitual en ellas; lo convierte en un personaje casi familiar cuyo paso se espera y a quien se echa de menos si no aparece.

El vendedor ambulante sin facultades para elaborar o entonar un pregón se vale de artefactos disímiles para avisar de su presencia y anunciar su mercancía, como el silbato que acompaña hoy a muchos vendedores de pan.

En mi infancia, el silbato identificaba al cartero. Un cartero de la época vestía pantalón y camisa de caqui con corbata y chaqueta de la misma tela, así hubiera frío o calor. Gorra de plato, una cartera enorme, de puro cuero y el silbato del que ahora se apoderaron los vendedores ambulantes de pan. Los amoladores de tijeras y cuchillos se valían del caramillo para anunciarse, y el heladero, de su campana que hacía sonar mientras empujaba el carrito.

Cada voceador se esfuerza porque su pregón atraiga el interés de quien lo escucha. Que «pegue» o, al menos, lo identifique como vendedor. Así ha sucedido siempre.

El poeta Nicolás Guillén, en una crónica que dio a conocer en 1930, alude a un vendedor de maní que pasaba las noches bajo la fiebre altísima de dar con un canto pegajoso. Cuando creía haberlo logrado, su esposa le bajaba los humos.

Una tarde el cronista se topó con el manisero en el Paseo del Prado y vio cómo la gente le arrebataba los cucuruchos de las manos. El maní no era mejor ni peor; era el mismo de siempre. Sucedía simplemente que el sujeto había encontrado el pregón adecuado. Decía: «¡Al buen maní!». Y los clientes, incluso los que rechazaban el cacahuete, se precipitaban sobre la mercancía porque interpretaban la frase como un augurio de buena suerte.

¡Al buen maní!

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