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Un príncipe ruso en Cuba

No faltan bellas habaneras, para cuya hermosura y elegancia no escatima halagos, que se prenden de su figura. Tiene 22 años de edad. Es rubio, de ojos azules y alto. Muy alto. Tanto que los periódicos anotan que su  egregia cabeza sobresale entre las de su séquito, formado por oficiales que, por serlo, tienen también una elevada estatura.

La visita a Cuba no deja un minuto libre al Gran Duque Alekséi Aleksándrovich Románov (Alejo), hijo de Alejandro II, Zar de todas las Rusias. Camina por las calles habaneras, se divierte en bailes y saraos, se deleita una y otra vez con la exuberante y bien sazonada cocina criolla, visita un ingenio azucarero y una tabaquería. Deseoso de conocer las costumbres cubanas, sigue los pormenores de una corrida de toros y asiste en Marianao a una pelea de gallos. Sale de las cuevas de Bellamar con la cesta de estalactitas y estalagmitas que llevará como recuerdo de su visita y lo impresiona la visión del valle de Yumurí, sobre el que comenta que solo le falta Adán y Eva para que sea el valle del paraíso terrenal. Llora de emoción en el Gran Teatro Tacón, de La Habana, cuando, antes del comienzo de la función, la orquesta del coliseo rompe con los acordes de la marcha imperial rusa, que el gran tenor Enrico Tamberlick entona en la lengua materna de su regio oyente.

Bailes y banquetes

Una multitud curiosa se da cita el 27 de febrero de 1872 para presenciar, desde el muelle de Caballería, la entrada en la bahía de la escuadra imperial rusa, procedente de Estados Unidos, que comanda el almirante Konstantín Nikoláievich Possiert y conforman cuatro fragatas, una corbeta y una cañonera: una flota de unos 200 oficiales y 3 000 marineros. El entonces teniente Alejo (al año siguiente sería nombrado jefe de la Guardia Naval del imperio), viaja a bordo de la fragata Svetlana, la nave insignia de la escuadra.

La Habana se engalana para recibir al visitante. Manda en la Isla el sanguinario Conde de Valmaseda, el Capitán General con mayor participación personal durante la Guerra de los Diez Años en las operaciones contra el Ejército Libertador: una enérgica actuación que se tradujo en exterminio y crimen, y le acarreó el odio del pueblo cubano, que además le reprocharía su nada envidiable vida privada.

Apenas habían transcurrido entonces tres meses del fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina, uno de los crímenes más horrendos de España en Cuba, y al Conde no le había temblado la mano a la hora de firmar la sentencia de muerte del poeta Juan Clemente Zenea. «A la verdad, el Príncipe ha llegado en mal momento —escribe Dulce María Loynaz—, pero no es cosa de darle con la puerta en las narices».

Pronto comienzan los agasajos. El general Francisco de Ceballos, Segundo Cabo de la Isla y gobernador de La Habana, le da la bienvenida en el puerto. En la noche siguiente, Valmaseda le ofrece un banquete en el Palacio de los Capitanes Generales. Se aloja Alejo en el palacio de los condes de Santovenia, en el Cerro, y el contralmirante de la escuadra española en las Antillas lo invita a una comida a bordo de la fragata Gerona, a la que corresponde el hijo de Alejandro II con una comida suntuosísima a bordo de la nave insignia rusa, donde, por otra parte, celebrará el aniversario del ascenso de su padre al trono, acontecimiento que la Cabaña saluda con 21 cañonazos, mientras los barcos surtos en puerto hacen sonar sus sirenas.

Rigodón de honor

Valmaseda invita a Alejo a un baile en el palacio de Gobierno. Escribe al respecto el cronista social del Diario de la Marina:

«A las diez y media llegó Su Alteza Imperial. El Excelentísimo Señor Capitán General y una comisión del Excelentísimo Ayuntamiento recibieron al príncipe Alejo al pie de la escalera de Palacio. Una compañía del primer batallón de Ligeros, que estaba de servicio, con bandera y música, hizo los honores al ilustre huésped, y la música de la banda de Bomberos, colocada en el patio, tocó la marcha imperial rusa mientras Su Alteza subía a los salones, cuyas orquestas lo reciben a los sones del himno real español».

Sigue diciendo la nota que el baile se abrió con un rigodón de honor. Alejo lo bailó con la elegante Condesa de Jibacoa. Valmaseda, con la gentil Rita Duquesne. El Conde de Cañongo, con la distinguida señora de Joaquín de Zulueta. El general Ceballos con la bella Lola Morales de Sandoval. El ayo de Alejo con la esbelta y amable Dolores Pedroso de O¨Reilly, y el capitán Clainer, de la escuadra rusa, con la hermosa Condesa de Romero. Aclara el escribidor que los calificativos los puso el Diario de la Marina.

Acude a Matanzas en respuesta a una invitación del alcalde de esa ciudad. La fragata Svetlana lo condujo a Regla, y allí, luego del homenaje que le dispensaron las autoridades locales, a las que se sumaron las de Guanabacoa, abordó un tren especial que al llegar al paradero de García, ya en la ciudad de los puentes, fue saludado por 21 salvas disparadas desde el castillo de San Severino. Emprendió la comitiva un recorrido por la ciudad hasta llegar a las Alturas de Simpson, donde el Príncipe se alojaría.

El dueño de la casa se adelanta para recibirlo. Detrás viene la esposa, que porta una rica bandeja de plata en la que lleva pan y sal. El visitante se detiene de golpe. El rostro se le ilumina, sorprendido y gozoso, y con una ancha sonrisa premia a la dama que sostiene frente a él la bandeja. Toma Alejo el pan y la sal y toma enseguida la mano extendida de la dama y la besa con una profunda reverencia.

Azúcar cristalina y brillante

La vista al valle de Yumurí cortó el aliento al hijo del Zar de Rusia. El menú de la cena servida en el Ayuntamiento estuvo a cargo de los cocineros de los restaurantes El Louvre y La Diana. Hubo música y un apurado baile de máscaras en el Casino Español. Aparte de la cesta con estalactitas y estalagmitas de las cuevas de Bellamar, llevó el príncipe como recuerdo de Matanzas una fotografía de Sicre con una hermosa vista de la ciudad y el cuadro con las armas de Rusia que bordaron para él niñas del asilo de San Vicente de Paul, institución que favoreció con un importante donativo.

Ya en La Habana, un tren expreso lo condujo a Güines. Visitaría el ingenio Las Cañas, donde, interesado Alejo por la fabricación del azúcar, no cesó de preguntar por el proceso del guarapo para saber cómo este se convertía en azúcar cristalizada y brillante.

El Ayuntamiento de Güines y la junta directiva de la Compañía de Ferrocarriles de La Habana reclamaban cada uno para sí el honor de ofrecer a la llegada el lunch de Alejo. Cuando parecía que no se pondrían de acuerdo, apareció una solución salomónica: El lunch lo ofrecería el Ayuntamiento, pero sería servido en un salón del flamante paradero, preparado y engalanado para la ocasión. Como pasaban las horas y había que volver a La Habana, hubo a las cuatro de la tarde un almuerzo-comida en una mesa de 50 cubiertos puesta con tanta riqueza como gusto. Unas 35 personalidades acompañaban al visitante, entre ellas el Gobernador y los cónsules de Rusia, Estados Unidos y Gran Bretaña.

Aún le faltaba presidir el jurado de una regata internacional que tuvo lugar en la bahía, y en la fábrica de tabacos de Cabañas y Carbajal le obsequiaron un puro «imperial», que Alejo agradeció con una onza de oro.

«Banquetes, bailes. Serenatas, fuegos artificiales y el príncipe encantado, reparte  saludos y sonrisas… También, con tacto y discreción, hermosas onzas de oro», escribe Dulce María Loynaz. Andrés Poey, propietario del ingenio Las Cañas, acepta gustoso el brillante que le regala el príncipe, pero los humildes jóvenes que con sus hachones le alumbraron el camino durante su excursión a Bellamar no le aceptan los cien pesos con los que Alejo quiere congratular a cada uno de ellos y debe el hijo del Zar dorarles la píldora rogándoles que los acepten para que con ellos compren flores para sus novias.

Final

Almirante y jefe de la armada rusa, Alejo tuvo a su cargo, a fines del siglo XIX, la modernización de la flota de su país. Fue destituido cuando Rusia perdió la guerra contra Japón. Se fue entonces a París y se sumió en una vida llena de excesos. Falleció, por la tuberculosis, a los 58 años de edad. No llegó a ver el derrumbe del zarismo.

 

Fuentes: Textos de Dulce María Loynaz, René González Barrios y José A. Quintana.

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