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Vuelve Juan David

El Museo del Humor y la Dirección de Cultura de San Antonio de los Baños convocaron al 32do. Salón de Caricatura Personal Juan David, a fin de incentivar la creación en tan difícil e importante género y rendir justo homenaje a la figura de ese insigne artista.

Hoy, a más de cuarenta años de su fallecimiento, no cree el escribidor que sean muchos los jóvenes y los no tan jóvenes que tengan una idea exacta de quién fue ese hombre que, empeñado en dejar en sus cartones el rosto de su tiempo, legó, en cincuenta años de trabajo, unas 5 000 caricaturas personales y 15 000 dibujos políticos y de sátira social, «una de las obras plásticas—dijo René de la Nuez— más grandes del mundo en su género».

Sus caricaturas se salen siempre de la usual y manida desfiguración del personaje. Puede haber en ellas exageración, pero las distorsiones, de existir, marcan una realidad, acentúan aquellos elementos esenciales que explican al ser humano que representan. No interesaba al caricaturista provocar la risa fácil ni llevar a sus cartones la pose del hombre, sino ir más allá de lo aparente para captar lo profundo de una personalidad.

Ajeno al propósito del dibujante, en los cartones de David los personajes se salvan o se destruyen por sí mismos. Ese es el gran secreto de sus caricaturas. Él lo explicaba muy bien cuando decía que no le importaba captar la nariz rota que todos ven, sino la nariz rota que está por dentro.

Vida de David

Juan David nació en Sitiecitos, en la región central de la Isla, en 1911. Tenía 20 años de edad cuando presentó en Cienfuegos su primera exposición personal. En 1936 se instala en La Habana, y al año siguiente expone aquí por primera vez. Massaguer y Hernández Cárdenas le dan la mano en un medio en el que todos parecían ponerse de acuerdo para cerrarle el camino.

El año de 1945 marca su despegue. A partir de ahí gozará de un reconocimien- to creciente y su nombre se hace familiar fuera de Cuba; trabaja para diarios y revistas importantes y es enviado especial de Bohemia a la Organización de Naciones Unidas cuando Cuba fue elegida para presidir el Consejo de Seguridad. Después de 1959 se desempeñó como agregado cultural en Montevideo —donde fungió además como encargado de negocios— y en París. Y ejerció como profesor de Arte Cubano en el Instituto Superior de Servicio Exterior.

En cinco décadas de quehacer profesional hay una evolución evidente en la línea de David. El estilo geometrizante del comienzo se hará más redondo y pleno. Toño Salazar será una influencia cada vez más lejana, a medida que asimila y hace suyos los estilos de Massaguer y Rafael Blanco, y desde 1950, o un poco antes, David será simplemente David. Decía Raúl Roa: «Mientras más talento creador derrocha, más líneas convencionales ahorra. Tiene estilo propio, suyo, inconfundible, inherente, ínsito, pero tiene también enjundia alusiva y elusiva».

La consagración, sin embargo, no le envaneció nunca, ni le mató el temor del principiante ante la acogida que pudiera tener una obra suya. Decía que jamás daba por terminada una caricatura. De ahí sus muchos cartones de Guillén, Roa, Marinello, Carpentier —algunos de sus personajes—, hechos con el afán de captar otra expresión, otro mundo de los muchos que tiene cada persona, pero también de alcanzar la caricatura definitiva.

«Cuando un niño de cinco años es capaz de reconocer a su padre en una caricatura, se trata de una caricatura lograda», me dijo una vez. Y otra: «Para plasmar gentes e idiosincrasias hay que ensayar hasta encontrar el trazo sintético y preciso que atrape la hondura, la perspicacia, la pillería de una mirada, el gesto amargo, sonriente o brutal de una boca, lo erecto, lo desmembrado o lo satisfecho de un cuerpo».

David, persona

Conocí a Juan David en 1975, en la redacción de la revista Cuba Internacional. Era, desde hacía mucho tiempo, un Picasso de la caricatura, como lo definió Raúl Roa, todo un maestro y, sin embargo, con humildad memorable, acompañaba a este entonces joven reportero a la realización de sus entrevistas, empeño en el que participaba el fotógrafo Ernesto Fernández, con los años Premio Nacional de Artes Plásticas.

Ya en el cara a cara con el entrevistado, David se sentaba en un rincón de la pieza y, sin hacerse sentir, sacaba sus lápices y la libreta de apuntes y fijaba sobre el papel aquellos rasgos de la personalidad de quien debía caricaturizar, su gesto y la expresión de sus ojos. No toleraba que le posaran para la caricatura.

Esperaba a que el personaje se olvidara de su presencia y se proyectara. Luego, cuando ya en su estudio, decidía acometer el cartón que debía entregar a la revista, rompía todos los apuntes previos y trabajaba de memoria. «A medida que se va haciendo la caricatura, decía, se conoce mejor al personaje y, al final, el personaje se parece a su caricatura».

Más que un humorismo político, quiso el caricaturista hacer un humorismo social que reflejara las grandes y pequeñas tragedias del hombre.

En una ocasión propuso a Miguel Ángel Quevedo, director de la revista Bohemia, el proyecto de una sección de humor cubano, no político, y le llevó tres dibujos para que formara juicio. Días después, Quevedo le dijo: «David, el mundo no es tan dramático como lo pintan los humoristas. La sección no va…».

Manejaba muy bien la ironía, pero era un hombre bondadoso. Duro, pero tremendamente susceptible. Altanero a veces, pero tímido. Alegre y angustiado al mismo tiempo, nunca convencido del todo de la eficacia de su obra, e insatisfecho y exigente consigo mismo hasta la exasperación.

Por aquellos días dibujaba con la derecha y pintaba con las dos manos. Lograba en sus caricaturas la integración armoniosa de plástica y gráfica, y trabajaba en sus intromisiones, aquellas pinturas en las que jugaba con la abstracción total para sugerir figuras y paisajes y el hombre asociado a su entorno, y que él definía como autocaricaturas.

La pintura fue otro batiente del yo de Juan David, y no lo llevó nunca, por supuesto, a abjurar de su quehacer como caricaturista y dibujante, con todo lo que de arte menor ven mucho, erróneamente, en una caricatura. Le pregunté una vez si prefería ser reconocido más como pintor que como caricaturista, y su respuesta fue rotunda: «Me gusta ser el artista Juan David».

Hablábamos un día sobre Fernando Ortiz. Yo debía escribir un artículo sobre ese sabio cubano de quien David fuera muy amigo y pedí su testimonio al artista. Dijo algo que me impresionó. Recordó que pocos años antes de su muerte, don Fernando le había dicho: «Tengo más de veinte libros en la cabeza, pero temo que la vida no me alcance para tanto». David estaba sentado en el butacón preferido de Ortiz. El autor de Una pelea cubana contra los demonios se lo legó como recuerdo.

A David tampoco la vida le alcanzó para hacer todo lo que tenía en mente. No pudo terminar su historia de la caricatura cubana ni llegó a ver impresos los libros en los que recogió sus cartones de Guillén y Carpentier. Tampoco pudo concluir una proyectada recopilación de su obra que aparecería bajo el título de Seres que he visto.

La salud le jugó una mala pasada. Había dejado de fumar, pero la disnea no le daba tregua y un cansancio espantoso ahogaba sus mejores deseos. Aun así, proseguía con sus caricaturas en la prensa, mantenía su cátedra de Arte Cubano y acometía el que sería su último gran cartón: una caricatura del autor de Guernica destinado al Museo Picasso, de Barcelona.

Tendría la alegría de participar en el homenaje nacional que se le tributó por sus 70 años. Después viajó a Bulgaria, invitado como jurado al
certamen del Museo del Humor en Gábrovo, y en Sofía presentó una muestra de sus caricaturas de Guillén. Regresó herido de muerte. La falta de aire se le hacía angustiosa y mientras los médicos la achacaban a un recrudecimiento de su dolencia cardiaca, se descubrió el mal inevitable: un cáncer de pulmón que lo mató en pocas semanas. Corría el año 1981.

Un día le preguntaron cuál quería que fuese su epitafio. Meditó durante unos minutos. Dijo al fin: «Juan David amó mucho la vida y lamenta el retiro».

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