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Paseo de Tacón

Pocas calles habaneras han variado tanto su denominación como esta. Si el capitán general Miguel Tacón impuso su nombre al Gran Teatro, a la Cárcel Nueva y al mercado de la Plaza del Vapor, construidos todos durante su mandato (1834-1838) es de suponer que se lo asignara también a este paseo. Alameda de Tacón le llamaba en 1860 el historiador Jacobo de la Pezuela. Se le denominó asimismo Paseo Militar y luego Paseo de Carlos III. En 1902, instaurada ya la República, el Ayuntamiento habanero le despojó de su nomenclatura tradicional para darle el nombre de Avenida de la Independencia, hasta que en 1936 a propuesta del historiador Emilio Roig, se le llamó Avenida de Carlos III. 

Tras los sucesos del 11 de septiembre de 1973, en Chile, recibió el nombre de Salvador Allende, denominación que, como la de Avenida de la Independencia, no arraigó en el cubano de a pie. Algo similar a lo que sucede con las calzadas de Reina y Monte, cuyos nombres oficiales son Simón Bolívar y Máximo Gómez, respectivamente. Nadie los usa como tampoco nadie llama Varela a Belascoaín, Zenea a Neptuno ni Brasil a Teniente Rey… Pese a que no es su nombre oficial, Carlos III sigue siendo Carlos III, lo que se reafirmó en los pasados años 90 al adjudicársele ese nombre a su plaza o mercado. 

Una estatua de Carlos III se emplazó en 1836 a la entrada de Paseo y por ahí empezó la cosa.

Dicha estatua de mármol, obra del escultor español Cosme Velázquez, se erigió originalmente en 1803, el 4 de noviembre, día del cumpleaños del monarca, en el lugar donde se emplazaría la Fuente de la India. Se retiró del Paseo en una fecha que el escribidor no localiza, —pero debe haber sido en los años 60 cuando se le dio «de baja» a otras estatuas— y se conservó durante años en el Museo de la Ciudad hasta que se colocó en un lateral de la Plaza de Armas.

Útil y bello

El plan de embellecimiento de la ciudad concebido, por órdenes de Tacón, por el ingeniero Mariano Carrillo de Albornoz contemplaba la construcción de un buen y hermoso paseo que sirviera de esparcimiento a los habaneros y procurara un mejor acceso al castillo del Príncipe, fortaleza construida entre 1767 y 1779. Hasta ese momento llegar al Príncipe desde lo que ahora se llama La Habana Vieja era un infierno. Se imponía, dice Emilio Roig, dar un rodeo por el camino de San Lázaro y las canteras o aventurarse por un terreno bajo y cenagoso, imposible de transitar en épocas de lluvia.

La nueva alameda satisfacía ambas necesidades. Por un lado, acortaba las distancias y mejoraba las condiciones de vida de la tropa acantonada en el Príncipe, y por otro, la ciudad empezaría a beneficiarse con un «paseo de campo», donde podría respirarse un aire puro y libre y que con sus árboles, jardines, fuentes, cascadas y estanques propiciaría una atmósfera «fresca y agradable» que complacería a la concurrencia, siempre numerosa, particularmente en los días de fiesta, escribía el propio Tacón.

La nueva vía se iniciaba en la intersección de la calzada de San Luis Gonzaga (Reina) y Belascoaín, atravesaba los sitios llamados de Peñalver y seguía en línea recta hasta el Príncipe para una extensión total de 1 200 metros y una anchura de 51.

Camino del cementerio

El paseo original contaba de tres calles divididas por cuatro filas de árboles, con bancos de piedra en los intermedios de las calles laterales, mientras que la central permitía el paso de los carruajes. Lucía la alameda cinco glorietas o rotondas con verjas y asientos circulares y adornadas con pinos, y dejaba ver a intervalos columnas y estatuas.

De esas últimas llamaba la atención la de Esculapio, el dios griego de la Medicina, colocada en la última glorieta, situada al comienzo de la calzada de Zapata, único camino existente entonces para llegar al cementerio de Colón. Era como una burla. El médico despedía al paciente que no pudo salvar.

Lógico es que el paseo se transformara a lo largo de los años, pero en 1955, dice Emilio Roig, fue víctima de un lamentable desaguisado urbanístico: su arbolado, antiguo y frondoso, fue arrancado sin piedad, dando a la avenida un tristísimo aspecto de lugar yermo, pese a los raquíticos arbolitos que en ella se sembraron después.

Se le despojó de algunas columnas —muchas de sus estatuas y fuentes ya habían desaparecido pues la depredación de monumentos y áreas públicas, ahora recrudecida, no es sin embargo un fenómeno del todo nuevo en la vida habanera—. Algunas estatuas pudieron ser restituidas en 1956, y al año siguiente se hizo más ancha la vía desde Infanta hasta el pie de la loma del Príncipe, una ampliación que motivó la destrucción de la antigua y bella reja ornamental de la Quinta de los Molinos.

Un dato poco conocido. Hubo un cementerio en la falda de la loma del Príncipe. Se abrió en 1833, en los días de la primera epidemia de cólera y se clausuró en 1855. Y por la misma causa otra necrópolis se improvisó en lo que hoy sería la intersección de Carlos III y Ayestarán.

Calle sin vocación

Si Obispo, San Rafael y Monte son en lo esencial calles comerciales, y Paseo o 17, en el Vedado, lo son eminentemente residenciales, Carlos III carece de un perfil acentuado como no sea el de servir de enlace rápido entre La Habana del centro y el Vedado. 

Es de las que Jorge Mañach llamaría calle «sin vocación». Todo parece caber en ella. Coinciden allí las grandes mansiones, como la del senador Alfredo Hornedo, hoy casa de cultura de Centro Habana, y viviendas populares, y, sobre todo, en los portales de la acera de los nones los cuentapropistas no parece querer dejar espacio libre con la mercancía que revenden.

En esta vía radicó la sede del Partido Socialista Popular y el edificio de la Compañía Cubana de Electricidad, hoy Ministerio de Energía y Minas. Dos escuelas universitarias. Una funeraria…  Estuvo allí la fábrica de Pepsi Cola y el periódico Alerta, que en enero de 1959 dio cabida a la redacción y los talleres del periódico Revolución. Asimismo, el hospital erróneamente llamado de Emergencias, y la sede de la Sociedad Económica de Amigos del País, edificio sereno y majestuoso, con un delicioso patio central y una biblioteca de más de 300 000 volúmenes, ocupado hoy por el Instituto de Literatura y Lingüística. En ese inmueble se velaron en 1969 los restos de Fernando Ortiz, el llamado tercer descubridor de Cuba.

De sus restaurantes, sobresalía Las Avenidas, en la esquina con Infanta, célebre por sus filetes de cordero. Unos diez bares y cafés se consignan, a lo largo de Carlos III, en el Directorio Telefónico de 1958, entre ellos, a la altura de la calle Luaces, La Antigua Chiquita, bar-restaurante, panadería, dulcería y expendio de víveres y licores finos, famoso por las galletas con tasajo que obsequiaba a los bebedores como «saladito», ahora llamado tapa.

Comienza Carlos III con el Gran Templo Nacional Masónico, en la esquina con Belascoaín, y antes de terminar, ante las faldas del Príncipe, como ya se dijo, deja atrás la Escuela de Estomatología de la Universidad de La Habana, y el espacio de la Quinta de los Molinos, concebida durante el mando del capitán general Miguel Tacón, y a iniciativa suya, como casa de veraneo de los gobernadores generales y lugar donde estos, una vez cesado en su cargo, pudieran esperar el retorno a España.

Un sitio verdaderamente paradisiaco con sus jardines, aviario, espejos de agua… pero cuya casa principal no era propia para la primera autoridad de la Isla. Una residencia relativamente modesta si se le compara con las regias mansiones existentes en la barriada del Cerro, como la del conde de Santovenia o el de Fernandina o el marqués de Pinar del Río… 

Sucesores de Tacón la ampliaron y mejoraron. A ella fue a vivir, tras el fin de la Guerra de Independencia, el generalísimo Máximo Gómez, y la ocupó hasta su destitución como jefe del Ejército Libertador por parte de la Asamblea del Cerro.

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