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Capitanes españoles protestaron fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina

Ciento treinta y cinco años después del crimen, un joven investigador de la Fragua Martiana encontró revelaciones sobre el 27 de noviembre de 1871

Autor:

Juventud Rebelde

Documentos reveladores de la digna actitud del capitán Miravalles, cuando expresó su enérgica condena del fusilamiento.

«No solo dos célebres capitanes españoles se opusieron rotundamente, hace 135 años, al fusilamiento de los 8 estudiantes de Medicina, el 27 de noviembre de 1871. Federico Capdevila defendió a aquellos jóvenes en el primer Consejo de Guerra, y Nicolás Estévanez ante la afrenta partió su sable en la Acera del Louvre, en el Paseo del Prado.

«Pero no se conoce que el también capitán del Ejército hispano, Víctor Miravalles y Santa Olalla, también expresó su enérgica condena por ese repudiable crimen y fue enviado de inmediato a España por el Gobernador de la Isla».

Lo expuesto en los párrafos anteriores aparece en la prensa cubana por primera vez —al menos en la época revolucionaria. Esas revelaciones coresponden al joven licenciado en Historia, Regino Sánchez Landrián, museólogo-especialista del Museo Fragua Martiana, y profesor de la Universidad de La Habana, quien retoma una investigación, hasta hoy inédita, del desaparecido historiador cubano Luis Felipe LeRoy y Gálvez, pronunciada el 27 de noviembre de 1972, hace 34 años, en la misma Fragua, y en la que da cuenta de la actitud honorable del capitán Miravalles.

TESTIMONIO DEL PADRE DE VILLENA

Regino Sánchez encontró en la Fragua Martiana la investigación de LeRoy.

Cuenta Regino Sánchez: «En aquella disertación LeRoy, profesor e historiador de la Universidad de La Habana, explicó que Luciano R. Martínez Echemendía (1876-1954), padre del poeta y comunista cubano Rubén Martínez Villena, relató lo que sus progenitores le contaron acerca de aquel capitán, quien, en desacuerdo con lo que las tropas españolas hacían en los campos de Cuba contra la población de la Isla y los mambises, simuló una enfermedad para no verse comprometido a actuar contra los insurrectos, y logró ser trasladado a La Habana, con licencia de tres meses.

«Teniendo en cuenta que las tropas regulares españolas estaban en Camagüey y Oriente, y como él residía en un hotel cercano al lugar del juicio, sorpresivamente le designaron como vocal del primer Consejo de Guerra contra los alumnos del primer año de Medicina del curso 1871-1872, que recibían sus clases en el aula del anfiteatro de Anatomía de la Calzada de San Lázaro, próximo al Cementerio de Espada.

«Todos fueron hechos prisioneros por los voluntarios, cumpliendo órdenes del gobernador político Dionisio López Roberts, y con la inaudita aprobación del maestro, el doctor Pablo Valencia, por cierto, padre del galeno que años después hiciera la autopsia al cadáver de Martí».

Los estudiantes estaban acusados de haber profanado la tumba del periodista español Don Gonzalo Castañón, muerto en duelo a tiros con un patriota cubano, fuera de la Isla.

Miravalles, quien estaba casado con la cubana Juana García Brizuela —primahermana de la madre de Luciano R. Martínez, Josefa Echemendía Brizuela—, era un militar de honor que repudiaba las injusticias y el maltrato.

«Este capitán español es el único vínculo que se conoce de un oficial integrante de aquel primer Consejo de Guerra contra los estudiantes de Medicina arrestados y sometidos a juicio», comentó en su ponencia LeRoy.

«Justamente la versión contada por Luciano tiene la autoridad de ser el relato personal y oral transmitido a él por sus propios padres», sentenció.

Luciano dijo esto del capitán Miravalles: «Según me contaban, era de carácter rudo, y llegaba a la tozudez. Entonces aseguró a su esposa, prima de mi madre, que jamás firmaría una sentencia que constituía un verdadero crimen, aunque su actitud le costase la vida. La esposa escribió a mi madre, que residía entonces en el pueblo de Aguacate, en La Habana, notificándole la angustia espantosa en que se hallaba».

El capitán Miravalles dijo en aquel Consejo de Guerra que estaba de acuerdo con Federico Capdevila, y que no firmaba una condena tan injusta. Los voluntarios pretendieron apresar a Capdevila, pero algunos compañeros de armas lo sacaron de allí con rapidez.

Miravalles aprovechó la confusión y abandonó el lugar. Cruzando la calle, intentaron capturarlo, pero se escapó de sus perseguidores; entonces le tiraron un carretón encima, y él desenvainó su sable y lo hundió en el cuerpo de la mula que lo halaba; perseguido, entró en una casa cuya puerta estaba abierta. Con ayuda de sus vecinos, logró subir a la azotea y saltar por los techos hasta fugarse.

Al llegar al hotel donde se hospedaba, se vistió de paisano y se fue a ver al segundo cabo, el general Romualdo Crespo, con el que sostuvo este diálogo:

Capitán: No firmaré nunca una sentencia contra estudiantes inocentes.

General: Sus palabras me demuestran que ¡usted lo que tiene es miedo!, y un militar no debe jamás ser cobarde.

Capitán: Reconozco que seré cobarde a la hora de cometer un asesinato, pero yo desprecio la muerte en lucha noble y abierta.

General: ¡Pues está usted de más en Cuba! Será remitido a España bajo partida de registro.

Capitán: Le doy las gracias, así no presenciaré las cosas que he visto en esta Isla. Y como he de seguir siendo militar al llegar a mi verdadera patria, donde arde la guerra carlista, iré a campaña y yo le aseguro que ha de saber si soy cobarde en una guerra que, aunque es entre hermanos, es muy distante y distinta a la que se hace contra los cubanos, por parte de una fuerza extranjera.

Tres días después, según la conferencia de LeRoy, fue devuelto a España con su esposa en el vapor-correo español Comillas, el 30 de noviembre de 1871.

En la lista de pasajeros del Diario de la Marina no aparecieron sus nombres en el número del primero de diciembre, porque se ponían solo los civiles. Pero al final se leía: «Además, 90 individuos de tropa y uno de marina». En ese grupo anónimo se marchó de Cuba con dignidad, el matrimonio Miravalles-García Brizuela.

Refiere el museólogo Regino Sánchez que en aquella disertación en la Fragua, nunca publicada en la prensa, LeRoy comentaba que no se encontraron los documentos de la causa seguida contra los estudiantes de Medicina, tal vez porque fueron destruidos, por revelar un horrendo crimen.

HALLAZGOS

LeRoy no pudo incluir estos hallazgos en su libro Fusilamiento de los 8 Estudiantes de Medicina, publicado en 1971 por la Editorial Ciencias Sociales con motivo del centenario del crimen, porque fue un año después cuando logró reunir nuevas evidencias.

En aquel conversatorio él dio a conocer otros de sus descubrimientos. Incluyó en su acucioso texto el paradero posterior de todos los alumnos de aquella clase de 45 jóvenes, pero le faltó la partida de enterramiento de uno, que en 1972 dio a conocer: José Ruibal y Solano, muerto el 24 de diciembre de 1913, a los 60 años, en Cruces, Las Villas, y enterrado en el cementerio de esa localidad.

Halló también que a aquella clase faltaron los estudiantes Joaquín Coira y Bahamonde, de 20 años, miembro del Cuerpo de Voluntarios y sanitario del Hospital Militar de San Ambrosio; y Francisco Marill y Solar, de 18 años, ambos de La Habana, por lo que en vez de 45, eran 47 los alumnos del tristemente célebre grupo de futuros médicos.

«Con estos dos aparecidos en los antiguos expedientes --universitarios —explicaba LeRoy— se eleva a seis el número de alumnos que esa tarde fatídica no concurrieron a aquella clase. Y fue un cobarde el catedrático que no supo estar a la altura de mentor de una juventud puesta a su cuidado, y más cuando ser profesor no es solo transmitir conocimientos, sino también velar por sus alumnos y sobre todo si se hallan en un trance de peligro».

Y aclaró: «Si en vez de faltar seis alumnos a clase en la tarde de la detención colectiva, lo hubiesen hecho solo dos, el número de los fusilados habría sido nueve en vez de ocho, como el resultado de quintar a 45 estudiantes, es decir, escoger de cada cinco, uno».

ENCIERRO PROTECTOR Y PADRE DISFRAZADO

Otra de las cuestiones halladas en sus indagaciones por LeRoy fue el testimonio del doctor Enrique Gamba, un sobrino del fusilado Alonso Álvarez. Este hombre reveló que cuando los voluntarios regresaban de haber disparado contra los ocho inocentes, al pasar frente a una casa ubicada en la esquina de Neptuno y Prado, gritaron a todo pecho: «Alonso, aquí va el cadáver de tu maldito hijo» y otras salvajadas por el estilo.

En el capítulo 34 de sus Memorias, el capitán Nicolás Estévanez escribió: «Dos camareros se apoderaron de mí, encerrándome en un patinillo, sin el cual es posible que a mí también me hubieran asesinado cuando las turbas, aullando, volvían del fusilamiento».

Igualmente Regino Sánchez reveló a Juventud Rebelde que según el profesor LeRoy, el padre de Alonso Álvarez tuvo que disfrazarse y protegerse de la persecución de los voluntarios, lo que hizo en el vapor Germania, protegido y escoltado por amigos.

OPINIÓN DE LOS ESTADOUNIDENSES

El vicecónsul norteamericano en La Habana en ese momento, Henry C. Hall, y uno de sus subordinados, Raphel, informaron a Washington su opinión sobre la cacareada profanación por parte de los estudiantes de la tumba del periodista español Gonzalo Castañón. El primero comunicó al subsecretario segundo de Estado, William Hunter, el 2 de diciembre de 1871:

«Envié al señor Raphel al cementerio para que viese el nicho donde reposan los restos de Castañón y determinase cuánto hay de verdad en lo dicho al respecto...».

Y Raphel, entre otras cosas, apuntó: «Yo vi el nicho y no advertí nada anómalo en el cristal. Incluso le pregunté si lo habían cambiado... Y con respecto al macizo de flores, hasta donde yo pude ver, no había sido dañado en absoluto...».

Henry C. Hall informó a sus superiores: «El gobierno de López Roberts parece ser muy impopular entre la mayoría de los Voluntarios. Le acusan de peculado, de haber hecho de la recogida de chinos una especulación y de haber obtenido grandes sumas de dinero mediante esto. Sin duda, los Voluntarios creyeron de verdad en la profanación, y sospecharon que se sacaría provecho de los dineros de sus padres, para obtener la libertad de los jóvenes. Creo que la conducta del General Romulado Crespo no parece tener excusa, ni atenuante, por haber permitido ser intimidado y llevado a firmar las penas de muerte de los jóvenes... Me queda aún por saber que de todas aquellas autoridades militares y oficiales, haya habido siquiera uno que diese cualquier prueba de valor físico o moral».

Por último, aclaró el museólogo Regino Sánchez que no sabe si los diplomáticos norteamericanos en La Habana entonces conocían que el fusilado Ángel Laborde era hijo de estadounidenses.

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