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Memorias de una expedición martiana (+Fotos)

El jueves 21 de mayo de 1953 fue develado el busto de José Martí que corona desde entonces la cima del Turquino. Seis décadas después, Orlando Pita Aragón, protagonista de aquella experiencia, comparte sus recuerdos con Juventud Rebelde

Autor:

Isairis Sosa Hernández

En 1951 un pequeño busto de Simón Bolívar —emplazado en 1935— era sustituido por uno de mayores proporciones en la cima del Pico Bolívar, punto culminante de los andes venezolanos. Dos años después, el 21 de mayo de 1953, una sencilla pero emotiva ceremonia develaba el monumento erigido a José Martí en la cresta más elevada de la geografía cubana, el Pico Real del Turquino.

La idea de colocar un busto del Apóstol en la montaña más alta del país (1 974 metros sobre el nivel del mar) había sido propuesta por la maestra pinareña Emérita Segredo en 1952 a la Asociación de Antiguos Alumnos del Seminario Martiano de la Universidad de La Habana (Aaasm), que con sede en la Fragua Martiana estaba integrada por un grupo de ex alumnos del Doctor Gonzalo de Quesada y Miranda, destacado investigador de la obra de nuestro Héroe Nacional.

A partir de la fecha, con el Instituto Cubano de Arqueología (ICA), la Asociación comienza a pensar en el proyecto como la mejor forma de homenajear al Maestro en el centenario de su natalicio.

Seis décadas después de esta iniciativa, Orlando Pita Aragón, último sobreviviente de aquella delegación que partiera de La Habana rumbo al Turquino, comparte con Juventud Rebelde las memorias que atesora del histórico acontecimiento.

«Recuerdo que la escultora Jilma Madera fue una de las primeras en formar parte del proyecto, ella había sido la creadora del busto de Martí que se encuentra en la Fragua.

«En aquel entonces yo tenía 21 años —ahora tengo 81— y trabajaba en la compañía telefónica, pero también pertenecía al ICA. El presidente del Instituto era el periodista Roberto Pérez de Acevedo, quien además era socio colaborador de la Aaasm. Es a través de Pérez de Acevedo que me entero de la idea y me uno.

«El doctor Manuel Sánchez Silveira —padre de Celia Sánchez— se incorporó a finales de 1952, cuando fue elegido director técnico del proyecto por su condición de representante del ICA en la antigua provincia de Oriente, y por ser gran conocedor de la zona del Turquino. Sánchez Silveira, de 66 años, se convirtió en el alma y en el gran artífice de esta proeza».

Dificultades económicas

Al comenzar el año 1953, el dictador Fulgencio Batista ordenó, para todos los cubanos, el pago obligatorio de un impuesto por la celebración del centenario de José Martí. Pero ni un solo centavo fue destinado al sublime propósito de colocar un busto del Apóstol en lo alto del Turquino.

La falta de apoyo económico de las autoridades gubernamentales constituyó la mayor dificultad por la que atravesaron los integrantes de la Asociación y del Instituto. En la titánica gestión de reunir los fondos para sufragar los gastos, tuvieron gran protagonismo Quesada, Jilma y Sánchez Silveira, quienes aportaron valiosas sumas de su patrimonio personal. La propia Jilma esculpió objetos alegóricos a Martí para que su venta contribuyera a recaudar parte del dinero necesario.

Sin embargo, la misma dictadura que no colaboró con este proyecto desconfiaba de sus promotores y envió a agentes secretos del Servicio de Inteligencia Militar (SIM) para que se infiltraran en el grupo expedicionario.

«Uno de estos individuos —que se hacían pasar por campesinos—  se hirió en un pie con el machete al tratar de matar una culebra en el Pico Cuba. Nosotros le brindamos los primeros auxilios y ahí nos confesaron ser agentes secretos del SIM, que cumplían la orden de seguirnos porque se sospechaba que íbamos a fomentar un alzamiento con armas que recibiríamos de un helicóptero extranjero en el Pico Turquino. Después de esto, emprendieron la retirada cuesta abajo y nos dejaron tranquilos».

Situaciones al límite

No fueron pocas las vicisitudes que estos entusiastas martianos tuvieron que rebasar para coronar con éxito su misión. De agotamiento, situaciones al límite y más de un susto estaría colmada esta historia con ribetes de leyenda. Así nos la cuenta Pita.

«Desde el puerto de Santiago de Cuba hasta Ocujal del Turquino, el grupo se trasladó en dos embarcaciones. En el lanchón Glenda iba la mayoría de los participantes, pues ofrecía mejores condiciones para la navegación; y en una lanchita llamada Bertha íbamos el doctor Gerardo Houguet (del ICA) y yo.

«Pero casi llegando a Ocujal se formó una tempestad tremenda. Las olas eran del tamaño de un edificio de dos pisos. Yo nunca había visto eso. Entonces el patrón del Bertha, Teófilo González, le hizo señas al lanchón para que nos remolcara. A la lanchita comenzó a entrarle agua y tuvimos que sacarla a cubos. Aquello se puso tan feo que cuando vi que Teófilo se agachó a rezar, me di por muerto. Y en esta agonía estuvimos hasta que el mar se fue calmando poco a poco».

Para poder emplazar la efigie broncínea del Maestro en la cima de la alta montaña, fue preciso solicitarle previo permiso al dueño del Turquino, un marqués español llamado Álvaro Cano, que vivía de explotar los recursos maderables de parte de la Sierra Maestra.

Este señor, en carta dirigida al administrador de su finca, el también español Antonio Moreno, le manifestó su aprobación y le pedía que ofreciera al grupo todo el apoyo necesario.

«Cuando llegamos a Ocujal, pasamos la noche en la vivienda del señor Moreno. Ese día fuimos a una tienda, que era de un chino. Allí los lugareños nos aconsejaron que en la subida al Pico lleváramos solamente agua y una barra de guayaba, y que fuéramos dejando en distintos puntos del camino varias raciones de agua, para recogerlas al regreso a medida que fuéramos bajando. Y así lo hicimos.»

Héroes anónimos

Solo el que ha ascendido la empinada cumbre cubana es capaz de valorar en su verdadera dimensión el esfuerzo de los que participaron en aquella expedición. Pita Aragón hace un alto en sus recuerdos para distinguir la colaboración de quienes considera protagonistas desconocidos de esta proeza.

«En aquel tiempo la ruta hacia la cima del Turquino era totalmente inhóspita. Los trabajadores de Ocujal son los héroes anónimos de esta obra, pues ellos fueron los que abrieron el camino a fuerza de machete.

«Siempre habrá que reconocer también la labor de los constructores del monumento, quienes, sin la ayuda de mulos, subieron hasta la cima del Pico el busto del Apóstol —163 libras— y el agua y los materiales necesarios para construir el pedestal. Y fíjese si lo hicieron bien que 60 años después, ahí está Martí todavía en pie.

«No puedo dejar de destacar la hazaña que realizaron las cuatro muchachas que participaron en la expedición: las hermanas Emérita y Sila Segredo Carreño, la escultora Jilma Madera y nuestra querida Celia Sánchez. Ellas pusieron por todo lo alto el nombre de la mujer cubana.

«En lo personal, ese viaje al Turquino significó mucho en mi vida. Me dio aliento para tiempo después formar parte de la Campaña de Alfabetización; del Batallón 134 en la lucha contra bandidos en el Escambray; y consagrarme durante 65 años al servicio de las telecomunicaciones en Cuba… Aquella experiencia… Mira chica, cómo me pongo todavía al recordarlo…».

Y un torrente de sentimientos le quebró de pronto la voz y le nubló de lágrimas los ojos. La emoción, acaso contenida durante poco más de una hora para facilitar la charla, estalló como dique que cede inevitablemente ante el empuje de una fuerza mayor.

Nota: El lector puede encontrar más información sobre el tema en el libro De cara al sol y en lo alto del Turquino, donde su autor, Carlos Manuel Marchante Castellanos, cuenta en detalles este pasaje de la historia de nuestra nación.

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